¿Pero cómo entender la fiebre de oro que encegueció a Pedro de Ursúa sin pensar en las tres delirantes expediciones de conquista que coincidieron en la sabana de los muiscas siete años atrás? En 1538, cuando Ursúa todavía niño saltaba perseguido por los gansos en los huertos de Navarra y yo me enteraba apenas en La Española de quién era mi madre, la Corona concedió a Pedro Fernández de Lugo, adelantado de Canarias, licencia para armar una expedición de conquista a la provincia vacante de Santa Marta. El viejo Lugo tenía argumentos para aspirar a un reino en las Indias: riquezas para financiar la expedición, y tropas que se habían adiestrado dando muerte en Canarias a ochocientos jinetes alárabes, a cuatrocientos paganos de a pie, y a numerosos negros folofos del río Sanaga, en la costa africana.
Nombró como justicia mayor a Gonzalo Jiménez de Quesada, un raro conquistador que había cursado leyes y latín, que conocía de memoria el romancero y que era capaz de sacar la espada en defensa del metro octosílabo. Buscando con avidez las Indias de Oro, Jiménez no halló en el puerto de Santa Marta la ventripotente riqueza sino la pobreza desdentada, y hundió espuelas de prisa a la conquista de los reinos de tierra adentro. Mil doscientos soldados, algunos seguidos por sus mujeres, remontaron el río de reptiles del Magdalena, la mitad en bergantines entre selvas densas de gritos y de alas, y la otra mitad abriéndose paso a machete limpio por las formidables arboledas de la orilla.
Nadie ha talado nunca esos bosques, y un español que no haya estado en las Indias no puede imaginar la magnitud de los árboles, el espesor del suelo de hojas descompuestas, las mil criaturas que se mueven por el piso viviente, la frescura del aire lleno de aromas que se cruzan, la travesura de los monos entre las lianas y las inmensas hojas perforadas, y el coro de pájaros de todas las voces que se alza cuando cede la lluvia y los raudales rompen el techo de unas selvas que tienen resonancia de catedrales. También antes de los hombres está la crueldad de la vida: el güio que abre la jeta inmensa y atrae con su aliento a los pequeños roedores, la serpiente que engulle al sapo que se hincha para impedirlo, las hormigas que pululan sobre el banquete todavía vivo, el hambre de alas ávidas y de pico sangriento.
Las tropas avanzaron por los arcabucos de la orilla del río, expuestas a la puntería infalible de los arqueros nativos. Muchos recuerdan al indio que sólo tenía siete flechas y acertó con ellas en siete españoles. Cerca del mar, los hombres saben lavar con agua salada las llagas recientes de flecha y quitar la ponzoña, pero tierra adentro sólo el fuego puede contrarrestar el veneno, y nunca es tan seguro. El efecto de la hierba ponzoñosa es tan desesperante que hay que llevar a los heridos amarrados de pies y manos, porque no sólo se arrancan las ropas sino que quisieran arrancarse las carnes, y también las de sus portadores.
Oyendo el relato de aquella primera expedición, Ursúa se ufanaba de la suerte que tuvo cuando viajó desde el mar hasta el altiplano. Los pioneros de Jiménez de Quesada expiaron toda culpa buscando el reino que habían creído descifrar en las lenguas bárbaras del río, la recompensa forzosa de sus hambres y de sus angustias. Varios bergantines naufragaron comenzando apenas el viaje y las voraces bestias del río probaron un alimento desconocido. Flechas y plagas aquietaban a los viajeros, otros muchos padecían el abrazo del clima y la súbita animación de las ramas, hasta que llegaron, por aguas contrarias y tierras hostiles, al nudo de corrientes pardas de La Tora, al que llamaron Cuatro Brazos. Convirtieron allí los bergantines en hospitales para cuidar los cuerpos infecciosos, las llagas con gusanos; dejaron a los pálidos enfermos delirando entre las moscas y las mariposas del río; remontaron la región de los guanes con muchos caballos y un burro cargado al que llamaban Conquistador, y cuando ya los restantes soldados exigían devolverse, sólo el valor (Ursúa decía que era más bien la terquedad) de Jiménez de Quesada, uno de esos lunáticos que no dan paso atrás por motivo alguno, logró sostener la búsqueda sobre el hilo mismo de la locura. Dedujo la existencia de un reino riquísimo en las tierras altas por unos panes de sal y unas mantas de colores que hallaron en la orilla del Magdalena. Indios capturados más tarde le confirmaran que arriba, en las montañas, había un reino de oro y de sal, de incontables poblaciones, de finos tejidos y de grandes cultivos, y Jiménez aseguró a sus tropas fatigadas que la muerte no podría trabajar en las sierras frescas con la misma eficacia que mostraba en las malaguas empozadas del valle.
