Pocos meses después ya Ursúa comandaba las tropas del reino y estaba en vísperas de viajar como teniente de gobernador a Santafé. Le gustaba contado como un mandato de su tío que aceptó con obediencia, pero era él quien aprovechaba presiones y reclamos para insinuar su nombramiento, haciendo sentir a Armendáriz que aquella decisión era urgente. Se había hecho amigo de los solicitantes, los seducía con su ingenio, y todo actuaba a su favor: el rostro franco iluminado por unos vigilantes ojos de halcón y por una sonrisa radiante, el lenguaje refinado de señorito español sazonado con giros de rufianes, la impaciencia de un cuerpo bien formado que ardía por entrar en acción. El capitán Suárez ya veía por sus ojos, le parecía hallar en ellos una respuesta a los reclamos de su gente y la promesa tácita de la restitución de su hacienda, y en cambio, cuando pensaba en Armendáriz, taconeaba con desesperación sintiendo que los juicios de Cartagena iban a hacer cojear aún más la justicia de Santafé. Alguien le preguntó por sus asuntos y él respondió exasperado que las encomiendas estaban haciendo fila detrás de las tumbas.
Ursúa era su esperanza. Gestos eficaces y mensajes secretos le anunciaban que ese sobrino opinador y atrevido, provisto de autoridad, sería mejor aliado que el propio juez en los negocios de la Sabana, y un día Suárez se animó a proponerle al tío Armendáriz que le diera la oportunidad que el joven merecía. «Realmente qué familia», parece que le dijo, «qué talento instintivo, qué sentido de la justicia, qué tacto de estadistas en figura de príncipes» y otras flores de corte que iban calando en el agobiado y sudoroso juez de residencia. Qué acierto sería enviado como avanzada suya, como teniente de gobernador al altiplano.
Armendáriz sonrió con indulgencia ante aquella locura, que él sin embargo ya había contemplado. No era la edad del muchacho lo que más le preocupaba: si un joven de su edad, el príncipe Felipe, acababa de asumir el gobierno de España y de las Indias, ya podían intentarse audacias semejantes. Pero no estaba entre sus atribuciones expresas delegar el poder y menos en un pariente sin conocimiento del gobierno. «El sueño de la impaciencia produce disparates», dijo sin mucha convicción, «la responsabilidad de este cargo no me permite siquiera pensarlo». Pero los días largos iban limando su rigor y los desvelos de las noches le iban mejorando la cara a aquella idea. De absurda e ilegal se fue volviendo sólo necia e inconveniente, después le pareció poco aconsejable aunque atractiva, luego bienintencionada pero riesgosa, y lo que al comienzo sonaba a trueno se fue volviendo música.
Al buril de los días, la terquedad del mundo iba desgastando la lógica del juez; la urgencia dio consejos, la impotencia los escuchó, el respeto de los solicitantes por el joven altanero hizo crecer su imagen, y las caras de Ursúa hicieron el resto, de modo que Armendáriz no supo muy bien cuándo optó por encargar a su sobrino la misión de viajar a Santafé, selvas adentro, en la Sabana de los muiscas y, si era preciso, reclamar en su nombre la gobernación que Lugo ya no estaba ejerciendo.
«Por supuesto que era preciso», me dijo después Ursúa. «Lugo había desaparecido sin rumbo claro, dejando en Santafé a su pariente Montalvo de Lugo, menos para gobernar que para que le cubriera la retirada. Dejó enemigos en cada casa rumiando agravios, y en la Sabana ya no había facciones sino meros rencores».
Desde el primer momento, todo fue favorable para Ursúa. Las piedras del camino donde todos tropiezan a él le permitían avanzar y afirmarse, y nada le ayudó tanto a asumir su papel como el deseo de tantos hombres de verlo en acción. Nadie más hábil en el arte de volcar las circunstancias a su favor, de hacer que los demás actuaran creyéndose libres cuando estaban bien manejados por su inteligencia y por su astucia.
