¡Qué no daría yo por ver ese Perú al que llegó Ursúa en 1543! De allí habíamos salido un par de años atrás, bajo el mando de Gonzalo Pizarro, dos centenares de españoles y miles de indios, entre el ladrido enloquecedor de los perros de presa, a buscar el país de la canela. Después de muchas aventuras y desventuras, también en el Perú habían quedado los huesos de mi padre bajo un metro de tierra, y bajo una leyenda en latín sobre la tosca cruz de madera, que le prometía a su alma un sitio entre los ángeles. Mi padre, el converso, fue parte del ejército que sometió a los incas y destruyó su reino. Pero no sólo él se había refugiado en la muerte.
Desde nuestra partida tantas cosas cambiaron que no parecían haber pasado dos años sino dos décadas. Cuando remontamos la cordillera hacia el norte guerreaban los buitres con los buitres: los viejos socios de la conquista, Pizarro el marqués y Diego de Almagro, se disputaban feroces el reino. Más tardó en acabar la guerra con los indios, ahora apaciguados ante el invasor, que en arreciar la guerra entre españoles. La sangre del Inca se vengaba haciendo reñir a sus verdugos. El tuerto Almagro subió al patíbulo por orden de Hernando Pizarro, y los amigos del hijo mestizo de Almagro fueron a dar muerte al marqués a las puertas de su palacio. De los desacuerdos habían pasado a los crímenes y de los crímenes pasarían a las deformes batallas.
Sólo hablando con Ursúa, años después, pude atar muchos cabos sueltos de aquellos tiempos. Los que fuimos a buscar la canela derivábamos todavía por la selva cuando Vaca de Castro, el oidor, se enteró en Panamá del asesinato de Pizarro y se apresuró a viajar al Perú para asumir la gobernación. Muy pronto se enredó su camino, porque las naves, corriendo por el mar del sur, se extraviaron en una tormenta ante las costas de Buenaventura, y el barco en que viajaba se habría estrellado en la niebla contra los acantilados de no ser por la aparición misteriosa del gobernante del puerto, el hábil cosmógrafo Juan Ladrilleros, a quien extrañamente le gustaba navegar por la bahía cuando hacía mal tiempo. El barco inesperado guió al otro a través de los escollos, y Ladrillero se asombró al descubrir que estaba salvando al nuevo señor del Perú. Pero el oidor impaciente, varado en un puerto húmedo y solitario, y enfermo por el recuerdo del extravío en el mar, se empeñó en alcanzar por tierra la región de los incas: remontó con pocos soldados montañas lluviosas, atravesó farallones llenos de bestias, vadeó ríos de fango y lidió como pudo con el hambre y las plagas hasta llegar a las praderas inundadas de Cali, donde se enteró de que el mestizo Almagro se había proclamado gobernador del Perú.
Después de infinitos trabajos, Vaca de Castro llegó por fin a la Ciudad de los Reyes de Lima, y casi movía a lástima ver a aquel hombre consumido por viajes y desgracias tomando posesión del gran reino en nombre del emperador. Pero lo hizo: enfrentó a los asesinos de Pizarro y libró la batalla de Chupas, donde el joven Almagro perdió al final tropa y cabeza.
Todo aquello ocurrió mientras nosotros bajábamos por el río. Mientras Ursúa, de quince años, apenas salía de la crisálida en su casa de piedra de Arizcún. Quién nos hubiera dicho que todas las cosas terminan uniéndose tarde o temprano. Quién nos dirá en qué momento el verdugo y la víctima, desde regiones muy distantes, empiezan a moverse hacia el sitio prefijado donde tendrá lugar el encuentro. Por los mismos días en que Ursúa soñaba con salir de su casa en Navarra, y yo escapaba por milagro de un río imposible, ya en el Perú el oidor Vaca de Castro llevaba, en la batalla de Chupas, al infame Aguirre, un soldado tortuoso y maldiciente que sometía caballos en haciendas antes de entrar a la milicia real, y al que no supieron detener a tiempo ni las flechas de los indios, ni las espadas de los almagristas, ni los saltos de los potros salvajes.