Dejando atrás la mirada suplicante de los muertos y los clamores de retorno de los enfermos, vencieron las últimas crestas de la montaña y entraron de pronto en el verdor milagroso de una meseta vastísima que no parecía posible. Por la sabana de los muiscas se hartaron de papas gustosas y espigas de maíz florecido en el fuego, cargaron sobre pueblos y pueblos copiosos de oro y de plumas, arrancaron orejas con pendientes, narices con chagualas, brazos con cintas de oro, cabezas con diademas y una colina de pectorales y de brazaletes, de ofrendas y de vasos, de cascos y de bestezuelas de metal que tenían el color del incendio, y después rezaron su gratitud a Dios con las espadas goteando rojo por bosques que hervían de venados.
Al alivio milagroso de ver tantas tierras cultivadas se añadió, por inusual, el hecho de hallar gente vestida. «Hemos llegado a una región donde los nativos se visten», era una frase común en las cartas de los soldados de aquella campaña, cartas que a veces, incluso, enviaban a sus destinatarios, cartas que dictaban en la noche a la luz vacilante de las fogatas, sólo cuando no había tropas enemigas en los alrededores, porque más de una vez un soldado que escribía a la luz de una antorcha recibió en la mano o el pecho una flecha certera guiada por el fuego.
El rumor recorría los reinos. Nativos procedentes de las tierras bajas del oeste le contaron a Hernán Pérez, el hermano de Jiménez de Quesada, que atravesando las planicies de los panches venía por el sur una segunda expedición. Pérez trabajó con la espuela y el freno seguido por sus huestes para espiar a los intrusos, y en la otra orilla del río se encontró con el ejército de Sebastián de Belalcázar que venía, opulento y vistoso, acumulando riquezas desde el Perú. Después de fundar a Cali y Popayán, y de empujar a Jorge Robledo para que sometiera los cañones del Cauca, Belalcázar cabalgaba como persiguiendo un pájaro encantado, tras el rumor de la ciudad de oro que sin duda estaba en la cordillera del oriente, donde los peñascos oscuros se escondían en las nubes. Pérez le dejó claro a Belalcázar que los enviados de Fernández de Lugo habían llegado primero, pero que lo invitaban a remontar el peñasco con musgo, y ayudarles a conquistar la Sabana extensísima.
Más sorprendente es que una tercera compañía venía por los montes orientales, sin saber nada de las otras, y era el ejército financiado por los banqueros alemanes, al mando de un hombre de Ulm, el conquistador de ojos verde agua y de barba rojiza, Nicolás de Federmán. Venía de Coro con sus tropas extenuadas. Habían seguido a distancia la expedición de su jefe, Jorge Spira, quien sembraba el terror por los llanos al sur de Maracaibo, pero al comenzar el verano buscaron tierras más frescas y practicables, pues los llanos estaban inundados. La comida abundaba al comenzar las tierras altas, porque allí se refugiaban de la creciente incontables venados rojizas. Mientras los perros acorralaban a los venados y las tropas caían sobre ellos, Federmán miraba con sus ojos verdes en la lejanía la nube de gallinazas que delataba el rumbo de Spira, quien estaba regresándose a Coro, porque después de largas matanzas iba lastrado de soldados enfermos y de capitanes moribundos, como el ilustre Murcia de Rondón, que fue secretario de Francisco I durante su cautiverio en España. El hambre había llevado a las tropas de Spira a extremos pecadores: cuatro soldados hambrientos hallaron en una aldea un bebé indio descuidado por su madre, y estaban entregados a la tarea impura y clandestina de comer las carnes y el caldo que habían preparado cuando entró de improviso la madre y salió proclamando a gritos que su pequeño, destazado, estaba siendo el alimento de aquellas bestias blancas.
Mientras allá en la distancia, por el Apure y el Sarare, volaban los buitres delatando esas acciones malignas, Federmán decidió apartarse y tomar el camino de la cordillera. Cruzaron dos ciénagas extensas y limosas que los proveyeron de peces por varios días, vieron morir varios caballos de una enfermedad desconocida, y tuvieron que alimentarse con aquella carne enferma, sin saber si la comida iba a trasmitirles la peste. Hallaron pueblos arruinados por los ataques de un animal de varias cabezas, según dijeron los indios, y fue tanta la impresión que causó esta noticia que varios soldados oyeron al monstruo rugir por las aldeas, y más de uno lo vio incursionar una tarde, sembrando la muerte a su paso.