Cumplidos los diecisiete años, iba a tomar posesión de su reino. El tío, en el palacio real, había visto los mapas; Ursúa cabalgaba por un país de rumor y leyenda. No había tenido tiempo de familiarizarse con las orillas arenosas del reino, ni de saludar en las tres lenguas de los Pirineos estas constelaciones nunca vistas, cuando se vio de pronto encargado de una misión precisa en tierras donde muchos ignoran qué misión es la suya, donde guerreros tan astutos como Cortés o Pizarro sorprendieron su estrella mientras merodeaban al azar, o tropezaron con la suerte en algún lance inesperado. Los ruidosos navarros estaban exultantes; se habían acercado a la sombra de los laureles solares, y ahora conformaban la guardia personal del capitán.
Y el muchacho impulsivo de barbas incipientes de cobre viajó desde los litorales hacia el sur. Lo acompañaban, además de sus tropas, Suárez de Rendón, que era un veterano del río e iba en la proa mirando al agua con fijeza y al cielo de reojo, Pedro Briceño, el tesorero renuente, y Juan Ortiz de Zárate, el contador, que harto había colaborado también para su nombramiento. Al mando de cuatro bergantines, seguidos de veinte canoas, Ursúa se embarcó por el río verde sobre el que se inclinan las selvas, viendo en las playas largas los caimanes que bostezan al sol y las hileras pensativas de cormoranes negros, y llegó hasta La Tora.
Lo cuento así, con rapidez y con facilidad, porque curiosamente el río fue dócil con Ursúa y le permitió llegar casi enseguida. No era de esos hombres a los que opone grandes obstáculos la naturaleza, y de él puede decirse, porque yo lo vi con mis ojos, que en cierto modo las selvas se abrían a su paso, las embarcaciones acudían a su encuentro, las bestias se aplacaban en su presencia. Él mismo me contó con extrañeza que cuando iba a emprender la expedición desde Cartagena le advirtieron de las infinitas dificultades del viaje.
Dos años atrás, cuando Alonso Luis de Lugo inició ese mismo camino, todo había sido un caos. Sobre su expedición se encarnizaron las tormentas, llovieron flechas de guanes y de chitareros, los insectos clavaban sin cesar su aguijón en las carnes. Bajo las grandes hojas de las selvas fluviales los gusanos de vivos colores dejaban su rastro de veneno en los brazos de los viajeros, varios hombres imprudentes fueron devorados por los caimanes en las orillas de cañas del río, el calor agobiaba, y en los altos del viaje era tan ominoso el rugido de los tigres desde la selva, que los hombres descansaban en la playa alrededor de las hogueras y por turnos, para que no los fuera a sorprender mientras dormían una bestia enorme como salida de sus sueños.
Lugo había traído consigo veinte negros de África que había comprado a unos tratantes holandeses (también de esto era causa el pobre y alarmado padre Las Casas), y los esclavos padecieron tanto su suerte de escabeles para asegurar la comodidad de los amos, que cuando ya se acercaban a La Tora desesperaron, convencidos de que sería mejor ahogarse que seguir soportando aquella violenta servidumbre. Trece bajaron al agua una noche, mientras los soldados hacían ruido en el puente del barco, y no los alcanzaron los caimanes, y lograron internarse, ávidos de una libertad imposible, por los bosques anegados de la región. Sólo a la mañana siguiente hombres de Lugo advirtieron que la mayor parte de los esclavos negros había desaparecido, y el gobernador colérico envió varias compañías de soldados a buscarlos por las selvas vecinas, seguro de que no podrían haber avanzado mucho en la oscuridad. Dos días tuvieron que esquivar los troncos podridos en pequeñas piraguas y chapotear por el limo en su busca, hasta que una de las compañías los sorprendió en un alto sobre la espesa vegetación de las orillas, en una cueva roja de flores donde se habían refugiado por temor a todo, a las bestias, a los españoles y a los indios, que sin duda los mirarían con tanta extrañeza por su color como los propios conquistadores. Maniatados volvieron al barco donde Lugo, fiel a su fama de hombre perverso, ordenó hacer castigo ejemplar en ellos, a vista de los otros esclavos, cortándoles públicamente los falos y los testículos. Después de los alaridos de espanto, ante el terror de los testigos, y después de la fiebre y la sangre, algunos sanaron y siguieron con la expedición. Ursúa se enteró de todo eso durante el viaje, conoció con detalle las calamidades de esa campaña previa, aunque me dijo que nunca había sabido cuál fue la suerte final de los esclavos mutilados.
