2.
No tomaron el barco en los puertos brumosos del Cantábrico

No tomaron el barco en los puertos brumosos del Cantábrico, frente a las tabernas de gente de avería donde Pedro sintió llegar a su vida la inquietud de las navegaciones y el llamado lejano de las caracolas de guerra. Cruzaron a caballo de extremo a extremo el reino, dejando atrás entre sus fantasmas de hierro las colinas de la infancia y la plaza de vientos cruzados de Arizcún, a la sombra del golfo de Vizcaya. Vivieron noches turbias en las tabernas del camino, bebieron una locura fugaz en el vino negro de Logroño, y frecuentaron una posada de mujeres en Burgos, donde los más veteranos procuraban curarse en pocas noches de todas las soledades futuras e iniciaron a los muchachos en las licencias de la madurez. Pedro sentía que le estaban llegando de una vez todas las cosas, y las tabernas de Saint Jean de Luz, con sus aventureros locuaces y sus piratas borrachos, le parecieron juegos de niños al lado de estos vértigos inesperados. Estar lejos de las murallas paternas parecía poner a su alcance todas las puertas del mundo, y, entre la luz ondeante de las antorchas y el vino que hace temeraria la mente, las pantorrillas firmes y los senos opulentos de las gitanas pudieron más que sus risas cariadas y su lenguaje de carreteros. Una mujer de silueta magnífica, que se fue volviendo desmesurada y sin forma precisa cuando acabó de desatar el entramado laborioso de sus encajes, lo llevó de la mano por los últimos pasadizos de la noche, y lo dejó en la orilla segura y casi sin placeres de su virilidad confirmada. Al comienzo de la ebriedad de la carne todo parece amor, pero tardaría mucho en enamorarse de verdad.

Cabalgaron hablando en tumulto hasta oír en el viento el vuelo de campanas de Valladolid. Allí, en un salón penumbroso y solemne, al final de un vértigo de escaleras, Ursúa recogió de manos de otro solícito pariente, el chambelán de la corte, una carta con las insignias de la casa de Austria repujadas en rojo y espeso lacre imperial, que declaraba que el joven pertenecía a una familia principal y reconocida por su lealtad a la Corona, y que el emperador vería con buenos ojos que fuera bien recibido y ocupado en asuntos dignos de su sangre y su mérito. No era el propio Carolus quien la había escrito, pero sí sus secretarios autorizados, mientras el emperador seguía su rutina de país en país, de guerra en guerra y de castillo en castillo, procurando abarcar con su mente y sujetar a su voluntad la turbulencia de las naciones, el furor espinoso de los ejércitos.

Curiosamente, por los días en que Ursúa salió de su casa, la corte imperial cabalgaba rumbo a Navarra, después de visitar el castillo de Olmillos de Sasamon, hermoso como un sueño en los campos de Burgos, y los sobrios castillos de Leiva, en Logroño. No tardaría Carlos V en dejar el gobierno de España en manos de Felipe, el hijo que había engendrado en la hermosa Isabel de Portugal, y entonces esa corte empuñó las riendas de las Indias Occidentales, ante ella se recabaron los títulos y se rindieron los informes, ante ella respondieron después por sus andanzas los varones de Indias.

Valladolid era una colmena de afanes y de ceremonias: la Corona acababa de nombrar como virrey del Perú, el país de los incas, a Blasco Núñez de Vela, antiguo corregidor en Ávila y en Cuenca, y victorioso capitán de la armada. Una penumbra de cortesanos inquietaba el palacio; un tropel de caballos y de peones esperaba en las plazas a quienes iban a emprender el gran viaje. Pedro se sentía parte de la aventura, y no le fue difícil improvisar amigos en el séquito del virrey. Allí estaban los hermanos Cepeda y Ahumada, cuya familia tenía algún vínculo con los piadosos obispos de Navarra, sus parientes.