Esas tropas que entraban como sonámbulas en la Sabana habían visto pocos días atrás un jaguar enorme y atrevido que se metió de pronto entre las filas del batallón, y alcanzó a matar a un español y tres indios ladinos antes de escapar con la misma agilidad sin que lo alcanzara un solo tiro de ballesta, y habían pasado varias noches en vela porque el tigre les seguía los pasos. Iban tan diezmados y enfermos que sólo se atrevieron a entrar en una aldea donde los hombres estaban de pesca en el río. Capturaron con armas y perros a todas las mujeres y los niños, pero tuvieron que implorar la ayuda de Dios cuando los alcanzaron los pescadores, dispuestos a todo por rescatar a sus familias.
De cuatrocientos guerreros bien armados y vistosos que habían partido de Coro, sólo cien entraron en la sabana de Bogotá, pálidos y en andrajos, algunos vestidos con las pieles de los venados del camino, otros con las corazas abolladas y las plumas marchitas, y muchos traían los brazos y los rostros quemados, porque después de abrir camino con barras y con picas en los breñales para los caballos sobrevivientes, un incendio de hierbas altas y viento recio los había acorralado contra el abismo.
Nadie podía creer que coincidieran tantos europeos en la misma sabana, y eso fortaleció la convicción de que habían acertado con el rumbo del tesoro. Como un imán los arrastraba a todos la leyenda de la ciudad de oro que se alzaba en las montañas centrales, y un relato repetido miles de veces, por sanos y enfermos, por los náufragos desdichados de Castilla de Oro y por los comensales felices bajo la ceiba grande de Margarita. No había aventurero en las Indias, desde las bahías translúcidas de Cuba, donde el sol forma una malla de luz en el lecho del agua, hasta las montañas blancas veneradas por los araucanos, que no repitiera aquel cuento: el relato de un rey desnudo bañado en polvo de oro que se sumergía en días rituales en su laguna, mientras súbditos agolpados en las orillas arrojaban ofrendas de metal a los dioses de las profundidades. Era ese relato lo que había traído aquella legión de armaduras ardientes por tres direcciones distintas, y los tres ejércitos estuvieron a punto de olvidarse de Cristo y de Carlos, de la corona de espinas y de la corona de diamantes que los unían, y batirse por la posesión de ese reino de indios vestidos y de campos labrados. Pero la sagacidad del poeta Quesada y la de su hermano Hernán Pérez obraron sobre la reciedumbre de Belalcázar, y esa alianza influyó a su vez sobre el alemán, que andaba un poco lejos de los límites que le habían asignado sus jefes.
A medida que las tropas invasoras se acercaban, los espías de Tisquesusa tuvieron la fortuna de presenciar cerca de Suesca la muerte de una bestia, lo que les permitió descubrir que caballo y caballero eran criaturas distintas. Tisquesusa, advertido del avance, se retiró en sus andas de oro a Nemocón. Jiménez de Quesada lo persiguió, pero fue atacado por la espalda por seiscientos guerreros que cuidaban la retirada del zipa, y tuvo que dedicarse a repelerlos. Los informes que recibió Tisquesusa sobre el poderío militar de los invasores y sobre el poder mágico de sus truenos lo llevaron a retirarse a la plaza fuerte de Cajicá. Pero impulsos contrarios combatían en su alma, y volvió a toda prisa a su palacio de Bogotá, para ordenar la evacuación del poblado.
Mientras tanto, los recién llegados se trenzaron en una guerra feroz contra el zaque de Tunja y sólo después volvieron a buscar a Tisquesusa, quien ya se había replegado a su casa de monte, en las laderas de Facatativá. El recurso del tormento les reveló a los perseguidores dónde estaba, y al caer la noche cayeron sobre su fortaleza, donde las tropas muiscas combatieron muchas horas defendiéndolo. Sólo cuando la guardia sucumbía, el zipa logró escapar, solo, por un postigo falso, y se alejó del lugar. Un soldado de Jiménez, viendo en la aurora borrosa aquel indio que corría, le clavó su lanza sólo para arrebatarle la manta finísima, y sin sospechar siquiera de quién se trataba, después de robársela lo dejó ir. Y fue así como el zipa herido se refugió en los bosques vecinos, y allí murió en silencio. Sólo la corona negra de los gallinazas en el cielo radiante les reveló días después a los muiscas dónde estaba su rey, pero el secreto de aquella muerte solitaria fue guardado celosamente por ellos durante más de un año.
