Todo ser nuevo que encontramos viene de otro relato y es el puente que une dos leyendas y dos mundos. Antes de llegar a aquel día en que el azar lo cruzó con el joven Ursúa por el camino de los muiscas, Francisco Núñez Pedrozo había sido uno de los doce hombres que, enrolados en el bando del hijo de Almagro, y ansiosos de venganza, cruzaron las puertas de Francisco Pizarro en la ciudad de los Reyes de Lima, gritando vivas al emperador. «Éstos vienen por mí», dijo Pizarro, y con los restos de su rencor y con paciencia de anciano se puso la armadura de cuerno y el casco de acero, tomó su espada, y avanzó con uno de sus hermanos por las largas estancias para enfrentar a quienes lo buscaban, sabiendo que no podría con todos ellos. Había sido advertido del ataque por un cura leal que oyó la confesión de un conjurado, pero Pizarro se burló pensando que el clérigo buscaba algún favor: «Este cura quiere obispado», parece que dijo. Y Francisco Núñez Pedrozo fue uno de los doce contra los que se batió Pizarro antes de caer trazando en sangre con su dedo en el suelo la misma cruz que fue siempre su firma.
Harto sé yo de los Pizarro, y tal vez tenga ocasión de contar las andanzas que compartí con el menor de aquel linaje, que era sin embargo tan espantoso como cualquiera de ellos. Tenían tal fuerza de voluntad que bastaba acercárseles para que la vida de uno quedara marcada por su sello. Cuando intento explicarme lo que ha sido mi vida, retrocediendo en los años y los países, siempre me encuentro allá, en la encrucijada, el momento en que por primera vez tuve contacto con esa familia. Hablar con ellos era entrar en un clima del que sería imposible escapar, y en cierto modo eran peores que Lope de Aguirre, porque éste estaba loco y dominaba todo lo que cayera bajo su mirada, pero también se olvidaba de todo a menudo, y su poder sólo procedía de su furia, pero ellos invadían la conciencia, combinaban la locura con la ley, no olvidaban jamás sus propósitos y sus intereses.
Recuerdo la primera vez que intenté contar esta historia. Fue en El Tocuyo, poco después de escapar de la selva y de los ojos viscosos de Aguirre. Quise escribir, para no olvidar nada, todo lo que Ursúa me había contado en un barco por el mar del sur, en nuestras andanzas por el Perú antes de que lo enloqueciera su bella mestiza, y en las últimas correrías por la selva. Me pareció triste que los recuerdos de un hombre como Ursúa se perdieran con sus huesos en la noche de pájaros de Moyobamba, y procuré recobrar lo que quedaba de él en mi memoria. Ahora, aquí, en San Sebastián del Gualí, junto a los balsos de grandes hojas, he vuelto a leer mis cuadernos y encontré estas palabras escritas hace más de doce años, cuando Aguirre acababa de ser derrotado:
«Me informan que mañana llevarán por diez rumbos distintos el cuerpo del tirano, cuya cabeza sigue siendo feroz en la jaula donde la tienen encerrada. Debo seguir mientras tanto con este relato, al que dediqué tantos días de fiebre desde el momento en que el tirano Aguirre fue derribado a tiros de arcabuz para tranquilidad de los reinos. Muchos folios llené sin tachar cosa alguna, para no darle tiempo al olvido de borrar las historias que Ursúa me contó en vísperas de nuestra aventura.
»Cuesta creer que en tan poco tiempo hayamos alimentado y perdido tantos sueños, que nos hayan cercado tantas noches de desvelo y de miedo. Y a mí sobre todo me cuesta creer que de Ursúa, que parecía más vivo que nadie, ya no nos queden más que palabras, frases esquivas como si las quisiera retener en el viento, palabras que tal vez puedan explicar el pasado, pero que no podrán decirme mi suerte, qué ha de hacer con su vida un hombre que dos veces descendió por el río, primero por azar, abandonado al querer de las aguas, y después por lealtad, siguiendo a alguien que muy pronto se desprendió de todas las lealtades. Ahora son grandes mi cansancio y mi asombro, pero en estas horas de vacío, mientras la terrible cabeza se ennegrece en la jaula, más digna ya de compasión que de odio, sólo este devoto río de recuerdos logra ser mi consuelo y mi estrella».
