5.
Hablé tanto de aquellos viajes con Ursúa

Hablé tanto de aquellos viajes con Ursúa, que casi puedo ver al juez Armendáriz en el barco que lo traía a las Indias, viendo asomar la Cruz del Sur detrás del horizonte que asciende y desciende, viendo los días repetidos y siniestros del mar, padeciendo a pesar de su rango las mortificaciones del viaje, entre un olor a caballos y a fermentos, una rutina de gritos y oraciones, y un montón de comerciantes, de burócratas y de bandidos hermanados fugazmente por la soledad y por el peligro. Lo imagino sufriendo el prolongado mareo de aquel mar mitológico, ya sin el miedo extremo de los marinos que medio siglo atrás arriesgaron por él un camino imposible, pero todavía presintiendo en el aire el olor de las bestias marinas.

El que viaja a un oficio definido puede mirar el mundo con más tranquilidad que el que navega a la aventura, pero cada travesía por el océano se vive como un salto al abismo. Todos los aventureros de Indias, soldados o jueces o clérigos, están templados en el mismo acero, y su temblor es el del arco tenso y el de la espada preparada y vibrante. El juez imaginaba un mundo ajeno, pero más allá de las islas ya había mercaderes esperando sus favores y en la costa de las perlas más de un funcionario indignado que reclamaba su presencia. Su nombre aparecía en vigilias de soldados, en plegarias de viudas, en bandos de capitanes y en letanías de clérigos. Al belicoso y enérgico Ursúa se le llenaba la boca en los muelles de Panamá hablando del juez su tío al que vería unas semanas después en Cartagena, pero en muchos oídos el nombre del poderoso juez sonaba a graznido de cuervo, y había labios que se amargaban pronunciándolo.

Pedro de Heredia, en Cartagena, había afrontado más de un juicio, pero era consciente de numerosas quejas en su contra, algunas verdaderas y graves, y estaba decidido a defenderse y a mantener bajo su mando las praderas y las costas blancas. En su rostro de finas facciones la nariz era un bulto deforme, y tal vez el hecho de que los cirujanos de Toledo le hubieran puesto la nariz que perdió en sus pendencias, injertándole pieles y cartílagos, lo había adiestrado en el arte de improvisar recursos para dar la impresión de una conducta correcta, de modo que estaba afilando argumentos para lidiar con el juez. Procuró que el pequeño puerto fuera agradable y hospitalario, para que nadie quisiera husmear tierra adentro innecesariamente y acabara viendo las turbias acciones que estaban ocultas tras aquella fachada.

En la sabana de los muiscas la noticia del nombramiento de Armendáriz hizo que Alonso Luis de Lugo recogiera de prisa sus riquezas y resignara el cargo en manos de un pariente, de quien después podré decir muchas cosas, porque es uno de los que fueron con nosotros a buscar la canela. El gobernador Lugo había logrado unir en dos años todo el reino en su contra, y la cercanía del juez era un problema que le convenía esquivar enseguida, de modo que cabalgó hasta los barcos, descendió por el Magdalena espoleando con remos el lomo presuroso del agua, y se llevó hasta el Caribe con engaños al capitán Suárez de Rendón, pensando usarlo como rehén y coartada si hallaba algún obstáculo, pero sobre todo con la ilusión de que los climas malignos y las plagas del camino acabaran con él. Todavía robó unas perlas más en el Cabo de la Vela, y se perdió por el gran mar azul sin revelar a nadie su rumbo.

En Popayán, en cambio, Belalcázar ni se enteraba de que venía en su busca un juez poderoso. Oía noticias del Perú, donde sus viejos amigos estaban divididos y en guerra, y tratando de ayudar a unos y a otros despertaba recelos en ambos. Poco antes había pasado buscando al Perú con sus ojos marchitos el comisionado regio Vaca de Castro. Venía de casi naufragar en Buenaventura, de lidiar con las cordilleras y las pestes, e iba con la ilusión de arreglar el conflicto entre los conquistadores. Belalcázar lo escoltó con sus tropas por los cañones riesgosos del Patía: había mucho acero y mucha sangre de qué ocuparse en las sierras peruanas. Y el prudente Vaca de Castro le recibió gustoso las tropas, que harto le servían, pero lo devolvió a Popayán con la advertencia de que los bravos paeces podían amenazar la pequeña ciudad. En realidad temía que Belalcázar terminara apoyando cualquiera de las facciones, ya que según rumores había brindado asilo a uno de los asesinos de Pizarro, el capitán Francisco Núñez Pedrozo.

