Era uno de esos domingos largos de aquel tiempo en el puerto de Nuestra Señora de los Remedios del Cabo de la Vela, con livianas canoas cortando el agua quieta, empujadas por los remos de los nativos, y éstos empujados a su vez por los látigos de los mercaderes, que obligaban a unos a remar y a otros a zambullirse sin descanso a buscar ostras entre los arrecifes. El aire no se había movido en todo el día, aunque en lo alto se espesaba una sombra.
Yo puedo imaginar el cielo de nubes quietas y el mar color de atún a lo lejos, pero algo invisible se movía entre el agua y las nubes. No había comenzado a llover, porque cinco hombres jugaban cartas a cielo abierto para animar con oros y espadas el ocio mortal del domingo, cuando de pronto un rayo sacudió el barco como una tempestad, ensordeció a la gente del muelle, despedazó los mástiles, hizo volar leños como cuchillos de las maderas de la cabina y del puente, fulminó a los jugadores, dispersó la baraja ennegrecida, y desplegó por la cubierta el olor del infierno.
Cuando los marineros y los frailes se animaron a llegar hasta el puente vieron que tres de los jugadores se habían desplomado, el cuarto estaba herido en la cara por un punzón que el rayo arrancó a la cabina, y sólo el quinto, pasmado e incrédulo, estaba a salvo. El veterano dueño de la nave, Juan López de Archuleta, rodó junto a la mesa con los ojos abiertos y permaneció atónito en agonía, sin poder articular palabra, hasta que la muerte lo libró de sus penas al amanecer del martes siguiente. Los otros dos fulminados eran los hermanos que se devolvieron de La Española en busca de Armendáriz. A Hernán Pérez de Quesada el cielo debía de tener mucho que cobrarle, porque la descarga no sólo lo mató de inmediato sino que pulverizó en ceniza su ropa, dejó el cuerpo desnudo completamente negro, y calcinados el pelo, la barba y hasta el último vello de su piel. En cambio su hermano, Francisco Jiménez, se desplomó sin quemaduras y sin herida alguna, como si su muerte no tuviera que ver con el rayo.
El herido era el padre Calatayud, que por el momento no estaba en condiciones de pensar en nada, pero más tarde no sabría si deplorar la mala suerte que lo llevaba de desgracia en desgracia, o celebrar la buena suerte que por segunda vez lo salvaba de las furias del agua y del cielo. Y el sobreviviente ileso era el capitán Gonzalo Suárez de Rendón, que ya había sobrevivido a los arcabuces franceses en Pavía y a los sables sarracenos en el Mediterráneo. Mucho oí hablar de él en el reino de Nápoles y junto a las hogueras de Flandes, sin saber que por esos días un rayo le estaba perdonando la vida en las costas de la Guajira. Había sido gobernador en la Sabana después de Pérez de Quesada, y como acababa de escapar de las manos del infame Lugo, también sentía que iba cayendo de piedra en piedra, como el agua de un río. Cuando lo conocí, noté que le había quedado la costumbre de mirar al cielo con el ceño fruncido y de reojo, pero en los últimos tiempos, veintiocho años después de la caída del rayo, lo he visto parpadear con insistencia, todavía deslumbrado por un fulgor maligno.
Ursúa jugaba con las olas en las playas lejanas de Calamar, sin presentir que ese barco fulminado por un rayo en la costa de las perlas sería la siguiente señal de su destino, pero después los rayos se convirtieron en tema constante de su conversación, porque nunca vio tantos rayos ni escuchó tantos truenos como en los años y las guerras de la Nueva Granada. «¿Cómo puede un solo rayo caer sobre cinco hombres y golpearlos de un modo tan distinto?», me dijo años después en Moyobamba. «A uno lo dejó paralizado y mudo, al otro lo quemó como a un tronco, al tercero lo derribó muerto pero intacto, al cuarto lo dejó herido en la cara y chamuscadas las barbas, y al quinto no le provocó más que el susto. ¡Cómo si a cada uno le hubiera dado un trato propio!».
