CAPÍTULO 12

Me tomo unas vacaciones eternas

Desperté con la sensación de estar aún en llamas. Me escocía la piel y tenía la garganta como papel de lija.

Vi árboles y un cielo azul. Oí el gorgoteo de una fuente y percibí un olor a cedro y enebro, además de a muchas otras plantas de dulce fragancia. Me llegó también un rumor de olas lamiendo una costa rocosa. Me pregunté si habría muerto, pero sabía que no era así. Ya había estado en la Tierra de los Muertos y en ese lugar no se veía ningún cielo azul.

Traté de sentarme, pero los músculos no me obedecían.

—No te muevas. —Era la voz de una chica—. Estás demasiado débil para levantarte.

Me aplicó un paño húmedo en la frente. Vi una cuchara de bronce y noté en la boca el goteo de un líquido que me alivió la sequedad de la garganta y me dejó un regusto tibio parecido al chocolate. El néctar de los dioses. Entonces el rostro de la chica apareció por encima de mi cabeza.

Tenía los ojos almendrados y el pelo de color caramelo trenzado sobre un hombro. Andaría por los quince o los dieciséis años, aunque no era fácil saberlo, porque la suya era una de esas caras que parecen intemporales. Se puso a cantar y mi dolor se fue desvaneciendo. Era alguna clase de magia. Sentía que su música se me hundía en la piel, que reparaba y curaba mis quemaduras.

—¿Quién…? —farfullé.

—¡Chist, valiente! —dijo—. Descansa y reponte. Ningún daño te alcanzará aquí. Soy Calipso.

* * *

Cuando volví a despertarme estaba en una cueva, aunque debo admitir que no era ni mucho menos de las peores que había visto. El techo relucía con formaciones de cristales de distintos colores —blanco, morado, verde—, como si me hallara en el interior de una de esas geodas que venden en las tiendas de recuerdos. Me encontraba tendido en una cama muy cómoda con almohadas de pluma y sábanas de algodón. La cueva estaba dividida con cortinas blancas de seda. En un rincón, había un enorme telar y un arpa. En la pared opuesta se alineaban en unos estantes frascos de fruta en conserva. Del techo colgaban manojos de hierbas puestas a secar: romero, tomillo y muchas otras. Seguro que mi madre habría sabido el nombre de todas ellas.

Había una chimenea excavada en la roca viva y una olla hirviendo al fuego. Olía muy bien, como a estofado de buey.

Me incorporé, procurando no hacer caso del palpitante dolor de cabeza que me abrumaba. Me miré los brazos, creyendo que los encontraría llenos de espantosas cicatrices, pero parecían estar bien. Algo más rosados que de costumbre, pero nada más. Llevaba una camiseta blanca de algodón y unos pantalones que no eran míos. Tenía los pies descalzos. Durante un instante de pánico, me pregunté qué habría ocurrido con Contracorriente, pero me palpé el bolsillo y allí estaba, en el mismo sitio donde reaparecía siempre.

No sólo eso: también encontré en el bolsillo el silbato para perros de hielo estigio. De algún modo, me había seguido hasta allí. Lo cual no me tranquilizaba precisamente.

Me puse de pie, no sin dificultades. El suelo de piedra parecía helado. Me volví y me encontré frente a un espejo de bronce pulido.

—Sagrado Poseidón —musité. Tenía aspecto de haber perdido diez kilos, y no puede decirse que antes me sobraran. Llevaba el pelo enmarañado y algo chamuscado en las puntas, como la barba de Hefesto. Si le hubiera visto esa cara a una persona que estuviera pidiendo dinero en el arcén de una autopista, habría puesto el seguro de las cuatro puertas.

Me aparté del espejo. La entrada de la cueva quedaba a mi izquierda. Me dirigí hacia la luz del sol.

La cueva se abría a un prado verde. A la izquierda había una arboleda de cedros y a la derecha, un enorme jardín de flores. Cuatro fuentes gorgoteaban en el prado, cada una con surtidores que disparaban agua a través de las flautas de sátiros de piedra. Más allá, el césped descendía en una suave pendiente hacia una playa de roca. Las olas de un lago chapoteaban contra las piedras. Sabía que era un lago porque… bueno, porque lo sabía. Se trataba de agua dulce, no salada. El sol destellaba en la superficie y el cielo estaba del todo azul. Parecía un paraíso, lo cual me puso nervioso. Cuando te las has visto con fenómenos mitológicos durante unos años, aprendes que los paraísos suelen ser sitios mortales.

La chica con el pelo de color caramelo, la que había dicho llamarse Calipso, estaba en la playa hablando con un hombre. A él no lo veía muy bien —me deslumbraba el reflejo del sol en el agua—, pero parecía que discutían. Intenté recordar lo que sabía de Calipso a partir de los viejos mitos. Había oído ese nombre pero… no lograba acordarme. ¿Era un monstruo? ¿Apresaba héroes y los mataba? Pero si tan malvada era, ¿por qué me había dejado con vida?