Y algo nuevo estaba confiando el poder imperial a los capitanes que salían con rumbo a Sevilla y a los reinos de Indias, ese vistoso tropel de guerreros entre cuyas estampas de filigrana y armaduras de acero se movía fino y alegre Pedro de Ursúa; algo que con los años llegó a ser el mayor surtidor de discordias y la semilla de unas guerras salvajes al otro lado del océano. Serían portadores de buenas noticias para los nativos de ultramar, y eso significaba, por desgracia, de malas noticias para los conquistadores: las Nuevas Leyes de Indias, la minuciosa malla de restricciones que acababa de proclamar el emperador bajo el consejo vehemente del obispo Las Casas, buscando proteger a los nuevos súbditos de la ferocidad de sus propios soldados.

Los primeros cincuenta años de estos reinos ya habían visto el exterminio de pueblos enteros. Las granjerías de perlas reventaron los pulmones de los jóvenes en las costas de Cumaná y de Cubagua, de Margarita y del Cabo de la Vela; las minas hambrientas de las Antillas devoraron por millares a los nativos; los guerreros acorazados fueron a cazar indios en los litorales y los bosques abatidos se abrieron en hogueras para quemar a los que se mostraron rebeldes. Los conquistadores doblegaron a muerte en la guerra y las minas a miles de aztecas, sin contar los millones que mataron las plagas nuevas en las regiones más pobladas. Los naturales de las costas de Tierra Firme, amorosos y pródigos al comienzo, fueron maltratados de tal manera por las sucesivas hordas de exterminio, que se vieron obligados a cambiarse en feroces defensores de sus aldeas. Pronto de todas las costas llovían flechas contra las expediciones, y tan desesperadamente combatían los nativos desnudos, que entraban saltando en el mar con sus armas, sin protección alguna, a rociar en vano de dardos el vientre de los bergantines.

Ello trajo expediciones cada vez más feroces, aceros más crueles, cañones, más pólvora en la bodega de los barcos mercantes y perros hambrientos que sabían saltar sobre los indios y arrancarles el sexo a la primera embestida. Todavía se habla de los rancheos de Pedro de Heredia, que despojaron a los pueblos vivos del Sinú y después a los príncipes muertos, en las llanuras sembradas de tumbas, pero antes de ello, en Santa Marta, una expedición tras otra diezmaron a los indios de Tierra Firme, porque a los aventureros no se les ocurría otra cosa que robar y esclavizar, y cuando tenían hambre no pensaban jamás en sembrar una espiga ni en empuñar un arado, sino en cargar sobre las poblaciones pacíficas que cultivaban algodón y maíz, y cifrar su salvación en la perdición de los otros. En diez años se habían acabado los tres millones que poblaban la isla de mi madre, La Española, y yo oí de niño la historia interminable de aquellos a quienes les quemaban las manos por su desobediencia, a quienes les cortaban las orejas por su indiscreción, a quienes marcaron con hierros candentes como signo de propiedad y a quienes castigaron con látigos hasta la muerte.

Los hombres de Francisco Pizarro (no puedo olvidar que mi padre era uno de ellos en esa tarde infame) masacraron a siete mil incas lujosos del cortejo real en las montañas de Cajamarca, extenuaron en sus encomiendas a los indios de la sierra y empezaron a encerrarlos en noche eterna en los socavones del Potosí. La vida de los indios de Castilla de Oro fue un purgatorio desde cuando llegaron los barcos de Nicuesa, y un infierno desde el momento en que Pedrarias Dávila llegó a disputarle a Balboa sus pueblos y sus títulos. Los guerreros alemanes sometieron a guanebucanes y caquetíos en las florestas de Maracaibo, y Ambrosio Alfínger dejó por el Valle de Upar y las orillas del río Grande las tierras arrasadas, las familias destruidas, y un rastro de cuerpos y cabezas de indios que cebaba a las bestias y hacía correr tras su expedición una plaga de tigres. Gonzalo Pizarro, harto lo sé yo mismo, persiguió por las selvas del río Coca a los miles de indios serranos que habían sido sus siervos y sus guías y se los dio como alimento a sus miles de perros, y por los mismos días Martínez de Irala enseñaba el terror en el Chaco y en sus avances hacia el Alto Perú. Desde el río Magdalena hasta las alturas heladas de la cordillera del Este, todas las mercaderías de España se llevaban a lomo de indio por las pendientes de barro y los peñascos de musgo, y a veces también iban sobre ese mismo lomo los obispos y los negociantes. Y allá arriba, en la sabana de los muiscas, donde más tarde se instaló con sus tropas Pedro de Ursúa, los súbditos de Aquimín y de Tisquesusa padecían años de hierro entre el coro de ranas de la diosa de la laguna.