Los indios de la cordillera creen que el rayo es un dios y tiene voluntad, y en aquel caso era fácil creerlo, porque fueron demasiadas casualidades. Que la descarga golpeara en un instante a dos gobernadores sucesivos de una misma región parecía más un juicio del cielo que un azar del clima, y también es extraño que cuatro de las víctimas del rayo estuvieran juntas sólo para ir a buscar a Armendáriz.
El juez no sabía nada, el juez estaba lejos, en Cartagena, corpulento y cansado, sentado ante una gran mesa de cedro llena de libros y de infolios, con el pañuelo blanco que recogía su sudor en la mano izquierda y la pluma al alcance de su mano derecha, con un criado desnudo, un indio joven del litoral, que lo abanicaba y que debía velar todo el tiempo por que el aire llegara sólo al juez y no a las hojas que éste leía sin descanso. Estaba revisando los primeros documentos para el juicio de Pedro de Heredia, conquistador del país de los zenúes.
Por esas llanuras boscosas, cerca del mar, una raza reverente y guerrera había trazado con los siglos canales y canales para aprovechar el régimen de las inundaciones, cerca a la impracticable región de las ciénagas. Había tejido templos de cañas arqueadas y maderas que mellan el acero, y en uno de esos templos Heredia halló veinticuatro figuras gigantes de madera forradas en lámina, que sostenían, por parejas, enormes hamacas cargadas de ofrendas dejadas allí año tras año por las generaciones que venían a cantar y a danzar. De las ceibas gigantes y los balsos pendían campanillas de distintos tamaños que daban al viento un murmullo consolador. Y láminas, ofrendas y campanas, todo era de oro.
Una revelación más grande para Pedro de Heredia, su hermano Alfonso, sus soldados y sus esclavos, fue la existencia de las tumbas. Era un país de príncipes sepultados en túmulos de tierra y en nichos rectangulares en la raíz de los árboles, y cuando picas y barras españolas chocaron con la piedra y abrieron las cámaras embrujadas, los soldados vieron en cada una un muerto iluminado por la luz crepuscular de sus objetos de oro. Había diademas, cascos y pendientes, narigueras y chagualas, pectorales con forma de tigre y de luna, brazaletes, bastones, agujas, cántaros, poporos y figuras de animales, collares de pájaros incontables, bandadas de murciélagos y, en la penumbra posterior, los parientes que habían sido enterrados con el difunto. Cada muerto haría ricos a diez hombres vivientes. Esto, al parecer, había sido un dilema para Heredia, porque si abrían las tumbas y recogían los tesoros no podrían avanzar sometiendo la comarca, pues el peso de las riquezas y las discordias que podían suscitar distraerían a toda la tropa de sus deberes bélicos. Además, era preciso encontrar provisiones; de nada servirían esos tesoros desmedidos, los grandes fardos de oro, para unos vientres extenuados y unos labios resecos y llagados por la sed malsana de las llanuras.
Para saber cómo se comportaba Heredia con sus hombres basta cualquiera de las historias que recogían aquellos documentos. Un subalterno suyo, el capitán Francisco de César, cabalgando a hierro ardiente por las costas de Tolú, juntó diez mil castellanos de oro que se proponía repartir entre sus soldados. Cuando Heredia lo supo le reclamó todo el oro con el pretexto de pagar los gastos de un barco que llegaba de España con alimentos y armas. César se negó a entregarlo y Heredia lo cargó de cadenas y lo condenó a muerte, pero no pudo encontrar quién ejecutara la sentencia. Tampoco él se atrevió a hacerlo: tuvo que condenar al capitán a prisión perpetua, lo que significaba que siguiera con ellos para siempre, y se lo llevó encadenado a sus nuevas campañas.
