10.
Sabía bien lo que Cortés encontró en el país de Moctezuma

Sabía bien lo que Cortés encontró en el país de Moctezuma y lo que Pizarro encontró en Cajamarca, tierras de la piedra tallada y de la plata fina, pero apenas empezaba a susurrar en su oído la leyenda que esta región central tenía entrañas de oro, y una de las primeras cosas que le ocurrieron en el altiplano marcó desde entonces su vida. Había salido a cabalgar con su tropa de navarros por los veloces maizales, llegando cerca del lugar que los indios llaman Suba y al que Jiménez de Quesada llamaba Valle de los Alcázares. Sin saber por qué, dejó a sus amigos hablando de Bayona y de Tudela, de las guerras de Fernando de Aragón contra los franceses y de los terrines de hígado de pato que preparaban en las cocinas de Pamplona, combatiendo con recuerdos de tierras cálidas el frío de la tarde ante la fogata crujiente. La Sabana ya no les exigía agruparse vigilantes con lanzas y espadas, de modo que Ursúa se alejó a solas entre los sembrados de maíz, y un rato después oyó en el viento los quejidos que se alzaban de una hondonada. Todavía sabía olvidar que era un gobernador, se comportaba sólo como un muchacho valiente capaz de despreciar el peligro, así que ató una cuerda que llevaba al tronco de un árbol, ciñó el otro extremo a su cintura, y se descolgó por el barranco hasta el lugar donde yacía un indio con una pierna rota. Le dio agua de su bolsa de cuero, y después fue a buscar a sus amigos. Era casi de noche cuando volvió con ellos. Improvisaron una parihuela a la que sujetaron al indio, y con trabajo lo rescataron de la hondonada.

Ni el más compasivo entre los españoles hacía tales esfuerzos por un indio cualquiera, y al verlos sufriendo más bien procuraban abreviarles las penas con la espada o con un oportuno tajo en la garganta. Ursúa no era menos salvaje, aunque yo sólo vi su crueldad en la guerra y no pude creer a quien me dijo que una vez había entrado con siete esclavos negros para dar tormento a un anciano en casa de su tío. Pero ayudar a un indio, llevado a caballo hasta su propia casa, cuidado como hizo en aquella ocasión sí que era algo extraño, y alguna vez me juró que lo había hecho sin propósito, lleno de compasión o simpatía por ese indio joven que había resistido horas de dolor después de caer por el barranco. Sintió que podía ser un buen criado, y no se equivocaba, porque después el indio se aficionó a Ursúa y fue su sombra largo tiempo. Y si Ursúa no esperaba nada por haber sido generoso, el pago que recibió no fue pequeño, aunque sí trágico, pues de la gratitud de aquel indio recibió una noticia que marcaría hondamente su suerte.

«Yo quisiera pagarte los favores que me has hecho», le dijo el indio agradecido, cuyo nombre era Oramín, o algo semejante, mascando apenas el castellano, «pero no tengo qué darte, salvo mi buen servicio». «Bastaría que me digas dónde está realmente la ciudad de oro que andan buscando todos», le contestó Ursúa casi en serio. «No sé si existe la ciudad», dijo Oramín, «porque para nosotros esa leyenda es casi un sueño viejo como las piedras… más inseguro que el viento… pero otra cosa sí puedo revelarte…».

Ursúa lo miró hondo y guardó silencio. Comprendió que por algo había salvado al indio, y se preguntó si de verdad lo había cuidado sin propósito. Esperó a ver en qué terminaba la frase vacilante del otro.

«Yo sé en qué dirección envió Bogotá las ofrendas que no encontraron las tropas de tus hombres de metal», y Oramín le habló de los tiempos previos a la llegada de las expediciones. El reino muisca había sido debilitado por las guerras recientes. Los panches del sur, hombres hechos al sol de las llanuras y que labraban el vientre de las canoas obedeciendo los caprichos del agua, habían remontado los cañones, habían hecho ofrendas en el trueno de espuma, el Tequendama, que une las tierras inferiores a las superiores, cruzaron debajo del triple arco iris con sus lanzas y sus cornetas de guerra, y amenazaron el poder de los zipas en los recintos lunares de Chía, en Faca, en el fuerte real de Cajicá, en Suba y Nemocón. Entonces Tisquesusa, el penúltimo zipa de la sabana occidental, sobrino de Nemequene, dirigió la guerra y repelió a los invasores hacia las tierras cálidas del sur, de donde procedían.