Al iniciar su navegación iba pues preparado para todos los obstáculos, pero curiosamente el río fue dócil, los climas benévolos y la travesía se cumplió en pocos días. Él se lo atribuyó más a su suerte que a la destreza de los navegantes, y algo de ello había, así que de la suerte de Ursúa ascendiendo entre aquellas selvas llenas de ojos, en su primer contacto con el gran río indiano, se beneficiaron sus fieles navarros con los que hablaba sin tregua en una mezcla de vasco tabernario y de francés de Aquitania, para mantener el espíritu de cofradía que traían de su tierra.
Jugaban desde niños a ser descendientes de Luis el Piadoso y de Carlos el Calvo, y de todas aquellas princesas con rostro de ángel y nombre de cuervo que adornaron las landas de Poitiers y domaron al leopardo de oro en su campo de sangre; esa legión de Rotrudas y Aldetrudas, de Hildegardas y Emenegardas, de cuyos vientres salió finalmente Leonor de Aquitania, a quien en las casas de piedra de Arizcún veneraban por duodécima abuela, la mujer que alió los Pirineos con Inglaterra y mezcló la sangre de Fierabrás con la sangre normanda de los Plantagenet. En estas tierras ardientes los muchachos se aferraban los primeros días a sus recuerdos compartidos, y cerraban un cerco de admiración en torno de Ursúa, que al parecer iba a prolongar las viejas dinastías en las últimas orillas del mundo.
También se beneficiaban de la suerte del teniente de gobernador los veteranos y soldados que puso a sus órdenes el tío, los comerciantes que aprovechaban la expedición para subir sus mercaderías a la Sabana, y el pertinaz obispo Calatayud, restablecido de su ataque de ciática, que seguía su camino, marcado con una cicatriz oblicua en el rostro y un golpe de fuego en la memoria.
Me extraña que el obispo emprendiera tierra adentro su viaje de Cartagena hasta Lima, afrontando ríos fogosos, tigres y vendavales, y cien naciones de indios con tambores y hogueras, pero todo eso le parecía preferible al recuerdo del naufragio y del rayo. Forzado a escoger entre un río con caimanes y un mar con tormentas, se había resignado al río. Y así como a Ursúa no lo desamparaban sus amigos (el licenciado Balanza, siempre de buen humor, Juan Cabañas, llenando las noches con el relato festivo de hazañas que aún no había realizado, Johan el cantero, que venía callado y reticente porque en vano intentó traerse de Cartagena a una nativa menuda que no entendía su idioma pero lo quería en silencio, y un primo segundo, Francisco Díaz de Arlés, que los había alcanzado en Cartagena después de una demora por riñas en el Perú), al obispo lo acompañaba su afanosa procesión de padres jerónimos, fray Martín de los Ángeles, fray Lope Camacho, fray Bartolomé de Talavera, fray Juan de Santa María, que parecían multiplicarse de tal modo que siempre había a la vista un fraile por todo el camino, y que miraban con ojos benditos y ajenos las piruetas de los monos, los vuelos rasantes de las tórtolas sobre el agua, las flores anaranjadas y amarillas que parecían hileras de pájaros.