Heredia prohibió con oratoria excesiva la profanación de las tumbas, prometió que las abrirían al regreso, cuando los nativos no pudieran ya oponer resistencia ni atacar por la espalda, y llevó a los soldados por barrancos espectrales y llanuras desesperadas donde muchos perdieron la vida. En los primeros peldaños de la cordillera se murió el sol y nacieron las lluvias; avanzaron por tierras de hambre jornadas eternas, y cuando el jefe dio por fin la orden de regresar, ya no venían a abrir sepulcros de indios sino a cavar sus propias tumbas. Por eso recelaron que su jefe no los había llevado en busca de alimentos a la conquista de las serranías, sino que procuraba deshacerse de ellos para no compartir el botín. Al regresar, diezmados ya, y maltrechos, una tropa afantasmada y vacilante bajo el sol bárbaro, encontraron el llano de las tumbas totalmente saqueado. Alguien hizo correr el rumor de que los indios, advertidos por la profanación de algunos sepulcros, rescataron los otros para salvarlos de los conquistadores. Pero quien ha vivido en estas tierras sabe que ningún indio se animaría jamás a profanar los entierros de sus mayores, porque todos están protegidos con sellos de oraciones y rondas de espíritus. Así que los soldados demacrados, con ojos hundidos y dientes excesivos en sus caras amarillas, miraron con fiereza a su jefe, torcieron las bocas con recelo, y miraron otra vez de reojo, porque les pareció que una mentira se había tramado sobre sus sufrimientos y que, mientras padecían los herbales amargos y los pantanos pestilentes, habían sido víctimas de una gran traición. Les pareció ver a sus muertos compañeros como piedras sobre las que avanzaban triunfales las botas de los capitanes, ahora centelleantes con espuelas de oro. Y los que lograron sobrevivir denunciaron ante los funcionarios del emperador que Heredia y su hermano, trayendo barcos furtivos por un canal junto a las ciénagas, socavaron con unos pocos siervos las tumbas y se llevaron el inmenso caudal sin compartido con sus hombres ni declarado a la Corona.
Arduo fue descubrir si aquello había ocurrido así, o si eran más bien las penalidades y la frustración de los soldados lo que fabuló esa pesadilla por las llanuras sinuanas. Muchos dicen que fue mayor el tesoro que obtuvo Heredia en el Sinú que los que hallaron Cortés y Pizarro y Jiménez en los altos imperios, pero que aquellos capitanes declararon sus conquistas y Heredia al parecer lo ocultó todo.
El hombre de la nariz remendada volvió a Cartagena, donde, según lo publicaron sus subalternos, tenía encaletados muchos quintales de oro. Barcos presurosos llevaron a España esas consejas, y se dice que nueve madrileños, viejos acreedores de Heredia, vinieron en persona hasta Cartagena de Indias a recobrar sus deudas y hacerse partícipes de aquella prosperidad. Pero, como los rumores alcanzaron igual a la corte, también la presencia del juez Armendáriz era fruto de aquella cadena de murmuraciones, fantásticos susurros capaces de llegar el otro lado del océano.
El juez se veía obligado a posponer los asuntos de las otras gobernaciones hasta haber concluido su tarea inicial; después se encargaría de las rencillas de la Sabana; después iría por los ríos salvajes hacia los reinos misteriosos de tierra adentro para emprender el juicio siguiente. Pero pronto las secuelas del rayo lo convencieron de que no sería fácil esquivar el rastro del coleccionista de maldiciones, Alonso Luis de Lugo, de quien se quejaban en Santafé hasta las piedras. Había robado a su propio padre, había violado casi todas las leyes, había sustraído perlas de la caja real, y en la Real Audiencia de Santo Domingo lo acusaban de perseguir con malicia a los fundadores del reino.
Bañadas en una luz muy blanca, densas de una vegetación impaciente, enternecidas por venados nerviosos y por escarabajos que agonizan de espaldas, llenas de ejércitos nativos que avanzan en la noche más silenciosos que la niebla y que asaltan el amanecer con sus gritos y sus diademas de oro, las provincias se agitaban en la discordia, no por aquellas cosas propias sino por la codicia inextinguible de los encomenderos. Lugo había gobernado a zarpazos las tierras confiadas a su padre, agraviando a casi todos, y se elevaban demandas sin fin en su contra, de modo que Armendáriz tenía que escuchar los enredos de Santafé aunque siguiera investigando si Heredia había saqueado en su provecho las tumbas del Sinú.