Otras gentes esperaban ansiosas al juez. Lo esperaba el capitán Gonzalo Suárez de Rendón, cuya vida gloriosa y heroica en tierras de Europa había derivado hacia el despojo y la ruina en las Indias, porque un cuarto de siglo antes, en 1519, fue testigo en Aquisgrán de la coronación de un muchacho de su edad como emperador del mundo, cinco años después combatió con honor en Pavía, más tarde acompañó a Fernando de Austria por Hungría y Bohemia, y enseguida luchó en aguas de Túnez contra el pirata Haradín Barbarroja, pero después de explorar las selvas del nuevo mundo y fundar a Tunja en las frías mesetas muiscas y establecer haciendas de ganado y altivas mansiones de piedra, había sido despojado de todo por un bandido con título de gobernador y necesitaba quejarse de los abusos de Alonso Luis de Lugo. Lo esperaban los conquistadores de la Sabana, para que les devolviera todas las encomiendas que Lugo les robó. Lo esperaban los administradores del Cabo de la Vela, para mostrarle cómo habían sido saqueadas las perlas de la Corona. Y lo esperaba el clérigo sin suerte fray Martín de Calatayud, para recibir las bulas que el juez Armendáriz le traía, confirmando su nombramiento como obispo de Santa Marta; el pobre fraile venía de salvarse de un naufragio en las penínsulas resecas de la Guajira.

No puedo dejar de relatarlo, siquiera como una muestra de cómo trata Dios a sus prelados. Dos andaluces le contaron a Ursúa que poco antes de la llegada del juez, un día en que fondeaban en la costa del Cabo de la Vela, vieron aparecer en la reverberación del desierto un cortejo extravagante, gente vestida con la mayor elegancia, con jubones y calzas, con casacas entorchadas abiertas y camisas bordadas ennegrecidas por el sudor y por el polvo. Parecían un grupo de aristócratas que, de regreso de una fiesta, hubieran tenido que pasar por el infierno. Pero los más lujosos eran los de habla más rústica, y tras ellos venían marinos, dos clérigos susurrando oraciones, y unas diez personas más, todas desfalleciendo de sed, con los labios llenos de costras y la piel requemada por el sol del desierto.

Habían naufragado dos semanas atrás, arriba, por las costas. Su barco, cargado de mercaderías finísimas y con una bodega de barriles de buen vino, no resistió los vientos cruzados sobre los bancos de arena, e hizo agua a la vista de la tierra. Las cajas, los baúles, los cofres con la carga y los maderos con el vino quedaron a merced de las olas y empezaron a llegar a la playa, que habían alcanzado también muchos sobrevivientes. Los rudos marinos no habían visto nunca mercaderías tan finas, tantos paños y géneros, casacas pespunteadas de plata y casullas bordadas que arrojaban las olas, de modo que los más pobres se entregaron al saqueo, diciendo que no podían permitir que aquellas piezas lujosas terminaran vistiendo a las zarzas y al viento, y se alejaron por el litoral con camisas de reyes y arrastrando cada uno su fardo de sedas y olanes bajo el sol, olvidando que su principal necesidad era de agua y de alimentos.