Después de escribir esto, comprendí que no podría contar la vida de Ursúa si no venía a conocer la tierra donde gastó su juventud antes de la aventura final. Diez años he viajado como una sombra siguiendo sus pasos, diez años, si puedo decirlo, intentando tejer con palabras lo que él destejió con su espada, no sólo los reinos que venció y destruyó, sino su propia vida, que también fue gastando y rompiendo como se gasta y se mella una ilusión contra las paredes de los días. Diez años siguiendo su rastro de herraduras y sangre, hasta llegar aquí, a San Sebastián, la ciudad que fundó precisamente el conjurado Francisco Núñez Pedrozo, el hombre que le ayudó aquella vez a apoderarse del reino.
Digo pues que viniendo de Tunja, ceñido en la niebla de la mañana por las tropas que puso a su mando Armendáriz, Ursúa vio dibujarse en el camino el contorno de una tropa. Eran hombres de España, y averiguó con ellos todo lo que necesitaba saber sobre los alcaides del gobernador que venía a destituir. Núñez Pedrozo comprendió la importancia del viaje de Ursúa, vio pintarse en el aire las promesas del nuevo gobierno, las puertas que se abrían, el árbol de campañas y encomiendas que estaba a punto de brotar de la tierra, y se ofreció con ojos brillantes a devolverse a Santafé y preparar el terreno para que el polluelo de halcón clavara sus garras en el reino. Ursúa tenía la elocuencia de Armendáriz, reforzada por la juventud y por la altanería, e iba descubriendo el arte de seducir, la magia de su lengua de noble y de bandido para conquistar camaradas dispuestos a todo por él.
Venía abrumado por las selvas del reino. Aunque no fuera lo que soñó al partir de su casa, porque aquí todo difiere de lo imaginado, éste podía ser el mundo que buscaba. Lo visto a lo largo del viaje seguía en su memoria, y siguió mucho tiempo después. Había bordeado las ciénagas manchadas de flores flotantes, había vigilado en la cubierta del barco, ante las bestias del río, aguardando el pregón de cuernos y cascabeles de los ejércitos indios, temiendo ver volar las flechas ponzoñosas que brotan de la selva. Había velado oyendo rugir a lo lejos la noche de tigres de Tamalameque; había visto blanquear en la distancia los hielos de la cordillera, y vio aparecer después, como un milagro en sabanas de infieles, una ciudad con casas altas de piedra y con campanario piadoso. Vio aparecer una llanura extensísima de asombrosa fertilidad, después de remontar los peñascos, en el frío de las alturas. Ahora jugaba, bajo el sol de su adolescencia, a ser el emisario de un juez de residencia y a apoderarse en su nombre de una gobernación, y es verdad que lo hizo con malicia de zorro francés, con la fuerza de los jabalíes de su tierra y con el disimulo recién aprendido de los caimanes del gran río.
Núñez Pedrozo se adelantó a preparar su llegada y, en Santafé, sin dar indicios de sus planes, se hizo hospedar por el propio Montalvo de Lugo en una casa nueva junto al río frente a los cerros enormes, una casa alta de maderas finas, aunque con techo de paja, porque en la pequeña ciudad de la Sabana no era fácil, ni lo es todavía, proveerse de pizarra o de barro cocido.