Con el mar de papeles que ha producido esta conquista, no quiero imaginar cuántos litigios lo reclamaban, cuánta minucia de perlas y de oro, de caballos y reses, de reyertas y estafas, de indios y de negros que los encomenderos se arrebataban como cosas, de qué manera presionaban al juez aquí y allá los ofendidos y los acusados, ansiosos de favores. El robusto juez agobiado por el calor, por los dolores de cabeza y por centenares de infolios que se amontonaban en su despacho, había atendido los primeros reclamos de Santafé, y trataba de ordenar sus pensamientos, apenas habituándose a las tormentas de la tierra, cuando todo lo agravaron las tormentas del cielo.
La noticia del rayo llegó a Armendáriz y a Ursúa en Cartagena horas antes que los sobrevivientes. Éstos habían jurado sobre las tumbas sin cerrar que divulgarían robo por robo las maldades de Lugo, y que obtendrían justicia, así fuera tardía, para los hermanos muertos. Empujados por las brisas de noviembre, el capitán Suárez, todavía aturdido, y el obispo, con un ataque de ciática, la mitad de su cuerpo ardiendo por las secuelas del rayo, la cara cortada y la barba rala, llegaron por fin ante el juez a narrar por centésima vez el infierno del barco, a quejarse de que una equivocación divina llegara antes que la justicia imperial, y a enumerar las depravaciones de Lugo, quien a esas horas iba buscando una ruta hacia España que no vigilaran los catalejos del Imperio.
Contaron que Alonso Luis de Lugo había inaugurado de mala manera su gobierno dos años atrás en el Cabo de la Vela, floreciente de perlas, exigiendo a Francisco de Castellanos la llave de la caja real que escondía los quintos de la Corona. Como el funcionario se negaba a soltarla, Lugo lo asaltó con violencia, lo desnudó, secuestró la llave que Castellanos no tenía entre sus ropas, sino en una parte más oculta y vergonzosa, y se embolsó una cantidad de las perlas mejores.
Pedro Fernández de Lugo acababa de morir de pena moral por las fechorías de su hijo, pero a éste la aflicción sólo le duró el tiempo necesario para salir de una prisión en España y viajar con los primeros vientos en busca de su herencia en las Indias. Enviaba los enemigos a la horca y los amigos a la cárcel, confiscaba tierras en nombre de Cristo y arrebataba indios invocando a la Virgen; estranguló las encomiendas en su provecho y, no contento con las perlas radiantes de Manaure, quiso también el oro del rey en Santafé, para lo cual asedió al tesorero Pedro Briceño, quien andaba desde niño en las Indias, primero con Pedro de Lerma y después con Jerónimo Lebrón, y negociando reses y esclavos había llegado a su actual cargo. Briceño se negó con firmeza a entregarle el oro, pero sólo hasta la víspera de la horca. En los setecientos días de dos años el botín del gobernador creció como planta maligna, y cada quien podía dolerse de un despojo.