Fue entonces cuando Gonzalo Pizarro, el capitán bestial en la pesadilla de mi juventud, salió de la selva donde lo abandonamos (ya tendré tiempo de explicar que no fue una traición, que aquello fue tan sólo un doloroso accidente), y se encontró con la noticia de que el reino de los incas, que sus hermanos habían conquistado, era ahora la tumba de Francisco Pizarro. Había perdido una fortuna en el viaje, había perdido a su poderoso hermano, y, como las desgracias nunca llegan solas, acercándose apenas a la ciudad, harapiento y enfermo, oyó decir que el emperador había designado un virrey para el Perú, y que ese virrey no era él.
Tal fue el mundo que encontraron Ursúa y sus amigos cuando llegaban buscando el reino de fábulas que les habían pintado en las islas. Gonzalo Pizarro alzado en rebelión, proclamándose heredero del reino; Blasco Núñez de Vela destituyendo al oidor Vaca de Castro sólo para hacer sentir la importancia de su nuevo cargo; los viejos socios que saquearon el país de Atahualpa entrando en las tabernas del infierno a pelear como perros el resto de la eternidad; los otros asesinos de Pizarro, como Francisco Núñez Pedrozo, huyendo en desbandada en busca de refugio; y el pasado misterioso envolviendo todavía las montañas con sus miles de rostros de niebla.
No había en las tierras del Inca promesas de reinos por descubrir ni de nuevos tesoros. La expedición de Gonzalo Pizarro en busca del país de la canela era una aventura fracasada, y nadie pensaba en asomarse de nuevo por aquellas selvas malsanas. En el ejército real el joven y alegre Ursúa alcanzó a cruzarse con el astuto y renqueante Lope de Aguirre, pero está claro que no presintió nada de su suerte. Ursúa lo olvidó, pero Aguirre nunca olvidaba un rostro, y años después debió sentir la extrañeza de que ese hombre mucho más joven que él, al que había conocido como un vagabundo, que se hacía notar más por sus manos finas que por sus rasgos de guerrero, se hubiera convertido en un gran capitán de conquista.
Crecía en la atmósfera la indignación de los encomenderos ante la terquedad del virrey, que hizo entrar en vigencia las Nuevas Leyes, prohibiendo la esclavitud y el trabajo excesivo para los indios, y reglamentando con severidad la creación de encomiendas. Pero Gonzalo Pizarro estaba más indignado: si a los otros les quitaban sus propiedades, a él le estaban quitando su reino. Y si la Corona tenía otros proyectos con el país que a él le pertenecía por herencia, una idea más ambiciosa empezaba a abrirse paso en su mente, algo que a nadie se le había ocurrido antes y menos a hombres crecidos con los cerdos en los corrales de una aldea: forjar una corona con el oro de las Indias y ponerla sobre sus propias sienes.
Ursúa no pudo advertir todo lo que germinaba en el reino: las primeras semanas en un mundo tan distinto apenas permiten percibir las variaciones del clima, la diferencia de los árboles, los cambios de la alimentación. Ya no había a voluntad estofado de oveja ni quesos de hierbas, el vino al que acababa de aficionarse escaseó desde entonces, y los veteranos hablaban de una dieta mortal con plantas lánguidas y con la insípida carne azul de unos pájaros desconocidos en las travesías de la cordillera.
Vio la vida de los incas vencidos, el equilibrio gracioso de las llamas en los altos pasos de la sierra, la altivez de los encomenderos, las ciudades de piedras monumentales encajadas como mecanismos de precisión; oyó la alegre tristeza de las flautas del Inca y vio rostros hermosos de mujeres indias que tiempo después recordaría. Para los nativos, muchos de los cuales vestían impecablemente de luto, lo que había sido el reino de sus padres era ahora la tumba de sus dioses vencidos, y alguno le dijo que ya no había sol en el cielo, que el sol se había retirado a la oscuridad y al silencio.