Pero había otra razón para que el prelado quisiera alcanzar el Perú por esta ruta, y no embarcándose por el mar del sur, y es que hace un cuarto de siglo todavía se creía que el Perú estaba cerca de Cartagena. Por eso Robledo podía vacilar entre las fronteras de Heredia y las de Belalcázar, sin atreverse a entender que sus conquistas abarcaban un territorio tan grande como aquellas gobernaciones. Los relatos dilatan o acortan las tierras de acuerdo con la suerte de los viajeros. Si uno pudiera comparar el recuerdo del río Magdalena que tenía Lugo con el que tenía Ursúa después del primer viaje, vería dos ríos distintos, uno largo y peligroso, lleno de indios y venenos, de caimanes y tigres, de jornadas que postraban en el desaliento hasta a los resistentes esclavos negros, y el otro apacible, con buenos climas, propicio para la navegación y remontable en pocos días. Así, a punta de recuerdos y de esperanzas, se hicieron los mapas de los primeros tiempos, que ponían a Cali junto a Neyva, a San Juan de los Pastos al lado de Cajamarca, que hacían correr los ríos en direcciones caprichosas, y alternaban selvas con campanarios, cauces de agua con serpientes enormes y heráldicas, el contorno vacilante de las islas con la imagen lujosa de los galeones o con los rostros inflados de los dioses del viento.
Finalmente atracaron en los embarcaderos de La Tora, envueltos en un calor que parecía borrar todo recuerdo, pero al atardecer del primer día Ursúa vio sobre el río ancho y urgente un espectáculo extraño: por el oeste el sol bajo era una esfera perfecta, grandísima, de un rojo sangre, que flotaba a lo lejos sin deslumbrar; por el este, sobre las barrancas bermejas, flotaba en el cielo una luna llena también enorme, del color del papiro, y entre esas dos esferas suspendidas bandadas de garzas se perseguían en el aire sobre la llanura, y había un bullicio de pájaros y de monos en los árboles altos de las orillas. Se diría que la tarde lo estaba saludando y esbozando para él una promesa, y él recordó una frase que repetían las ancianas de su casa: «El sol es la luz de los vivos, la luna es la luz de los muertos». Sintió muy bello el cielo y muy abigarrado el monte, pero las selvas que se extendían más allá del embarcadero, por las dos orillas del río, estaban llenas de misterio, y entendió que sus hombres las sentían pesadas de amenaza y de espanto. Oyeron con más inquietud que desde la cubierta de los barcos el rumor infinito del mundo, porque ahora estaban por fin en el corazón de los reinos de Tierra Firme, y la mañana siguiente tendrían que alejarse del río por primera vez. El río verde y presuroso inundaba la base de las primeras oleadas de árboles, y era un río salvaje en un mundo salvaje, pero para Ursúa y para algunos de sus compañeros esas aguas llenas de bestias y de secretos eran todavía un contacto con su tierra de origen: quien las siguiera entre los montes, por los llanos sinuosos y por los abismos de agua, algún día vería asomar en el horizonte el mar azul y en su confín las costas de España y los muelles de Sevilla. Apartarse de sus aguas era separarse de verdad de las ovejas doradas de Navarra, de sus antiguos pueblos de piedra, de los pastores que reciben dando saltos la salida del sol.
Al día siguiente treparon por bosques de árboles enormes con muchas formas distintas. Ni siquiera en Castilla de Oro había visto Ursúa tantos árboles diferentes, ni tanta vida en ellos: bermejos cauces de hormigas, tejidos de orugas sobre los troncos, redes colgantes que resultaron ser nidos de pájaros, monos chillones allá en las ramas altas de las arboledas, legiones de venados rojizos venteando en las lomas, y en el atardecer el vuelo bajo y numeroso pero ágil y preciso de los murciélagos. No vieron un solo indio en esa parte de la travesía, pero yo sé que no todas las sombras que vieron eran sombras de árboles, ni todas las plumas que vieron eran plumas de pájaros, y que no toda la arcilla roja que advirtieron en los barrancos era tierra inerte.