A Ursúa le asombraron tanto los desmanes de Lugo que tomó nota de ellos, y un día me mostró el folio donde los había copiado, preguntándose cómo pudo actuar aquel hombre con tanto descaro. A Pedro de Colmenares no le devolvió jamás 6000 pesos de oro que le pidió en préstamo por ocho días; a los herederos de Pedro de Lombana, 250 pesos que le confió su padre moribundo; los hijos de Alonso Hernández le reclamaban seis caballos traídos de La Española que aquél dejó en herencia, uno de los cuales, Sultán, con dos patas blancas y una estrella en la frente, se había convertido en su cabalgadura preferida. Juan de Céspedes le había mostrado cierto día unas esmeraldas: Lugo le señaló lleno de admiración las mejores doce… y se quedó con ellas; había vendido a menor precio las posesiones de Juan Ortiz de Zárate en los guayabales de Vélez, y se había apoderado por la fuerza de una gruesa cruz de esmeraldas que Melchor de Valdés se envaneció mostrándole. A Bartolomé Sánchez lo ejecutó por sospechas, a Hernando de Beteta lo destituyó por rencor; a Cristóbal de Miranda lo degradó sin motivo; humilló ante sus hijos a Pedro de Enciso; enjuició como rebeldes a Juan Gómez, a Juan Rodríguez de Salamanca, y a Hernando de Rojas, para disponer de sus casas; torturó a Pedro Vásquez de Loayza, sólo por el delito de ser cuñado de Suárez de Rendón, y persiguió sin tregua a los hermanos Quesada, después de despojarlos de tierras y posesiones, una de las cuales era la esmeralda «Espejuelo», un resplandor insolente avaluado en 50 000 ducados. Cuando ya no quedaba riqueza qué quitarles, les quitó las espadas y las dagas, y los metió en prisión con grillos y cepo, de modo que, bien advertidos del riesgo en que estaban, porque Bartolomé Sánchez había muerto en el tormento y lo oyeron aullar la última noche, los Quesada le preguntaron a un amigo caritativo que los visitó en su calabozo si pensaba que el proceso que Lugo les seguía los llevaría a la muerte, para irse disponiendo a ella como buenos cristianos.
Lugo no los desterró de este mundo, sino sólo de las Indias Occidentales. Ellos, tratando de esquivar la condena, fueron de isla en isla con la esperanza de que un milagro les devolviera su poder y su hacienda. Y el milagro estuvo a punto de ocurrir, porque la Corona nombró finalmente un juez que investigara todas esas denuncias. Pero cuando Dios parecía haberse acordado de sus hijos, y los raudales y los salmos de Valladolid pusieron en manos de Miguel Díaz de Armendáriz un poder suficiente para rehabilitarlos a todos, cuando parecían terminar las penalidades para los desterrados, el cielo les descargó su rayo.
A media lengua y entre parpadeos, Suárez de Rendón contó su propio drama. Cómo Lugo lo fue despojando de encomiendas y haciendas, de caballos y ovejas, de su servidumbre y su casa, hasta cuando ya no le quedaba ni otro traje para vestirse. No era pequeña humillación para quien había recorrido medio mundo al servicio del emperador, y había navegado primero por estos ríos indianos, y había sido el hombre más rico del Nuevo Reino, verse humillado y empobrecido hasta casi tener que mendigar. Un día Lugo se mostró arrepentido y con inesperada cortesía le propuso acompañarlo hasta Tocaima, donde pensaba embarcarse rumbo a Santa Marta: necesitaba un capitán valeroso que le ayudara a escoltar el tesoro del rey descendiendo de la Sabana hasta el río y por el río hasta el mar. Masculló pestes por todo el camino contra «esos cajeros que guardan el oro con tanto celo que no quieren entregárselo ni siquiera a su dueño», y maldijo entre escupitajos a esos tesoreros «capaces de arriesgar el propio culo para proteger unas perlas ajenas».
El gobernador era impredecible y siniestro: hoy te abrazaba, mañana te clavaba el puñal. Le prometió a grandes voces a Suárez de Rendón devolverle las encomiendas y restaurar su hacienda, de modo que a éste le volvía el alma al cuerpo oyendo sus promesas, pero a la vista del río grande ya había cambiado de genio. En un alto donde la ruta declina por bosques de algarrobos y gualandayes, Lugo ordenó con voz furiosa a sus soldados que prendieran a Suárez de nuevo, y en Tocaima, donde tenía aparejados bergantines y canoas, lo embarcó encadenado por el Magdalena, amenazando con llevarlo ante los tribunales de España. Parece increíble que fuera capaz de afectar tanta autoridad un hombre que en realidad estaba emprendiendo la fuga para no encontrarse con su juez.