Viendo de qué manera decrecían por millones los indios, cuán difícil era para los miles de buitres gordos y negros alzar vuelo después del hartazgo, y cómo en las llanuras blanqueaban cantidades de esqueletos humanos, el obispo Las Casas salió de Guatemala con plegarias latinas en sus labios, cruzó los valles de México cabalgando espantado hasta el mar, se embarcó un día de vientos fríos en el puerto de la Vera Cruz, donde lo despidieron enjambres de indios cubiertos con mantas de colores, cruzó rezando y escribiendo las cuatro lunas anchas del mar borrascoso, y corrió atormentado hasta el palacio del emperador para exigir leyes severas que moderaran la crueldad de los guerreros y salvaran a los millones que sobrevivían de milagro en las inmensidades del nuevo mundo. Pero el emperador no estaba jamás en su palacio, aquí y allá lo llevaban por sus reinos de Europa las guerras y los asuntos de la corte, y el cura desvelado tuvo que cruzar una y otra vez el océano, y esperar por años en las antesalas del poder hasta cuando Carlos V tuviera oídos para los tormentos de un fraile.

No era fácil para el amo del mundo resistir la presión de sus hombres, las embajadas con cara de piedra de sus acreedores alemanes y genoveses, el hechizo del oro que amontonaban a sus pies los adelantados de Indias, pero fray Bartolomé, escuálido como un eremita y con los ojos llenos de luz interior como un visionario, contaba, además de su elocuencia de arcángel, con el mejor argumento para convencerlo: la diadema ceñía una frente marchita, Carlos tenía más de cuarenta años, una edad avanzada, lo afligían la gota y las fiebres cosechadas en la intemperie, los riñones maltratados por las cabalgatas de invierno y los ardores del vientre ulcerado por la diplomacia y por la teología, de modo que sentía cercano el momento de comparecer ante el único tribunal capaz de juzgarlo. Él, que lo tenía todo y que era el sostén de la cristiandad, ¿no estaría poniendo en peligro su alma en vísperas de acudir ante aquellos estrados con ángeles? El argumento era invencible, y el emperador confió las Leyes Nuevas a los galeones dorados, las entregó al influjo de los vientos del nordeste, para que las llevaran sobre el abismo en las manos fieles del oidor Vaca de Castro y del virrey Blasco Núñez de Vela, sin ignorar que esto despertaría malestar y rencor en los violentos varones de Indias, cada vez más ávidos del oro de los cuerpos y de las minas, de la plata de los socavones, de las largas vetas verdes de cristal que serpentean bajo las montañas, y del fondo arenoso de perlas del mar de diversos colores. Todos seguían borrachos de proyectos con los reinos de caoba, de canela y de especias que todavía se escondían en las regiones inexploradas, y estaban dispuestos a macerar hasta el polvo a esos millones de criaturas sin nombre, con piel de barro y corazón de arcilla, que Dios había destinado para su servidumbre.

Ninguna esperanza podía tener la corte de que se acataran unas leyes que los encomenderos leían rabiando y gruñendo, dando puñetazos de hierro en las toscas mesas de las posadas y en las mesas finamente servidas de las haciendas, y hasta escupiendo sobre el águila de dos cabezas de la casa de Austria, pero emitirlas salvaba la conciencia de los reyes y de las altas potestades por la brutalidad de estos hombres que no vacilan ante el crimen y que ven en los pueblos de indios manadas odiosas: carne de servidumbre si se someten, cercos de sediciosos si se resisten, y, cuando se alzan en selvas de plumajes y en estruendo de cascabeles para la rebelión, criaturas de la estirpe de los demonios. De esos demonios que España aprendió a temer a la luz de unas hogueras en cuyo corazón alguien grita, al avance de garfios que escarban en la carne viva y al soplo de alaridos que brotan de la boca de las mazmorras. Santificaron el odio con oficios solemnes en una lengua de eruditos, le dieron cuerpo al miedo entre seres de incienso y trenos sobrenaturales, y hoy encuentran en todas partes ese mal al que odiaron por herencia, adoctrinados por el fierro y la brasa.