Un malestar reinaba en el mundo, y allí recomenzaron las tensiones con los zaques de la sabana oriental, que tenían sus mansiones cercadas y sinuosas cerca de las piedras de Quiminza, en los valles de Hunza. Los adivinos leían presagios lúgubres en los astros desde los observatorios de piedra de Ráquira, donde rectos peñascos se empinan sobre los viejísimos bosques de robles. Había guerras entre los astros, la luna se enrojecía de pronto, el sol sangraba sobre los pedregosos desiertos. Las bocas desdentadas de las estrellas estaban anunciando la ruina del mundo y los príncipes creyeron que la amenaza estaba en las lanzas de sus vecinos. Fue por eso que por todas partes en las Indias, antes de la llegada de los jinetes, habían arreciado las guerras entre hermanos.

Más de cuatro mil guerreros de Tisquesusa avanzaron gritando conjuros contra las tropas de Quemuenchatacha, y cuando sus lanzas estaban a punto de hacer sangrar las sombras de los otros, el Iraca Sugamuxi, único de los grandes jefes que no había entrado en la contienda, tuvo una visión en el Templo del Sol, el enorme edificio tejido con troncos de guayacán arrastrados tiempo atrás por largas filas de indios desde los llanos, por cañones rocosos y a través de los páramos que ennegrecen la piel. El gran disco giratorio traído de la laguna de los Pastos, y suspendido en el centro del templo, le habló de pronto con su voz de oro y le reveló que era otro el peligro: que era más necesaria que nunca la unión entre los pueblos de la Sabana. Sin saber muy bien cómo interpretar el anuncio, Sugamuxi se atravesó en la batalla, en la que ya volaban los dardos, imploró una tregua entre el zipa y el zaque en nombre del disco solar, y les pidió meditar sobre el peligro inminente.

Allí comenzaron las deliberaciones de los chamanes y los mohanes de las siete provincias vecinas de las siete lagunas sagradas, para saber si el peligro vendría de la tierra o del cielo, si sería otra vez una lluvia de ceniza desde los hornos de occidente o un sacudimiento de la piel de la tierra provocado por los anillos de la gran serpiente o por el paso del mundo del hombro derecho al hombro izquierdo del gigante Nemqueteba, como el que había destruido la vieja ciudad de la luna, o si sería acaso el retorno de los tiempos del hielo. Y en medio de esas deliberaciones Popon, el viejo mohán de Ubaque, vio una tempestad de rostros blancos con quijadas de musgo rojo, vio una noche de bestias de metal ensombreciendo los reinos, y vio cómo en el agua de esa noche se hundía ensangrentada la cabeza de Tisquesusa.

Todo eso había pasado hacía menos de diez años, cuando el reino era todavía el solar de los muiscas, y cuando tuvo lugar la exaltación de Tisquesusa, quien concibió finalmente la astucia de ocultar el tesoro que todos los invasores habían adivinado o presentido, y sustraerlo a la codicia unánime de los visitantes. Fue una maniobra sagaz como pocas, obra de muchos días de trabajo y cautela, fuente de largas peregrinaciones, y tal vez ocasión de cruentos sacrificios humanos. Pero lo más admirable es el modo como llegó finalmente hasta los muiscas de la Sabana la advertencia de que ejércitos venidos de otro mundo habían derrotado a los reyes del imperio azteca y a los incas de las sierras del sur.