Algunos cofres por fortuna traían conservas, pero el agua faltaba. Forzados por las circunstancias llevaron todo el vino que pudieron, y el vino rojo bebido bajo el fogaje del desierto les produjo una embriaguez insana. Más de setenta que escaparon con vida del naufragio se fueron desgranando a lo largo de la costa, diezmados por la sed y el calor. La embriaguez les apartó el velo de las visiones, las visiones se encarnaron en bestias y monstruos, los cerebros se inflamaban, las lenguas desvariaban, y muchos pasaron de la extrema euforia a la quietud repentina y final. Más adelante encontraron un pequeño ojo de agua, de esos que los indios del desierto llaman jagüeyes, y fue tal la rivalidad criminal que despertó entre los náufragos aquella agua escasísima, que pronto convirtieron al jagüey en un charco de fango del que era imposible beber. Cuando por fin encontraron un jagüey más abundante, unos lloraban pensando en los amigos que habían muerto el día anterior sin alcanzar la bendición del agua, y otros lloraban pensando en los amigos a los que ellos mismos habían ayudado a morir por unas gotas de fango. Así quedaron dispersos por los arenales los elegantes muertos del naufragio, un rastro de cadáveres que el viento y los buitres dispersarían, y sólo cuando aparecieron los andaluces pudo entender cada sobreviviente la magnitud del drama que había vivido. Uno de los dos prelados que allí se salvaron era fray Martín de Calatayud, pero sus pruebas no habían terminado.

Tras escapar por fin de la selva y del río, yo había visitado de nuevo la isla en que nací, con la que deliré muchas veces a lo largo de aquel viaje desesperado. Allí visité por última vez a mi maestro Oviedo, allí lloré de culpa y de impotencia sobre la tumba que ocultaba las queridas reliquias de Amaney, que fue en la vida mucho más que mi nodriza y mi amparo. Después procuré huir de aquel nido en pedazos y de mi juventud desperdiciada, buscar un suelo firme en la otra región de mi sangre, y ya había cruzado el océano buscando las tierras de mi padre cuando Armendáriz pasó sin detenerse frente a las costas de la isla.

Era el año de escombros de 1544, y sobre mi cabeza escondida en una selva de ejércitos se agitaban los cielos de Europa. Los moros dijeron que ese año Mahoma autorizó a Barbarroja para llevar esclavos mil quinientos cristianos a las costas de África; los frailes afirmaron que hubo santos angustiados en los balcones del cielo, viendo las tensiones interminables entre Carlos V y el Papa Paulo III; los obispos juraron que el Espíritu Santo había descendido a la dieta de Spira a infundir la unión de los estados alemanes contra Francia, que abandonaba la cruz para aliarse con el turco de espada torcida; y hubo quien vio cruzar ángeles con alas de colores mientras Lutero repartía panfletos góticos en defensa del emperador, al que un breve pontificio había comparado con Nerón y con Domiciano. Mientras eso ocurría en los turbios cielos de Europa, fuerzas más primitivas agitaban el cielo del Caribe, región de huracanes.

Cada barco llevaba una historia complicada y sangrienta, y mucha gente nueva iba quedando prisionera en su trama. Europa tiene dogmas y linajes y arcángeles: las Indias son otra manera de vivir, de perseguir fortuna, de hablar con la tierra y sus dioses. Aquí la lengua no nombra las mismas cosas ni las mismas pasiones, aquí verdad y mentira parecen tejidas con otra sustancia, aquí todavía al mundo lo gobiernan los sueños, si no las pesadillas; el oro está más lleno de promesas y arrastra más hombres incautos a la muerte; nada logra volverse costumbre, la sorpresa es el hábito, y cada día trae un sabor mezclado de frustración y de milagro.

Si, descuidando la conversación con las damas, el juez Armendáriz hubiera orientado su catalejo hacia el puerto, habría visto el navío donde Hernán Pérez de Quesada iba con su hermano Francisco Jiménez, buscando quién los salvara del odio de Alonso Luis de Lugo. (Con esta costumbre española de que los hijos escojan su apellido entre los cuatro que llevan sus padres, a muchos les costará entender que Hernán Pérez fuera hermano de Gonzalo Jiménez, el fundador del Nuevo Reino de Granada, y que por eso lo había reemplazado en la gobernación). Era un hombre feroz, que en sus crueles días de gloria había dado tormento a Aquimín, el zaque de Tunja, y acababa de fracasar en una expedición sangrienta por el Magdalena, buscando el tesoro perdido.

Y si en lugar de seguir rumbo al sur, el galeón de Armendáriz se hubiera desviado hacia Cuba, habría tropezado con el barco del propio Lugo, que iba buscando a España por derrotas inusuales, virando al ritmo de los presagios para que ningún funcionario diligente viniera a entorpecer su retorno cargado de ira y de oro.