Caminé hacia ella lentamente, porque aún sentía las piernas entumecidas. Cuando la hierba dio paso a la grava, me concentré en el suelo para no perder el equilibrio y, al levantar otra vez la vista, descubrí que la chica estaba sola. Llevaba un vestido griego blanco sin mangas con un escote circular ribeteado de oro. Se restregó los ojos como si hubiera estado llorando.

—Bueno —dijo, procurando sonreír—, por fin despierta el durmiente.

—¿Con quién hablabas? —La voz apenas me salía y, más que hablar, croaba como una rana chamuscada.

—Ah… sólo era un mensajero —contestó—. ¿Cómo te sientes?

—¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente?

—Tiempo —dijo Calipso, pensativa—. El tiempo siempre resulta algo difícil aquí. La verdad es que no lo sé, Percy.

—¿Sabes mi nombre?

—Hablabas en sueños.

Me sonrojé.

—Ya. Me lo han… dicho otras veces.

—Sí. ¿Quién es Annabeth?

—Ah, una amiga. Estábamos juntos cuando… Espera. ¿Cómo he llegado hasta aquí?, ¿dónde estoy?

Calipso levantó la mano y pasó los dedos por mi pelo enredado. Retrocedí, nervioso.

—Perdóname —se disculpó—. Me he acostumbrado a cuidar de ti. Cómo llegaste aquí, me preguntas… Caíste del cielo. En el agua, ahí mismo. —Señaló el otro lado de la playa—. No entiendo cómo has sobrevivido. El agua pareció amortiguar tu caída. Y en cuanto al dónde… estás en Ogigia.

—¿Y eso queda cerca del monte Saint Helens? —le pregunté, porque andaba fatal de geografía.

Calipso se echó a reír. Una risita contenida, como si lo encontrase muy gracioso pero no quisiera avergonzarme. Era mona cuando se reía.

—No queda cerca de ninguna parte, valiente —explicó—. Ogigia es mi isla fantasma. Existe por sí misma, en todas partes y en ninguna. Aquí puedes curarte a salvo. Sin ningún temor.

—Pero mis amigos…

—¿Annabeth, Grover y Tyson?

—¡Sí! —exclamé—. He de volver con ellos. Están en peligro.

Ella me acarició la cara y esta vez no retrocedí.

—Primero descansa. No les servirás de nada a tus amigos hasta que te repongas.

En cuanto lo hubo dicho, me di cuenta de lo cansado que estaba.

—No serás… una malvada hechicera, ¿verdad?

Ella sonrió tímidamente.

—¿Cómo se te ocurre una cosa así?

—Bueno, en una ocasión conocí a Circe y también ella tenía una isla muy bonita. Lo malo es que le gustaba convertir a los hombres en conejillos de Indias.

Calipso se echó a reír otra vez.

—Prometo no convertirte en un conejillo de Indias.

—¿Ni en ninguna otra cosa?

—No soy una malvada hechicera —aseguró Calipso—. Ni tampoco tu enemiga, valiente. Ahora, descansa, que se te cierran los ojos.

Tenía razón. Se me doblaban las rodillas y habría acabado cayéndome sobre la grava si ella no me hubiese sostenido. Su pelo olía a canela. Tenía mucha fuerza, o quizá era que yo estaba demasiado flaco y débil. Me condujo hasta un banco con almohadones junto a la fuente y me ayudó a echarme.

—Descansa —me ordenó.

Y me quedé dormido arrullado por el murmullo de las fuentes y el olor a canela y enebro.

* * *

Desperté en la oscuridad, pero no estaba seguro de si era esa misma noche o muchas noches después. Me encontraba tendido en la cama, en el interior de la cueva, pero me levanté, me envolví en una bata y salí sin hacer ruido. Las estrellas brillaban a millares, como sólo se ve cuando estás muy lejos de la ciudad. Identifiqué las constelaciones que Annabeth me había enseñado: Capricornio, Pegaso, Sagitario. Y más allá, hacia el sur, cerca ya del horizonte, había una nueva: la Cazadora, un homenaje a una amiga nuestra que había muerto el invierno anterior.

—Percy, ¿qué ves?

Dejé de mirar el cielo y regresé a la tierra. Aunque las estrellas fueran asombrosas, Calipso las superaba. O sea, yo había visto a la diosa del amor en persona, a Afrodita, y nunca diría esto en voz alta, porque ella me fulminaría y reduciría a cenizas, pero a mi modo de ver Calipso era muchísimo más guapa, sencillamente porque resultaba más natural, como si no pretendiera ser hermosa ni le importara siquiera. Lo era, y punto. Con su pelo trenzado y su vestido blanco, parecía resplandecer a la luz de la luna. Tenía en las manos una pequeña planta de flores delicadas y plateadas.

—Estaba mirando… —De repente, me encontré contemplando su cara—. Eh… lo he olvidado.

Ella rió suavemente.

—Bueno, ya que estás levantado, puedes ayudarme a plantarla.