Los súbditos de Tisquesusa tenían tratos con los grandes imperios. Llevaban al lejano Quillansuyo, que yo conocí bajo el gobierno de Orellana, panes de sal y objetos venerables de oro, y allá los cambiaban por tejidos y por alimentos. Porque los incas cultivaban tubérculos de infinitos colores y formas, y maíz de espigas doradas y rojas, de espigas acres y moradas, además de buena quinua blanca. La lengua de la Sabana se extiende hasta las selvas occidentales, donde los desnudos chamíes se pintan el cuerpo con sangre de achiote y tinta de nogal del color de la tierra, y todavía más allá, hasta el brazo de selvas donde viven los cuna de grandes collares hechos con semillas de colores, tejedores que pintan la reverberación de la luz y los destellos internos que produce el dolor en los ojos.

Más veloz que las bestias acorazadas de los invasores, el rumor había ido como un incendio de pueblo en pueblo. Salió del valle de las pirámides y avanzó hacia el sur, lento pero inexorable. Contaba el regreso de unos dioses vengadores y el modo como en pocas jornadas se cumplió la caída de la gran ciudad de la laguna. Años después, otro rumor salió de las ciudades del sur. Hablaba del presidio atroz de un rey y de la muerte, en una sola tarde, de siete mil hombres del cortejo real. Hablaba de los truenos en lo alto de la montaña, y de los cien mil guerreros de Atahualpa paralizados y enmudecidos bajo una lluvia de granizo, mientras en la explanada los rayos destrozaban la corte y el rey era arrastrado y encerrado en una habitación que más tarde sus súbditos llenaron de oro para pagar su rescate.

El rumor iba y venía, contando por todas las aldeas cosas terribles que no habían ocurrido nunca antes. A su paso por las selvas de Yucatán, donde se escalonan los templos rojos, y por las gargantas del istmo, donde están las cámaras abandonadas, el rumor se fue llenando de otras advertencias. Se detenía en los acantilados, pasaba la noche junto al fuego espantando a los tigres, sentía sobre él el zumbido membranoso de los murciélagos, tropezaba en los bosques con las grandes esferas de piedra.

Y el rumor cruzaba los barrancos, viniendo hacia el norte, abandonaba las últimas plantaciones de maíz, se moría de sed en los cañones ardientes donde el agua era sólo otro rumor, muy profundo y muy inalcanzable. Y así llegó hasta las paredes de piedra del gran cañón, donde truena el salto de espuma, y subió con los vapores del arco iris, y llegó hasta el Templo del Sol en Sugamuxi, y hasta las barcas ceremoniales de Guatavita, y hasta los propios oídos de Tisquesusa en el salón de las hogueras inmóviles.

Y Tisquesusa asoció la visión del mohán con el rumor que venía de los reinos lejanos del norte y del sur, y supo que los destructores de la ciudad de la laguna y de la ciudad de los muertos expuestos del Cuzco vendrían también allí, buscando el oro para alimentar a sus bestias de metal, y se devorarían toda la luz del sol acumulada por las generaciones. Pero él estaba decidido a salvar las grandes ofrendas de los templos del Sol. Por tres rumbos distintos se oía el avance de los venados de hierro: por la región de los guanes y los muzos, por el valle del Yuma y el cañón donde habían sido vencidos y expulsados los panches, y por las sierras que miran a los llanos inmensos, avanzaban tres contingentes guerreros.

El zipa hizo un doble movimiento. Envió espías a Suesca para vigilar la aparición de las tropas enemigas, aguzó los oídos para escuchar muy bien cuándo y por dónde aparecerían las expediciones, y mientras tanto ordenó a sus numerosos soldados que envolvieran en mantas las piezas sagradas del culto del Sol, y que después llevaran los fardos a un lugar preciso que había designado para que permanecieran ocultos hasta el momento en que hubieran partido los dioses.

Todas esas historias de los muiscas, Ursúa las dedujo de los relatos de Oramín y los otros nativos. Los oía y volvía a oídos, no sólo porque le gustaba ese rumor casi sin cuerpo y sin rostro que avanzaba por selvas y caminos, y la imagen del rey Tisquesusa en una habitación de hogueras inmóviles, sino porque siempre esperaba deducir el rumbo que llevaban los portadores, a dónde los condujeran sus pasos con el fabuloso botín, que había sido negado a la codicia de los otros porque a todas luces estaba predestinado para él. Como era su costumbre, no dudó de que ese caudal sería suyo: el tesoro escondido de las tierras áureas, mucho más grande que los de Cortés y de Pizarro reunidos.