Por las extensas costas blancas, donde pocos quisieran caminar descalzos porque están cubiertas de pequeños moluscos vivientes que abren y cierran sus valvas rosadas y blancas, las gentes que esperaban al juez se fueron encontrando sin proponérselo. Gonzalo Suárez de Rendón, a quien Lugo acababa de engañar y robar con perfidia, se cruzó en el Cabo de la Vela con el padre Calatayud, que apenas se reponía de los tormentos del naufragio, y tras quien iba siempre un grupo de padres jerónimos, ansiosos de iniciar a los bárbaros en las dulzuras de Cristo. (Digo esto último con ironía, porque cada vez que pienso en esos misioneros veo la silueta feroz de fray Vicente de Valverde, el capuchino que autorizó a mi padre y a sus ciento sesenta y siete compañeros para caer a filo de hierro y a fuego de arcabuces sobre la corte de Atahualpa, bajo el granizo pertinaz de los Andes. Pero tampoco a ése lo perdonó el destino: al enterarse de que Pizarro había sido asesinado, Valverde se embarcó por el mar del sur temiendo morir a manos de españoles, y terminó acribillado de flechas indias en una isla tan pequeña que sólo Dios alcanza a verla).

Mientras el reposado Armendáriz cruzaba el océano, Ursúa cabalgó desde la orilla de Panamá hasta Nombre de Dios, por la sierra asombrosa que separa dos mares, y siguiendo la ribera de un río animado de escarabajos metálicos y colibríes de largas plumas azules, entre arboledas que ahora miraba con más atención porque no lo urgía tanto llegar a la costa. No eran los aires limpios de Navarra, ni la hondura nítida de la tierra andaluza, ni el resplandor mitológico del Mediterráneo: en el cielo se aborrascaban las nubes, el aire hirviente era como un velo sobre un tejido de árboles, siempre había insectos nunca vistos deteniendo la mirada, grillos con alas de mariposa y grandes ratones acorazados que le hicieron creer más que nunca en la existencia del Herensuge, el dragón de siete cabezas que habían temido sus abuelos. El sol no se reflejaba en los ríos amarillos, y aunque el mar del sur parecía nuevo, porque el primer español lo había visto hacía sólo treinta años, esa mole de agua inexpresiva que Ursúa dejaba atrás, bajo un remolino de calor y pelícanos, ese mar del que nunca salieron caballos alados ni dioses de mármol, parecía llevar en su lomo una fatiga infinita.

En una enramada sofocante donde por fortuna había vino, sobre la playa misma donde las olas tienen que frenar el empuje de la vegetación invasora, vio borrachos tuertos y mancos, residuos que arrojaban al presente cuarenta años de guerras, porque las costas del istmo fueron la violenta cuna de un mundo. Todos pasaron por allí desde el comienzo, y había despojos españoles y portugueses y algún griego con el rostro más viejo que el alma, que ya tenían recuerdos antiguos de estas tierras: historias de su juventud entre pueblos guerreros y campañas sangrientas. De nada hablaban tanto como de la enorme flota de Pedrarias Dávila, la primera fletada por la Corona en mucho tiempo, que treinta años atrás llegó con más de veinte navíos y dos mil aventureros a adueñarse del Nuevo Mundo. Todos los varones que dieron su nombre a la fama en ese cuarto de siglo parecían salir siempre de los barcos de aquella expedición, el Arca de Noé del mundo nuevo. Ursúa volvió a su oficio de niño deslumbrado por las leyendas, y allí empezaron a tener significado preciso para él los nombres de Balboa y de Pedrarias, de Pizarro y de Almagro, de Belalcázar y de Hernando de Soto, de Gonzalo Fernández de Oviedo y de Pascual de Andagoya.

En las playas de Nombre de Dios halló nuevas noticias de su tío. El mensaje, traído por un barco que se separó de la marea de galeones en La Española, le proponía reunirse con el juez en octubre, en el puerto de Cartagena. Ahora se insinuaban las tierras ocultas al sur del mar de los caribes, y Ursúa se alegró en su corazón con los mandatos del emperador.