Pensaba que iba a cambiar de lugar en el mundo, pero había cambiado de mundo. El suelo se hizo otro suelo y el viento se hizo otro viento, cambiaron de gritos los pájaros en las ramas y cambiaron de forma los seres presentidos en la tiniebla; el aire entre los cuerpos se llenó de palabras incomprensibles, la carne se mostraba a la vez más impúdica y más inocente, y la mente se fue llenando de recuerdos desconocidos y de túneles caprichosos. Porque para el viajero sosegado lo que quedó a lo lejos se vuelve más grande y más bello, pero al que viaja entre marejadas y peligros los tigres del camino no le dejan espacio para las dulzuras perdidas.
Le hervía la sangre por guerrear y llegó a una región donde se preparaban grandes combates, pero aquéllas no eran guerras contra los indios, en busca de los tesoros ocultos de la montaña, sino enfrentamientos entre los propios españoles, y él había venido a buscar otra cosa. Para combatir con hombres blancos habría podido quedarse en su tierra, donde por esos días el emperador llevaba sin tregua sus tropas a repintar con sangre y ceniza las fronteras. Ursúa buscaba adversarios distintos, guerras asombrosas, y todavía me revuelve las entrañas pensar que las armas que lo mataron no fueron flechas con veneno de hierba en la punta, ni lanzas con embrujas y cascabeles, sino aceros templados en Toledo y en Ávila. En los umbrales de su aventura no presentía que unos años después sería juzgado bajo el rigor de las Nuevas Leyes por sus crueldades con los indios, ni que sería su propio tío materno, tan devoto de leyes y de reyes, quien lo iba a empujar a esas campañas de exterminio que aquí se llaman siempre de pacificación.
Intentó en vano sacar provecho de su amistad con los jóvenes asistentes del virrey, soñando con algún cargo en la corte virreinal. Pero Núñez de Vela no le mostró su rostro jamás, porque estaba dedicado a porfiar con gentes indóciles: las Nuevas Leyes aumentaban cada día la ira de los encomenderos; el tiempo se le iba en hablar a oídos sordos y en tratar de hacerse visible ante ojos y voluntades empeñados en ignorarlo. Por el solo gusto de contrariar a la Corona, los conquistadores ahora esclavizaban a los indios con más furia y gastaban cuerpos humanos en los socavones como quien gasta cañas en los molinos.
La carta del emperador que Ursúa llevaba resultó menos extraordinaria de lo previsto, pues otros recién llegados exhibieron folios con los mismos lacres heráldicos, y Ursúa comprendió que su propia situación iba a empeorar con los días. Sus amigos navarros empezaban a sentirse nerviosos en una atmósfera de guerreros exaltados y tensos: les estaba llegando la hora de alinearse en uno de los bandos.
Venía la guerra y los días se ensombrecían; pero cuando todo se había vuelto oscuro y ya no quedaba a qué recurrir, la estrella de Ursúa se encendió de repente, porque una carta enviada por su madre desde el solar de Navarra, una de las poquísimas cartas de su tierra que habría de recibir en las Indias, le trajo la noticia de que otro varón de su sangre acababa de obtener nombramiento, y no en las islas sino en Tierra Firme, y en realidad no muy lejos de allí.
El título del viejo Díez de Aux había resultado ser una fábula. Pero Ursúa leyó con alivio que, esta vez sin duda alguna, el hermano de su madre, Miguel Díaz de Armendáriz, un jurista brillante, aunque nada ejercitado en los rigores de la guerra, había sido asignado por sorpresa a uno de los cargos más exigentes de aquel tiempo: juez de residencia encargado de cuatro territorios distintos. En su carta Leonor Díaz no le hablaba sólo de riñas familiares y del vacío de su ausencia, abundando en noticias del valle de Baztán, la sordera de la tía Rebeca, el parto accidentado de una prima en Tudela, las inundaciones del Ebro, sino que le aconsejaba un inaplicable régimen de nutrición y de prudencia, antes de pasar a transcribirle cosas que ella misma no entendía: que su hermano el juez iba a aplicar la ley del Imperio en cuatro gobernaciones nuevas, por el mar del norte y por el mar del sur, «en esos mismos países salvajes donde ahora te encuentras».