De modo que una vez relatada y vuelta a relatar la caída del reino, Ursúa volvía al único tema que le importaba: el caudal escondido de Tisquesusa. Pero la historia vistosa y precisa se iba volviendo de niebla. «Oramín, descríbeme otra vez las montañas por donde fueron los portadores. Oramín, dime con precisión cómo te dijeron que era aquel declive. Oramín, señálame de nuevo por dónde estaba el risco». Y Ursúa trazaba cruces sobre los mapas rudimentarios del licenciado Balanza, pero más allá de cierto punto todo se volvía misterioso incluso para los propios indios, porque los que ocultaron el tesoro habían muerto.

«¿Estás seguro de que todos murieron?», preguntaba otra vez Ursúa, con esas y con otras palabras. «Todos habían aceptado morir», era siempre la respuesta del indio. «Porque esa condición les impuso el zipa Tisquesusa para ser portadores del don, morir después de llevado a su destino. No podía permitir que cayeran en manos de los invasores y el paradero de la ofrenda se revelara. Pero te equivocas, señor, si piensas que el rey los mató. Algunos enfermaron y murieron, otros encontraron la muerte en el agua, y a los otros seguramente los mató la visión de un árbol o el sueño del tigre».

Y Ursúa volvía a perder la paciencia, aunque él mismo pudo comprobar más de una vez que los indios se mueren cuando quieren, que a veces los enferman visiones extrañas que tienen en los montes, y que sin duda alguna los puede matar un juramento. Por eso Oramín sólo podía hablarle del rumbo, pues no sabía el sitio final donde reposaban las reliquias. «Sé que son muchas y grandes cosas de oro», le dijo otra vez. «Pero todos los ojos que vieron el escondite están ciegos, y todos los brazos que cargaron las piezas están deshechos, y todos los labios y las lenguas que podrían describirlo están mudos».

El muchacho empezó a hablar de ese tesoro como si ya le perteneciera. Siendo el principal capitán en las tierras del oro, tenía los recursos necesarios para la expedición, hombres animosos listos para acompañarlo, datos del rumbo que habría que tomar… Detrás de esa extensión de maizales, más allá de las paredes de la meseta, al costado del risco y del páramo, detrás de aguaceros y neblinas, en unas cavernas secretas, señalada acaso por piedras con inscripciones, protegida más por ristras de conjuros y rondas de espectros que por flechas y venenos, lo estaba esperando la riqueza que habían buscado todos, un oro capaz de enceguecer al mundo.

Ahora había un destino a la medida de la ambición de Pedro de Ursúa, y a partir del momento en que tuvo noción del rumbo del tesoro, ya no le interesaron los asuntos de la gobernación. Creo que revela cuán joven era, esa capacidad de abandonar un capricho y dedicarse a otro con la misma ceguera y la misma pasión. Habría salido enseguida a buscarlo, pero no se sentía dueño de su vida, estaba bajo el amparo paralizante de su tío, quien era además su gobernador y su jefe en la milicia real: tenía el deber de sostener el cargo y mantener el orden mientras el tío ausente llegaba. Empezó a sentirse cada vez más impaciente, pero la vida tenía reservadas para él crueles demoras, o acaso de su propia urgencia nacían esas postergaciones, como surgen del amor las rencillas y los reclamos, y de las certezas las dudas. Era una araña cautiva de su tela. Casi conocía el rumbo que lo haría rico y célebre, sabía mejor que el difunto Hernán Pérez de Quesada por dónde debía orientar la búsqueda, pero estaba inmovilizado por la lealtad, maniatado por su propio poder. Empezó a enviar mensajes a Armendáriz para que apresurara el viaje a la Sabana, pero los emisarios sólo traían vagas promesas, diagramas nebulosos, sentencias evasivas, y cartas ceremoniosas que cada vez, de un modo invariable, lo cargaban de nuevas responsabilidades.