A pesar de la alegre y bulliciosa tropa navarra, la soledad había entrado en su vida. Unos pocos meses en las sierras peruanas le habían hecho sentir la dura condición de los aventureros sin poder y sin rumbo, la rudeza de ser nadie en una tierra ajena, y le ayudaron a descubrir algo que estaba en él desde siempre sin ser advertido, tal vez un viejo hábito de su casa o una más honda necesidad de su sangre: el placer turbio de mandar a los otros.

En el pequeño puerto de Cartagena, que parecía arder a media tarde, el juez de residencia Miguel Díaz de Armendáriz, apenas desembarcado en las Indias, recibió a su sobrino con los ojos llenos de lágrimas y un caudal de palabras inagotable. No se habían visto desde cuando Ursúa salía de la infancia, pero entendieron enseguida su afinidad, su deber de ser aliados en este exilio donde los parientes deben reemplazar uno para el otro ciudades y linajes, la costumbre y la ley. El juez ordenó a su cocinero preparar para el joven un buen plato navarro: trozos de pierna de cordero salteados en manteca de cerdo con sal y pimienta, con cebolla dorada, y cocidos en agua al fuego vivo antes de ser regados con vinagre de vino.

Yo puedo imaginarlos sazonando la cena con la evocación de otros platos: el jarrete de cerdo braseado con puerros y vino blanco, el pichón de caza deshuesado con hongos, la merluza rellena hecha en el horno del campo, el chuletón de buey y las alubias rojas con morcilla. No había mejor manera de estrechar los afectos y de afirmar el parentesco que hablar de las comidas de su tierra, bañando todo por un rato en el licor de endrinas con anís que el juez traía entre sus provisiones, antes de que empezara la realidad del mundo nuevo, y desde el primer momento se vio el contraste entre el carácter de ambos. Armendáriz le explicaba al muchacho el complejo mecanismo de los juicios de residencia, y recitaba los mandatos de la ley casi para recordárselos a sí mismo.

«No importa», dijo, «en medio de qué dificultades hayan fundado los conquistadores sus gobernaciones: deben cuidar con especial celo que las leyes se respeten. El derecho de conquista permite la apropiación de riquezas, pero sólo si los pueblos se comportan como enemigos, y nuestro deber es recoger esos bienes como tributos de súbditos de la Corona y no como piezas de un saqueo».

Ursúa no entendía la diferencia. «Pero es a buscar oro que han venido todos», le dijo sinceramente, «ninguno de estos aventureros correría tantos trabajos y enfrentaría tantos peligros sólo para cumplir con unos códigos que ni siquiera han estudiado». «Precisamente por eso», dijo el juez, «cada día llegan más quejas de los desenfrenos de nuestros hombres. Y si el emperador y sus consejeros han optado por enviar cada cierto tiempo jueces severos a confrontar sus actos con la ley, es porque ni la Corona ni el papado se perdonarían una conquista convertida en campaña criminal. Ya habrás oído hablar de cómo muchos gobernadores vuelven encadenados a recibir su pago final en las mazmorras de España, cuando no les llega primero la justicia divina».

El joven Ursúa entendió que esos argumentos eran válidos sobre todo para los jueces, porque justificaban su presencia en las Indias, y comprendió que su propio interés le ordenaba respetar los mandatos legales, aunque fuera más fácil resolver todo por la espada, sin interrogar tanto los códigos. «También en España me parece que la guerra suspende las leyes», dijo desde el fondo de su sangre guerrera, y añadió en un tono casi juguetón: «Et je crois bien que, même chez nous, c’est l’epée qui a fondé la loí». Y el juez se escandalizaba, aunque después sonreía con benevolencia.

Ni siquiera él, a pesar de sus títulos y de su experiencia en los estrados, podía conocer la mecánica de la justicia en estas tierras distantes. Convencido de que su autoridad no tendría más límites que la ley, le costaba concebir que alguno de los varones que venía a juzgar fuera más poderoso que él mismo. Pero por encima de los buitres vuelan los alcotanes y arriba, sobre ellos, giran las grandes águilas. Tarde entendería las insinuaciones que le hicieron en la corte, tarde comprendió que los jueces también se ven forzados a no verlo todo, a considerar al abrigo de qué títulos poderosos y al amparo de qué escudos se adelantan aquí ciertas rapiñas. Los aventureros casuales no pueden negar su tributo a unos linajes largamente arraigados, y nadie sabe todo lo que se mueve alrededor de un trono.