Ursúa conoció así las Nuevas Leyes de Indias antes de que empezaran a gobernar las voluntades, y adhirió a ellas con la alegría y la inconsciencia de su juventud, sin pensar que estaban hechas para contrariar la fiebre que sentía palpitar en sus venas. Aquellas normas, redactadas por hombres cuyas armas eran la pluma y la tinta, prometían refrenar a los guerreros codiciosos y a los encomenderos violentos, y ése era el bando al que, aún sin batallar, él ya pertenecía.

Con Lorenzo de Cepeda, quien se uniría de nuevo al virrey en Sevilla, cabalgó seguido por sus hombres hasta las murallas de Ávila, y de allí cruzaron la sierra hacia el sur, pasando por la villa de Cebreros, donde los sorprendieron las lluvias casuales de agosto. Me contó que un día, por el confín de la sierra de Gredos, vieron cuatro toros de piedra abandonados en medio del campo. Apenas habrían prestado atención a las figuras, ya sin cuernos y borrosas de siglos junto a los charcos de la lluvia, de no ser porque un anciano que había cerca invitó a Ursúa a bajar del caballo y tocar a los toros. «En ti se siente el toro» le dijo, «debes cuidarte de sus rayos». Aunque no las entendió, nunca pudo olvidar esas palabras, y era tarde ya para él cuando, años después, ante su cuerpo ensangrentado y cruzado de hierros, volvió a mi mente aquel recuerdo suyo de unos toros inmóviles en un campo de España.

Cabalgando en busca de tierras que eran todavía imaginarias cruzaron en días ansiosos las vegas del Tajo, los montes de Toledo y los llanos pedregosos de Castilla, sobresaltados por hileras de molinos de aspas enormes; hicieron resonar cascos de hierro sobre las plazas contrahechas; y después de muchos días y de muchas posadas llegaron a la ciudad de tumultos que el muchacho no había visto jamás. Allí estaba Sevilla, por fin, la abigarrada capital del mundo, sus callejones entorpecidos por gentes de todas las razas, su comercio de lenguas confundidas, los miasmas asfixiantes de palacios y de antros, el blanco cegador de los muros detrás de un hormigueo de colores, cada balcón quemándose en el fuego falso de sus geranios, y muchachos que roban y mujeres que esperan y viejos en muletas con aros de oro en los lóbulos, y ante la catedral de cien agujas el penumbroso pasillo ascendente de la Giralda, por cuyas ventanas de fortaleza es posible ver ampliándose como en un sueño el horizonte de los mástiles.

No sé cuántos meses debió soportar a los mendigos embusteros de la Torre del Oro, que cambian palabras por monedas, y arrodillarse lleno de peticiones ante los retablos fantásticos de la catedral, que mezclan plata y caoba en sus enjambres de vértigo, y gozar de los patios ardientes aliviados por los azahares, y vigilar con esos ojos rapaces los muelles a donde se precipita el tesoro de ultramar y de donde zarpan con un sudor helado en la espalda los que no han sentido miedo jamás.

No me contó nunca cómo fue su viaje, aunque no lo imagino muy distinto de los míos: largos meses de encierro en una prisión ondulante, en un galeón solemne y fétido, oyendo las canciones bestiales de los marineros, sus oraciones a gritos cuando se desatan los temporales, viendo el vuelo milagroso de los peces y el fulgor sobrenatural que se apodera en la noche de las lanzas o de los calderos, oyendo el merodeo de las ratas y de los marinos difuntos en las bodegas, y el crujido doloroso de las velas ansiosas de viento, cuando la noche sopla con fuegos fatuos sobre los viajeros desvelados y uno está solo con el mundo inmenso y con la polvareda misteriosa del cielo.