«Cada ofendido tendrá una historia semejante», le dijo Armendáriz a Ursúa, «las rapacidades de Lugo en Santafé van a ser más dispendiosas que los saqueos de Heredia en el Sinú». Y Ursúa oía todo aquello fingiendo ser apenas un discreto asistente, cuando en realidad estaba explorando las fisuras por donde él podría introducirse en la historia. Esos hombres perseguidos volverían a ser poderosos, el gobernador abusivo ya había desaparecido, ahora otras manos empezarían a repartir los favores. ¿No era una fortuna estar en el ojo de la tempestad, tener un tío poderoso con tantos deberes y con tan poco tiempo, en este mundo ingobernable, dónde los recursos son escasos y se vuelven por ello endemoniadamente valiosos? Y volvía a ser ese muchacho codicioso y sediento de prodigios que deliraba mundos de fábula en las últimas tardes de su infancia.
Después me enteré que, por los mismos días en que el capitán y el obispo se entrevistaban con Armendáriz en Cartagena de Indias, Lugo hizo su entrada en el puerto de La Habana, donde tropas del adelantado Juan de Avilés le embargaron un cargamento de cincuenta arrobas de oro fino, y cofres grandes de perlas y esmeraldas. Allí estarían sin duda las doce piedras de Céspedes, la espléndida cruz de Valdés y la bella y costosa «Espejuelo», con todo lo demás que robó en la Sabana. Ya parecía perdido, pero el sol también sale para el diablo. Si Lugo necesitaba un milagro para escapar de aquel trance, cincuenta arrobas de oro tienen su magia, y ablandar el corazón de Avilés sólo le costó cuatro mil cien ducados en aquella ocasión. Todavía lo esperaban escollos y forcejeos pero el perverso Lugo salió mejor librado que los peregrinos del rayo, y que todos los aventureros que dejaron sus huesos en las Indias.
Alguna gente se extraña de que el destino, que le dio puñaladas al generoso Rodrigo de Bastidas, y un golpe de hacha en el cuello al valiente Balboa, y una muerte infame al talentoso Robledo, haya tratado a Lugo con tanta generosidad, como si a pesar de sus maldades tuviera un ángel en el cielo abogando por él sin descanso. Pero la verdad es menos virtuosa: lo que le había permitido obrar con tal descaro, más que su ambición y el desdén que sentía por los reinos de Indias, fue la certeza de que nadie se atrevería a castigarlo, porque no sólo era el vástago de los primeros conquistadores del Imperio, que sujetaron las islas Canarias al poder de los Reyes Católicos, sino que era el yerno consentido de Francisco de los Cobos, señor de Sabiote, Ximena, Recena, Torres y Canena, adelantado de Cazada, secretario del emperador, consejero de Estado, comendador de Castilla, gran señor de los libros del Tesoro, administrador de la Hacienda Imperial, y mano derecha e izquierda de Carlos V para recaudar oro en las encrucijadas del mundo y echar a andar con él los mil engranajes de la administración, las espadas insaciables de la Corona y sobre todo los gastos domésticos de una familia imperial educada en las desmesuras de la casa de Austria y en el esplendor caballeresco de la corte de Borgoña.
¡Cómo rabiarían los sobrevivientes del rayo si supieran que el abominado Lugo fue recibido con infinitas consideraciones por la Corona, y que tiempo después comandó en Córcega tres mil soldados contra Francia! El destino, que sabe poco de justicia, le permitió morir viejo y rico, en un castillo ducal en Milán, aquejado de una enfermedad vergonzosa, pero gastándose en placeres y en fiestas los últimos destellos de más de media tonelada de oro muisca.
Las víctimas alzaban su clamor a un cielo sordo, pero esas exigencias tuvieron un efecto inesperado. Díaz de Armendáriz, demorado sin remedio en Cartagena, y exasperado por los reclamos de Santafé, empezó a considerar la posibilidad de delegar para el gobierno de las montañas al único hombre en quien podía confiar en esos días confusos. Si a él lo retenía el deber, ¿no podría hacer algo mientras tanto, aunque sólo tuviera diecisiete años, ese pariente suyo, venido también de las colinas de Navarra? Al hermoso sobrino no le faltaba carácter ni don de mando, y era urgente tomar con firmeza las riendas de estos reinos indóciles.
Aquel adolescente con estrella estaba a punto de convertirse en encargado de una gobernación.