Los dominios de las cuatro gobernaciones, que por primera vez se reunían bajo la autoridad de un solo hombre, son una tierra más extraña de lo que Ursúa y Armendáriz imaginaban. En cada viaje encontrarían regiones distintas, gobernadas por otras costumbres y ocupadas por pueblos que sólo se obedecieron siempre a sí mismos. Y yo vine a esta tierra, mucho tiempo después, siguiendo los pasos de Ursúa. Buscando entender a ese hombre que fue mi amigo, voy entendiendo el mundo que él recorrió como una tormenta, y que quedó grabado en su alma. Regiones devastadas por guerras e inviernos, pueblos que luchan con dignidad contra lo inevitable y bestias inocentes que emiten su veneno y sus garras, naciones que en el metal de unas lenguas desconocidas recuerdan otro origen y celebran otra alianza, y cuyas tierras no se reflejan entre sí.

En nada se parecen los ostiales de Manaure, bajo los vientos arenosos de la Guajira, o ese Cabo de tierra final que visto a la distancia parece la vela de un barco, a los ríos impacientes del Darién, junto a los cuales mi maestro Oviedo escribió, al soplo de los limoneros, su novela Claribalte. En nada se parecen estas llanuras hirvientes de San Sebastian de Mariquita, en el país de los gualíes, donde los bosques tiemblan a lo lejos por la reverberación de la tierra, a los paramos de hojas lanosas de Pamplona, desdibujados por la noche blanca. Cada región alimenta un pueblo que se le parece. Tantos siglos a la orilla del río volvieron a los hombres diestros para nadar como peces y frenéticos para atacar como caimanes; la familiaridad de los montes los volvió silenciosos como niebla y a la vez solos y muchos como las estrellas del cielo; la vida en el desierto los hizo duros y pacientes como cardos; la vida en la selva les dio el sigilo de las serpientes, la agilidad de los monos en los ramajes; los hizo capaces de ver un mundo que hormiguea de color y sonidos allí donde otros sólo ven monotonía y silencio.

En días despejados Armendáriz vio desde la ciénaga las nieves eternas de los tayronas, pero fue el sobrino quien conoció con sus ojos las ciudades de piedra de la montaña, y encontró cerca de ellas a los solitarios buscadores de oro. Muchos recorrieron las llanuras del Magdalena pero nadie llegó antes que Ursúa a la región de los dioses de piedra que custodian el nacimiento del río. Armendáriz conoció de su reino el camino de agua que sube de la costa hasta las barrancas bermejas, y las montañas jadeantes que ascienden a la Sabana (donde Quesada arrebató a los muiscas, entre los maizales sangrientos, las finas narigueras, los lisos pectorales y los cascos de guerra), pero antes de Ursúa muy pocos españoles visitaron la árida meseta de los chitareros, que mira cañones resecos e infernales. Lejos están los farallones de basalto del oeste, que ocultan el mar del sur y las selvas lluviosas, pero Armendáriz nunca remontó sus riscos entre la niebla: fue Ursúa quien avistó la cordillera de volcanes, con nubes caídas en sus abismos, que se hunde hacia el norte, aunque ni siquiera él pudo aventurarse por las montañas de Buriticá, la cuna del oro, y por los cañones que hicieron la gloria y la ruina de Jorge Robledo. Fue Ursúa quien recorrió con ojos deslumbrados y espada roja las cuatro gobernaciones. Y fue Ursúa quien vio antes que nadie, y tembló al verlo, porque su linaje no era amigo del rayo, el relámpago perenne del Catatumbo.

Mientras el tío miraba los mapas, leía y releía las cartas, y fingía vivir en el mundo cuando en realidad vivía encerrado en los códigos y en un cuerpo lleno de fatigas y alarmas, el sobrino ambicioso recorrió la aridez escalonada del Chicamocha, las orillas de guaduales del Cauca, y los confines del occidente donde Belalcázar fundó sus ciudades. Me habló de los ceibales anegadizos que arrinconan a Cali contra los cerros, de las laderas de Popayán, doradas de guayacanes y custodiadas por el volcán humeante, y de algo que estuvo a punto de ver y no vio nunca: los cañones sedientos con lomos de bestias grises y azules que cercan a Pasto.