Y al día siguiente, a la hora de los servicios religiosos, una tropa de desconocidos entró en la ciudad con gran lujo de trajes y herrajes, vistosa de plumas en los cascos, y Ursúa avanzaba entre ese cortejo con entusiasmo arrogante y malas intenciones. La gente escrutaba con curiosidad a los forasteros hasta descubrir entre ellos algún rostro conocido, las rondas de indios se detenían a mirarlos, y algunos los siguieron corriendo hasta el atrio de la capilla, donde descendieron de sus caballos y entraron lujosamente en la iglesia. Adentro estaban todos los dignatarios de la gobernación, y ya había comenzado la ceremonia, pero las miradas se volvieron discretamente ante el tropel de pasos inesperados que resonó por los pisos de piedra. Poco antes de que la misa terminara, mientras sonaban las campanas de la comunión, Ursúa y sus compañeros salieron, con la intención de esperar a los hombres del gobierno en la plaza de tierra pisada, al frente, donde las tropas cuidaban los caballos. Y tras ellos salió Núñez Pedrozo, quien se acercó a Ursúa y dialogó con él apartándose de los otros.
A esas horas, el pueblo entero estaba conmocionado por el tumulto de los recién llegados. Todos presentían sucesos importantes en aquella mañana de luz muy blanca, cuando quedaban todavía en las calles algunos charcos de la lluvia reciente, y mientras enormes nubes grises se acomodaban en la nitidez prodigiosa de los cerros del oriente. Así me lo describió muchas veces el licenciado Balanza, cuando reconstruía el momento para él inolvidable en que la garra de Ursúa se cerró sobre la gobernación.
Montalvo de Lugo se quejó el resto de su vida de «aquel mancebo» que, según él, «llegó de sorpresa, al amparo de la noche», acompañado de gente que había huido de la justicia de Lugo, conspiradores, fugitivos apasionados que vinieron a arrebatarle el poder sobre el reino. Pero Ursúa estaba preparado para que, en la caldera de odios de la Sabana, unos lo recibieran con alivio y otros vieran su llegada como una desgracia.
El capitán Luis Lanchero tampoco olvidó nunca aquel 2 de mayo de 1545, cuando un cortejo de hombres desconocidos cruzó la plaza de tierra pisada de Santafé, cerca del río, y de entre ellos se adelantó un muchacho que le pareció de quince años, con gestos ostentosos de gran señor, el traje negro cerrado hasta el cuello, una capa orlada de granate, y una cruz de zafiros en el pecho, preguntando quién era el alcaide de la ciudad.
«Para servir a ustedes», dijo el capitán. «Soy yo».
Y el muchacho, sin explicar nada ni alterar su gesto, le arrebató de las manos la vara de justicia que era el símbolo de su poder. Lanchero debió creerlo primero loco y luego algún villano insolente, pero le preguntó por qué y en nombre de quién le quitaba la vara, y Ursúa no se alteró, sino que dijo, mirando hacia otro lado con arrogancia odiosa: «Eso ya lo sabrá usted después».
Sólo un adolescente engreído como Ursúa podía hacer tal desplante a un hombre de la dignidad de Luis Lanchero. Ese varón al que arrebataba la vara y que parecía un discreto dignatario local era un veterano glorioso de todas las guerras. Había protegido con su propio pecho el cuerpo del emperador en las más duras campañas, había sido por años capitán de la guardia personal del Señor de la tierra, y había participado en el saqueo de Roma con los feroces tercios de España, guerreros sin escrúpulos que espantaron más a los habitantes de la villa eterna que las tropas de Breno a los senadores en un día sangriento de la edad antigua.
Se había iniciado en las Indias yendo a la conquista de Trinidad, en las bocas del Orinoco. Esperaba ser cabo del presidio, y protestó con altivez cuando Jerónimo de Ortal escogió a otro aspirante, por lo que acabó preso y esposado. Se quejó de dolor en las muñecas y cuando le quitaron las esposas las arrojó con insolencia al mar. Así cambió las molestas esposas por cadenas. Pero después, en Cubagua, escapó de la cárcel, se atrincheró una vez en la iglesia, combatió con bravura donde pudo, y, uniéndose a las tropas de Federmán, llegó por fin al Nuevo Reino, donde acabó amistado con Lugo, el pérfido. Lanchero había quemado palacios y protegido princesas, había empujado carros llenos de esqueletos ennegrecidos por las colinas incendiadas de Flandes, había sido testigo de la muerte del rey de Francia en un torneo de juguete, había colgado de la horca una docena de malhechores, pero nunca había visto que un mozo casi imberbe le arrebatara en las narices el símbolo de su poder.