Díaz de Armendáriz acababa de recibir el nombramiento. Debía juzgar a Pedro de Heredia, fundador de Cartagena y conquistador del país de los zenúes; a Alonso Luis de Lugo, gobernador del Nuevo Reino de Granada; a Sebastián de Belalcázar, que fundó a Quito en el norte del reino de los incas, después a Cali en las llanuras que orillan el río Cauca, y finalmente a Popayán, a la sombra de un volcán humeante; y a Pascual de Andagoya, explorador de las costas del mar del sur y gobernador de San Juan. Eran territorios contiguos pero de límites difusos, y de ellos Ursúa sólo había visto los lluviosos confines de la selva donde Balboa perdió la cabeza, donde Almagro perdió el ojo derecho y donde Pizarro casi perdió la esperanza.
Lo que ambos ignoraban es que Armendáriz no recibiría un reino sino una maraña de gobernaciones donde la imprecisión de las fronteras cobra diarios tributos de sangre, y donde la tierra indomable, con sus riquezas y sus indios, se vuelve objeto de enemistad aun entre hermanos.
Ursúa se apresuró a averiguar en qué consistían los juicios de residencia, para formarse una idea del papel que podría cumplir en las tierras encargadas a su tío. Buscó para ello a Lorenzo de Cepeda y Ahumada, el muchacho con el que había viajado por España, y que estaba cerca del virrey por una razón ajena a las intrigas políticas: su familia vivía frente a la casa de los Núñez de Vela, en Ávila. Le parecía una promesa para su propio futuro el ejemplo de esos hermanos que conocían al virrey desde niños, y habían venido con él a la aventura. Antonio, el mayor, estaba al lado de Núñez de Vela desde cuando era corregidor en su ciudad natal; Teresa, la segunda, habría terminado siendo la esposa del virrey si no fuera porque, apasionada por las novelas de caballería, huyó muy joven con otro hermano en busca de aventuras, y fue recluida en el convento de Santa María de Gracia. Todos los varones de la familia terminaron viviendo en las Indias.
Lorenzo le informó a Ursúa que los jueces debían examinar con detalle la actuación de capitanes y funcionarios. «Deben seguir el rastro de sus travesías, calificar sus acciones sobre los pueblos indios, inspeccionar los libros de la tierra y del oro, comparar los tributos declarados con los metales y las piedras que encuentran asentados en las cajas del rey». Ursúa lo escuchaba con atención, y al mismo tiempo imaginaba a su tío inspeccionando grandes libros y contando diamantes en cofres de metal. «Un juez», siguió Lorenzo, «es revisor de sangres y de predios, calibrador de minas, guardián de los quintos reales, repartidor de encomiendas, y ahora sin remedio protector de los indios de acuerdo con la manda de las Nuevas Leyes». Y siguió enumerando los menudos asuntos que competen a un juez: desde dirimir querellas entre conquistadores, definir lindes, aprobar con autoridad notarial los traspasos de haciendas y siervos, y validar las firmas de los señores, hasta aprobar las marcas que fijan al rojo vivo la propiedad sobre reses y esclavos. A Ursúa le pareció que, si todo eso fuera cierto, no se necesitaría ningún otro funcionario, pero lo que más lo animó fue la noticia de que, en caso de descubrir anomalías o actos contra la ley, un juez podía asumir provisionalmente las gobernaciones. Sonrió satisfecho, ensanchando las fosas de su nariz como cuando el sabueso ventea la presa: era evidente que las Indias le tenían reservado un gran destino.