Según me contó Ursúa, las tres expediciones sumaron cuatrocientos hombres, y se establecieron en el caserío fundado por Quesada, a la sombra de los cerros. Y los tres capitanes se embarcaron muy pronto rumbo a España, para que el Consejo de Indias sentenciara cuál de ellos tenía derecho al reino. El Consejo reconoció la primacía de Jiménez de Quesada para poder otorgar los derechos del reino al jefe de Jiménez, un varón de antiguos títulos e influencias. De modo que, fiel a su curioso sentido de la justicia, negó la gobernación a los tres conquistadores, y la concedió a alguien que nunca había estado en la Sabana: el adelantado Pedro Fernández de Lugo, patrocinador de la expedición.
«Fue por eso», me dijo Ursúa, «que el reino cayó un día en manos del hijo perverso de Lugo. La Corona recompensó a Federmán con oro suficiente para que no volviera jamás a las Indias, le concedió a Belalcázar la gobernación de Popayán, liberándolo del mando de Pizarro, y a Jiménez de Quesada le dieron el usufructo de su tesoro, las gracias del emperador y un vago título de adelantado que no representaba mando ni jurisdicción alguna en el reino».
Así que, a pesar de resultar favorecido por la Corona, Jiménez se quedó en Castilla, sin pensar en volver a batirse por la alta sabana de Indias. Unos dijeron que lo demoraba la expresa voluntad del emperador, que dizque era su amigo, y otros echaron a volar el rumor de que este hombre extravagante, de trajes vistosos y botones dorados, que siempre tenía una octavilla enredada en las barbas, se atardaba más bien dilapidando su caudal y forcejeando en los estrados, porque la guerra que de verdad lo enardecía era el litigio interminable de los tribunales. Y alguien me contó que sus ostentaciones causaron cierto malestar en los altos niveles del trono, porque por los tiempos en que acababa de morir la emperatriz y la corte iba cerrada en luto, Jiménez de Quesada llegó un día al palacio real con un traje escarlata tan llamativo, que el propio consejero Los Cobos se asomó a una ventana y les gritó a los guardias: «¡Saquen a ese loco de aquí!». Desde entonces empezó a abandonarlo el favor de la Corona, y mucho más tarde, consumidos sus recursos por el derroche y las propinas, optó por volver al Nuevo Reino, muy a su pesar, porque si la riqueza estaba en las Indias la vanagloria estaba en Europa: aquí había menos ante quién ostentar sus modas italianas y sus capas flamencas. Triste es tener que decir que lo que finalmente ha cubierto su cuerpo no son ya los tejidos suntuosos sino la capa blanca de la lepra manchada.
Belalcázar, por su parte, se restituyó a los ceibales de occidente, convertido en gobernador y libre ya de la férula de Pizarro, a regir sus llanuras y sus cañones con celo y con rigor, y en el fondo de su corazón tan ofendido de que le hubieran negado el reino muisca que miró con furor todo lo que tuviera que ver con el Nuevo Reino de Granada. Sólo esa ira secreta explica por qué tiempo después fue tan hostil con Armendáriz y tan severo con el imprudente Robledo. Y Federmán ya no volvió nunca a las ciudades lacustres de la pequeña Venecia.
En el altiplano se sucedieron fugaces gobernadores, pero a pesar de las grandes riquezas que gastó Jiménez en España y de las que repartió entre sus hombres, a pesar de todo el oro que robó Lugo, siguió flotando en el aire la sospecha de que el verdadero tesoro no había sido encontrado. Tisquesusa muerto se burlaba de los españoles, y ese pensamiento dominó las acciones de todos los gobernadores. Torturaban a los príncipes indios, exploraban las lagunas buscando el sitio de los rituales del hombre dorado, emprendían viajes absurdos llevados por el viento del peligro, y de todo volvían con la certeza de que la ciudad de oro esquivaba sus manos. Y a veces imagino que a Hernán Pérez de Quesada y a su amigo Suárez de Rendón el destino finalmente les dijo: «¿Quieren recibir todo el caudal que han perseguido por años, cargado con el poder de los cielos? Allí se los envío finalmente en su forma más plena, convertido en un rayo de oro».
Pero como en las Indias sólo ocurre lo inesperado, el reino que no pudo tener Jiménez de Quesada, poeta, tahúr y litigante, cayó de pronto en las manos casi niñas de Ursúa, que venía, como se dice, todavía con la leche en los labios, y que no sólo vio abrirse también ante él la Sabana, sonora de maizales, sino que, apenas llegado, recibió el soplo de la leyenda, fue embrujado por los cuentos de los indios, bajo la noche de piedra de los cerros lluviosos, y se contagió a su turno de la fiebre incurable que ya había enajenado a tres ejércitos.