Con ese gesto Ursúa marcaba también su propio futuro, porque hasta ese día Lanchero estaba destinado en las crónicas del destino a ser su amigo y su protector, y yo puedo afirmarlo porque Lanchero amaba el valor y Ursúa era valiente, amaba la lealtad y Ursúa era leal al trono como nadie, amaba el arrojo y Ursúa corría por delante de su propio caballo, pero odiaba la injusticia y la arrogancia y fue víctima esa mañana de la prepotencia de un muchacho infatuado. Años después sería él quien perseguiría a Ursúa por serranías de niebla y por crepúsculos llenos de bestias; años después Ursúa miraría con inquietud sobre las estelas que dejaba su nave por el río, temiendo ver aparecer en la distancia los barcos de Lanchero que venían a prenderlo. Todo porque esa mañana de mayo tomó la vara, y la tomó con innecesaria arrogancia, aunque traía títulos bastantes para reclamarla por las buenas.
Después de tomar la vara, y todavía con las espuelas de plata calzadas a sus largas botas de cuero negro, Ursúa presentó sus credenciales ante el Cabildo de la ciudad, donde tuvo su encuentro con Montalvo, que era un antiguo soldado de las tropas de Jorge Spira Hohermut, un baquiano de Coro y un veterano del lago de Maracaibo, y que después fue con nosotros a buscar la canela. No sé si habrá llegado con Federmán, pero vino de Coro, ya que vivía con una india hermosa de Venezuela, con cuya hija tuvo que ver Ursúa. Imagino que Lugo llamaría a su pariente cuando vino a asumir la gobernación. En el Cabildo fue el único que se negó a aceptar al enviado de Armendáriz. «El gobierno sólo puede ser asumido por el juez», dijo con energía, «y eso después de dictar sentencia, pero no por su sobrino. Esta es una violación de la ley por parte de quien debe aplicarla». Ursúa, una vez más, se lanzó contra él y le arrebató la vara de modo violento, ante el pasmo de los otros miembros del Cabildo, que no sabían cómo reaccionar, temerosos del nuevo poder que se estaba instalando en la Sabana y sorprendidos por la animosidad del muchacho. Ursúa mandó prender a Montalvo, secuestró sus bienes, lo redujo a prisión, y semanas más tarde lo envió a Cartagena.
Los dos se detestaron enseguida por razones idénticas: habían sido nombrados para cargos que no les correspondían, y mutuamente se acusaban de ser usurpadores. Pero Montalvo usurpaba el cargo de un prófugo, y Ursúa el de un gran juez que apenas venía en camino. En el lenguaje de Navarra, a éste lo alumbraba la luz de los vivos, en tanto que Montalvo de Lugo se afantasmaba bajo la pálida luz de los muertos.
Ser teniente de gobernación equivalía en la práctica a ser gobernador, y Ursúa se convirtió aquel día en el más joven gobernante de conquista en la vasta extensión de las Indias. Es verdad que diez años atrás el adolescente Paullu Inca, hermano de Atahualpa, había comandado en Chile un ejército de doce mil hombres aliados con Diego de Almagro, pero no es posible aproximar la edad de un inca, que se mide con la piedra y la luna, a la edad de un muchacho de Navarra, que se mide con agujas de hierba. Ursúa apenas llegaba a los dieciocho años, y el aguerrido Felipe van Hutten, el arcángel de hierro de los banqueros alemanes, tenía ya veinticuatro cuando lo nombraron gobernador de Coro, cuatro años atrás.