Cuando el Perú había apagado sus promesas, cuando ya nada en aquel reino era tentador a sus ojos y todo parecía haber quedado inmóvil, allí estaba otra vez la señal de la sangre poniendo todo en movimiento: una carta del juez Miguel Díaz de Armendáriz lo incorporaba a sus tropas en Cartagena de Indias. Lo emocionó el llamado: enteró a sus amigos, siempre listos a seguido; se embarcó con siete de ellos, prometiendo esperar al resto en Panamá, y el Perú desapareció de su alma sin dejar otra huella que la certeza de que allí germinaba una guerra entre españoles.
Volvió sobre las olas del mar del sur. Si una polvareda le anunció su destino y un anciano visitante prefiguró su rumbo, fue el nombramiento de su tío, el juez, lo que marcó el verdadero comienzo de su vida en las Indias. Mientras creía correr al ritmo de su antojo sobre llanos salados y plazas empedradas, los hilos que gobernaban su destino se movieron de prisa. Ursúa tenía cierta razón en fantasear que manos poderosas firmaban decretos definitivos en su beneficio, que manos recias gobernaban para él los grandes timones salpicados de espuma, y que al amparo de las atribuciones de su tío un mundo de conquistas y fundaciones se abría para él en las tierras salvajes. En ese momento de euforia juvenil no le importó que la Corona estuviera confiando con celo especial la nueva legislación en las manos de Armendáriz, para que sujetara a sus letras de hierro a los conquistadores de aquellos países desconocidos.
También para Armendáriz fue grata la noticia de que uno de sus sobrinos andaba probando la suerte en el Perú. El robusto y lujoso juez de residencia no podía saber a qué clase de reino lo enviaban cuando recibió los sellos y los lacres, las armas y los símbolos de su dignidad, con instrucciones minuciosas, complicadas como la firma de un canciller, para las muchas tareas que debía cumplir en el otro hemisferio. Oía hablar por primera vez del reino de ceibales del Sinú, de la costa de perlas de Manaure, de la sabana de maizales de los muiscas, de las llanuras anegadas del Cauca y de las costas que azota el mar del sur, donde alfareros minuciosos modelaron en barro todas las circunstancias de la vida, pero la verdad es que nunca entendió los reinos que estuvieron bajo su mando; ni siquiera años después de haber gobernado los altiplanos fríos y el abismo con nubes, el desierto de polvo y la borrasca, cuando ya era un clérigo anciano, lleno de recuerdos y de remordimientos, en un sombrío monasterio de España. Las tierras aturden a los hombres con la ilusión de ser sus dueños, y a veces les conceden el duro don de verse despojados, para que la extrañeza del mundo se haga más completa con su pérdida. Pero al comienzo el juez tampoco presintió cuán importante iba a ser para él ese sobrino casi desconocido, el hijo de Tristán y Leonor, el cachorro travieso que al otro lado del mar ya olisqueaba en el viento el olor inseparable de la carroña y del oro.
Puedo decir que la mitad de la sangre que salta por mis venas, y acaso un poco más, es sangre de indios. Y es tal vez esa sangre oculta la que me reprocha haber querido a Ursúa. Más que haberlo querido: haber sido su aliado fiel y casi su sombra hasta la muerte, a pesar de saber que era cruel en la guerra y brutal como pocos. Pero sólo Pedro de Ursúa, enloquecido y violento en sus sueños de riqueza, en su delirio de ciudades doradas y de minas en llamas, me hizo sentir acompañado en un tiempo salvaje y en una campaña brutal, y su muerte me dejó tan vacío y saqueado como si no me hubieran matado a mi amigo sino a mi alma. Tal vez llegue la hora de saber lo que quiere mi corazón con este relato, si es la vida insaciable de Pedro de Ursúa lo que teje, o si es apenas el consuelo de un hombre perdido que nunca entendió su destino, la enredada madeja de azares que me hizo descender dos veces por un río embrujado.