Entre cosas secretas avanzaron en sus caballos acorazados hasta la región de Vélez. Y allí Ursúa siguió el mal ejemplo de Lugo, porque envió sin razón alguna ocho negros que llevaba a explorar por la selva, desprotegidos, y después sus soldados descubrieron que habían sido víctimas de los dardos envenenados de los indios. Me temo que lo impresionó más la suerte de los esclavos de Lugo que la de sus propios esclavos: ya iba llegando a Vélez, y tenía otros asuntos urgentes de qué ocuparse. Allí puso a prueba su plan. Sabía que sus títulos generarían desconfianza y que no iba a ser fácil que Tunja y Santafé aceptaran como gobernador a un intruso con cara de niño. Los cabildos eran recelosos y rígidos con las formalidades legales, ya que toda ligereza era cobrada más tarde por la Real Audiencia de Santo Domingo y por las altas potestades del Consejo de Indias.
Se adelantó con Gonzalo Suárez, Martín Galeano, Francisco Figueredo, Cristóbal Ruiz y Pedro Briceño, el joven tesorero al que Lugo había maltratado. Éste trataba de moderar en presencia de Ursúa su violento lenguaje, porque cuando se le agriaba el genio sólo sabía tratar a los demás de bellacos, de mentirosos y sobre todo de judíos, pero era el más industrioso de los soldados, buen administrador, buen explorador y buen navegante, y con ojo de águila para los negocios. Iban seguidos por una escolta bien armada, dejando atrás el cortejo del obispo con su estela de eclesiásticos, y parte de la tropa con los pendones imperiales al viento, para poder mentir que detrás de ellos venía el propio juez Armendáriz con su séquito. Así, los vecinos que fueron enviados a vigilar la ruta pudieron dar fe de que se aproximaba un cortejo solemne con obispo, y el cabildo de Vélez, presidido por Jerónimo de Aguayo, recibió con temor sus credenciales para evitar represalias del juez rezagado.
Después de varios días de soledad y de inquietantes sonidos por las montañas, pasando la noche en campamentos desvelados, llegaron a la sabana de Tunja, ciudad donde aún ofician los muiscas ritos solares en los cercados de Quiminza, donde se pavonean los grandes encomenderos y una sombra rige coros de ranas en la inmensa laguna. El objetivo era entrar en las ciudades sin que los precediera noticia alguna, pues el éxito debía fundarse en la sorpresa. En Tunja causó sincera alegría el regreso de Suárez de Rendón, por cuya suerte hacían cábalas después de verlo partir con Alonso Luis de Lugo, y que volvía con gobierno propicio a recobrar su sólida casa con pinturas de frutas y animales en el cielorraso, sus encomiendas y sus ganados. Permanecieron sólo un día en la aldea hospitalaria, porque no podían permitir que alguien se les adelantara y diera aviso de su llegada en Santafé, a veintidós leguas de distancia.
En el cabildo de Tunja vio Ursúa por primera vez a Ortún Velasco, que era apenas un rostro entre los otros, y receloso como ellos, sin saber que aquel hombre iría después a su lado en las campañas de conquista, que sus nombres andarían juntos en el recuerdo de una extensa provincia, que ese caballero que parecía imperturbable como una pintura sería su auxilio en un día de tinieblas, y era el hombre señalado por el destino para ser el severo vengador de su sangre, cuando ya el traicionado y aniquilado Ursúa no fuera más que un fardo de huesos bajo la tierra.
Éstas son las cosas que me aflige tener que escribir… pero volvamos a la historia. Cabalgando de nuevo por el altiplano de verdes amarillos y de verdes azules, yendo por la sabana de maíz después de abandonar la ciudad que golpeaba el viento con sus campanas, vieron venir una tropa de españoles en sentido contrario. Y uno de ellos era Francisco Núñez Pedrozo, que llegaba del sur y de la guerra, de extravíos por selvas donde no entra la luz y de una tarde de sangre en la Ciudad de los Reyes de Lima. Y fue Núñez Pedrozo quien le contó al joven teniente que Montalvo de Lugo, encargado de la gobernación a la partida de su primo Lugo, estaba preparando una expedición en busca del hombre dorado.
En esa encrucijada de bruma oyó por primera vez Ursúa la leyenda del rey de oro, que tiempo después llenó sus pensamientos e invadió como un delirio sus días y sus noches.