Por los mismos días en que Ursúa tomó la vara, van Hutten se reponía milagrosamente de una flecha india que le atravesó el corazón, en la ciudad de muertos ilustres de El Tocuyo. Digo milagrosamente, y vacilo, porque el modo como fue curado el joven van Hutten tal vez no tiene igual en la historia de las Indias. No habiendo médico en la expedición, un soldado español se ofreció para operar al muchacho y extraerle la flecha, pero como no estaba seguro de la trayectoria que el proyectil había seguido, hizo que le trajeran a un indio joven y le clavó una flecha similar en la misma dirección en que el capitán la había recibido, para después estudiar con cuidado los daños que la flecha había causado en su organismo. Varios soldados inmovilizaron al indio, mientras el aprendiz de médico le abría los músculos y le destrozaba la jaula del pecho, pero pronto ya no hubo necesidad de fuerza porque el indio se fue desangrando y murió en medio de grandes sufrimientos. Así quedó demostrado que los hombres de caoba de Venezuela y los muchachos blancos del imperio alemán tenían el pecho tejido de un modo idéntico, lo cual no quiere decir que fueran iguales ante la suerte, porque el indio murió, pero el médico, aleccionado por tan cuidadosa carnicería, logró extraer la flecha del corazón de Felipe de Hutten y rescatarlo de la muerte. La verdad es que el joven alemán no se salvó porque fuera a vivir una larga y provechosa vida, sino porque el dios de Germania y de Hispania, que es diestro en paradojas y en ironías, había mandado que no muriera por flecha de indio sino bajo el filo romo y mugriento de los machetes de sus propios hombres.
Las primeras decisiones de Ursúa fueron bien arbitrarias. Tras ordenar la captura de Montalvo y Lanchero por oponerse a su posesión, puso los ojos en la casa nueva de Montalvo de Lugo, le pareció la mejor de la aldea y se quedó con ella. Y ése era el mismo Ursúa que me mostró con escándalo la lista de los atropellos de Lugo: siempre es que, realizadas por otros, nuestras mismas acciones parecen más sucias.
En esa casa descargaron los cofres y los grandes baúles; allí el dueño anterior acababa de instalar algunos muebles, que Ursúa tomó como propios. Los testigos no salían del asombro de que el nuevo gobernador fuera tan joven; le hacían cautelosas reverencias que no podían ocultar el desconcierto. Para muchos había llegado un enemigo; ese enemigo, cosa más grave aún, combinaba la impulsividad con la inexperiencia, y la prisión de los alcaides suspendió sobre la fría Sabana nubes de mal presagio.
Ursúa no escapó jamás a las estelas y las cicatrices de su llegada: esos primeros días en Santafé pesaron para siempre en su vida. Pero no tuvo que esperar mucho para vivir las consecuencias. Cuatro o cinco noches después, Juan Cabañas despertó agitado por un extraño fragor que no podía entender. Alcanzó a brincar del catre y a sacar la espada cuando comprendió que lo que se oía no era un ataque sino una crepitación: la casa estaba en llamas. Corrió a llamar a Ursúa, que dormía profundamente. Cuando éste se alzó de la cama ya una parte del entramado del techo se estaba desprendiendo, y faltó poco para que el fuego le impidiera saltar desnudo por la ventana a la helada noche de la Sabana. Lucharon en vano por apagar la casa, pero no encontraron el modo de traer agua suficiente, a pesar de estar cerca del río. Sólo en la mañana una lluvia triste moderó las llamas y permitió que el teniente de gobernador, todavía envuelto en una manta, y el resto de sus hombres, comprobaran que todo lo que habían traído estaba en cenizas. No podían dejar de vivir aquello como un nacimiento: estaban desnudos en un mundo desconocido, y creo que algunas cosas que llegó a ser Ursúa despertaron esa mañana helada de la Sabana, cuando se vio con ninguna riqueza pero con todo el poder, y cuando comprobó que el incendio se había iniciado por varios lugares a la vez. Agua y fuego seguían su discordia alrededor de Ursúa.