Sé que el galeón dejó a Ursúa y a sus hombres en Borinquen, y que el muchacho fue recibido cordialmente por su viejo pariente Díez de Aux. Pero la prestigiosa regencia que lo había embelesado en Arizcún en realidad no existía. El viejo regía, sí, hondas hileras de indios y negros encorvados bajo el implacable sol antillano, pero no era regente de la isla, y aunque se alegró de ver a su pariente, no parecía dispuesto a brindar hospitalidad a toda una tropa. A Ursúa lo seguía el bullicio de doce muchachos navarros que no querían separarse por ningún motivo y que tasaban como pan escaso sus ahorros familiares hasta que aparecieran las grandes riquezas, y el joven comprendió pronto que esta isla, ya conquistada y ya bien repartida, no sería la región del tesoro que todos soñaban. Alojó parte de sus hombres en la hacienda del viejo, a cambio de un trabajo extenuante y poco rentable, buscó para los otros hospedaje y oficio en el puerto, y recomenzó su labor de bebedor de rumores y de comparador de versiones en las fondas del muelle.

Un andaluz que volvía con fiebres de Tierra Firme lo inició en un nuevo estilo de leyendas. Si en España todos los relatos situaban la riqueza en las islas, las islas señalaban siempre más lejos. Detrás de los mares había un país de sepulcros de oro; en el viento marino volaban con las gaviotas los rumores acerca de una ciudad dorada; un cuarto de siglo después, aún llenaban el aire fantásticas variantes de la hazaña de Cortés en Tenochtitlan, y había versiones encontradas sobre la caída de la ciudad de las momias en las cordilleras distantes. Pero una vez acomodado el viajero en las bancas del puerto los relatos se multiplicaban y eran como bandadas de pájaros de colores en las que uno no sabía a cuál mirar. Había una canoa con doscientos hombres cruzando con oro las aguas de un lago; había un avance de varones intrépidos preparados para todo menos para los cuchillos de hielo de la montaña; había mares de perlas, flechas con la muerte pintada de azul en la punta y peces carnívoros cuyo extraño nombre era tiburones, que a leguas de distancia descubrían el olor deleitable de los naufragios; había bosques de árboles descomunales en los que siempre era de noche, hombres cubiertos de plumas que hablaban con los peces de los lagos y que se transformaban en tigres, y tiendas de indios llenas de pieles secas de indios vencidos; había raíces que enloquecían a los hombres, niños que pescaban con largas flechas en los raudales, ancianos capaces de cruzar a nado ríos turbulentos; había muchachas bellísimas que se alimentaban de piojos, bestias de largas lenguas a las que se adherían las hormigas, grasa de peces inteligentes que producía locura de amor, pájaros que hacían complicados nidos de arcilla, animales esféricos recubiertos de púas, ranas más venenosas que diez mil indios, serpientes en el fondo de los lagos que tenían alianzas con el trueno, y moscas que producían llagas incurables; había indias que eran mujeres en la noche y serpientes al amanecer, ríos de una sola orilla, pueblos que juraban ser hijos de las águilas y de los lagartos; había muchedumbres guerreras más silenciosas que la niebla, ciudades de mujeres valientes y desnudas que reducían a esclavitud a los enemigos, mujeres irresistibles que devoraban al macho durante la cópula, y legiones de cristianos avanzando con el credo en los labios entre aldeas de brujos y selvas mortales. Se veía en los puertos el fluir incesante de los aventureros, el desfile de las compañías nuevas hacia tierras desconocidas, porque el Imperio se ensanchaba de hora en hora y al parecer las riquezas brotaban como surtidores al paso de las expediciones.

El hacendado de barbas blancas y negros esclavos brindaba más seguridad que fortuna, un sosiego que Ursúa sólo precisaba en sus primeros días, para curarse del vaivén del mar desmesurado, para disipar los miedos de la travesía y el vértigo de abrumadoras distancias que lo separaban de su tierra de origen. Pero pronto el viento salado desdibujó los valles nativos, el cielo de astros nuevos señaló otros caminos, el horizonte marino frente a ellos se hizo más deseable que la infancia a su espalda. Y el hijo del barón de Oticorén y de la potestad de Soule saltó de nuevo a las cubiertas de los barcos seguido por sus fieles amigos, recomenzó su viaje hacia el sur, en busca de las selvas de Tierra Firme, y recordando a sus amigos de Ávila y de Sevilla, su primer impulso fue buscar el Perú, donde vivían aún los destructores del imperio Inca, donde dioses depuestos embrujaban todavía las montañas y no acababa de secarse la sangre sobre las piedras tatuadas de historias.