Quién creerá que los sitios que nombro son casi extraños para mí, que sólo supe de ellos a través de los ojos de Pedro de Ursúa. Aprendí a querer esta tierra por las palabras de un hombre que no la quería. Veo a Ursúa en las cosas que esquivaba y odiaba, porque unas alas de sangre lo llevaron sobre los reinos sin permitirle reposar ni un instante, pájaro rojo atravesando milagrosas florestas pero incapaz de comprenderlas, negro viento fatídico entre ramas que prometen en vano la dicha. Y a su paso sólo advirtió que por todas estas tierras discordes, que no cabrán jamás en una sola palabra, más de cien naciones de indios resistían con flechas envenenadas y con rezos que dominan al viento, el avance de los hombres del emperador.

Pero la verdad es que ni siquiera eso sabían en los primeros días sofocantes, llenos de entusiasmo, cuando se encontraron junto al puerto de Calamar, y recordaron su tierra navarra, y tomaron posesión ilusoria de sus dominios, tratando de convencerse a sí mismos de que estas gobernaciones eran comparables a los reinos de incas y de aztecas. No conocían aún las noches de la borrasca ni los amaneceres del fango, la fiebre y los mosquitos que reinan a la orilla del río; no presentían la enormidad de la avalancha ni el tributo de piedras de la creciente, la noche que multiplica los tigres y la selva que agrandan las chicharras, los árboles corteza-de-gusanos, las columnas inmensas y leñosas de la selva donde el sol se tropieza, ni las nubes de loros, ni los ramajes enloquecidos de monos diminutos, ni los llanos empedrados de cráneos.

Dejemos por ahora a Armendáriz y a Ursúa remansados en el alivio de hallar cada uno un aliado incondicional de su propia sangre que viene a ayudarle a encontrar su destino, y volvamos la vista hacia ese mar que el juez acababa de recorrer, y donde ya el rumor de su paso iba de boca en boca, con esa prisa que se dan las noticias para llegar a oídos de quien las teme o de quien las necesita.

En La Española los hermanos Quesada se enteraron de que el ansiado juez de residencia había pasado sin detenerse y volvieron enseguida la proa hacia el continente: éste era el juez que debía protegerlos de los abusos del gobernador aborrecible; tenían que contarle la verdad de los hechos antes de que se les adelantara algún emisario del bando de Lugo. Así, pocos días después, el barco que traía a los hermanos ancló en el puerto del Cabo de la Vela, donde hierven los tratantes de perlas y donde desde centenares de canoas se arrojan al mar muy azul los indios pescadores, a buscar ostras en las profundidades. En ese puerto se encontraron con Suárez de Rendón y con el obispo Calatayud, seguido por sus frailes. Todos estaban contentos de viajar por fin en busca del juez, acompañados de personas principales que conocieran la historia reciente de las gobernaciones y pudieran respaldar sus reclamos. Y fue Gonzalo Suárez quien consiguió con urgencia que los recibieran a todos en el barco de Archuleta, que estaba listo para emprender su navegación por el litoral y que debía recalar en Cartagena más tarde.

Pero el destino se burla de la impaciencia: justo entonces el agua quedó quieta como un estanque, el aire estaba inmóvil, y el capitán informó que tendrían que esperar tal vez varios días, hasta que soplara el viento adecuado para la travesía. La espera habría sido menos incómoda si se supiera cuanto iba a durar, si pudieran por ello desentenderse del barco anclado, pero había que estar listos a navegar en cuanto se movieran los vientos, y eso los obligó a permanecer en el muelle, bajo el calor aplastante, entre el zumbido triste de las moscas de verano, lejos de la frescura codiciable de las grandes bongas de tierra adentro. Algo se estaba gestando en el alrededor silencioso. Y fue en la tarde del domingo siguiente, el 26 de octubre de 1544, mientras jugaban cartas en la cubierta para entretener el tedio y la espera, cuando les llegó la desgracia.