Me tendió la mata, que tenía en la base un grumo de tierra y raíces. Las flores resplandecieron cuando las sostuve. Calipso recogió su pala de jardinería y me guió hasta el borde del jardín, donde comenzó a cavar.

—Es un lazo de luna —me explicó—. Sólo puede sembrarse de noche.

Observé cómo parpadeaba la luz plateada alrededor de sus pétalos.

—¿Para qué sirve?

—¿Servir? —musitó ella—. Para nada especial, supongo. Vive, da luz, derrama belleza. ¿Ha de servir para algo más?

—Supongo que no.

Tomó la planta y nuestras manos se encontraron. La piel de sus dedos era cálida. Allanó bien la tierra y retrocedió un poco, observando su trabajo.

—Adoro mi jardín.

—Es impresionante —asentí. No es que yo fuera un gran aficionado a los jardines, la verdad, pero Calipso tenía glorietas con seis tipos distintos de rosas, espalderas cubiertas de madreselva, hileras de parras cargadas de uvas de un rojo púrpura que habrían enloquecido a Dioniso—. Mi madre siempre ha deseado tener un jardín —comenté.

—¿Y por qué no ha plantado uno?

—Bueno, vivimos en Manhattan. En un apartamento.

—¿Manhattan? ¿Apartamento?

Me quedé mirándola.

—No sabes de qué te hablo, ¿verdad?

—Me temo que no. No he salido de Ogigia en… mucho tiempo.

—Bueno, Manhattan es una gran ciudad y no hay mucho sitio para jardines.

Calipso frunció el ceño.

—Qué pena. Hermes viene de visita de vez en cuando y me ha contado que el mundo ha cambiado mucho. Pero no creía que fuera hasta el punto que ni siquiera puedas tener un jardín.

—¿Por qué no has salido de tu isla?

Ella bajó la mirada.

—Es mi castigo.

—¿Por qué? ¿Qué hiciste?

—¿Yo? Nada. Pero me temo que mi padre sí hizo lo suyo. Se llama Atlas.

Al oír su nombre sentí un escalofrío. Había conocido al titán Atlas el invierno anterior y nuestro encuentro no había sido muy amistoso. El titán había intentado matar a casi todas las personas que me importaban.

—Aun así —dije, vacilante—, no es justo castigarte por lo que haya hecho tu padre. Conocí a otra hija de Atlas. Se llamaba Zoë. Una de las personas más valerosas que he conocido.

Calipso me estudió un buen rato con ojos tristes.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¿Ya… ya te sientes curado, mi valiente? ¿Crees que pronto estarás en condiciones de partir?

—¿Cómo? No lo sé. —Removí las piernas. Las tenía entumecidas. Y me estaba mareando después de estar tanto rato de pie—. ¿Tú quieres que me vaya?

—Yo… —Su voz se quebró—. Nos veremos por la mañana. Que duermas bien.

Y se alejó corriendo hacia la playa. Estaba demasiado perplejo para hacer otra cosa que mirarla mientras ella desaparecía en la oscuridad.

* * *

No sé cuánto tiempo transcurrió exactamente. Como había dicho Calipso, era difícil percibir el paso del tiempo en la isla. Sabía que debía marcharme. Mis amigos estarían preocupados. Eso como mínimo. En el peor de los casos podían correr un grave peligro. Ni siquiera sabía si Annabeth habría conseguido salir del volcán. Intenté utilizar varias veces mi conexión por empatía con Grover, pero no lograba establecer contacto. Me resultaba muy penoso no saber si se encontraban bien.

Por otro lado, sin embargo, me sentía muy débil. Sólo podía sostenerme de pie unas cuantas horas. Lo que había hecho en el monte Saint Helens, fuese lo que fuese, me había agotado como ninguna otra experiencia que recordara.

No me sentía como un prisionero ni nada por el estilo. Me acordé del hotel Loto, en Las Vegas, donde había quedado atrapado en un asombroso mundo de diversiones, hasta el punto de olvidar todo lo que de verdad me importaba. Pero la isla de Ogigia no era así en absoluto. Pensaba en Annabeth, Grover y Tyson todo el tiempo. Recordaba perfectamente por qué debía marcharme. Pero… no podía. Y además, estaba la propia Calipso.

Ella no hablaba mucho de sí misma, pero justamente por eso me intrigaba más. Me sentaba en el prado, sorbiendo néctar, y trataba de concentrarme en las flores o en las nubes o en los reflejos del lago, pero en realidad contemplaba a Calipso mientras trabajaba: su modo de apartarse el pelo por encima del hombro, el pequeño mechón que le caía por la cara cuando se arrodillaba a cavar en el jardín… A veces, extendía el brazo y los pájaros salían volando del bosque para posarse en su mano: loros, periquitos, palomas. Ella les daba los buenos días, les preguntaba qué tal iban las cosas en sus nidos y ellos gorjeaban un rato y luego se alejaban volando alegremente. Los ojos de Calipso relucían de felicidad. Me miraba un momento y nos sonreíamos, pero casi de inmediato ella volvía adoptar aquella expresión de tristeza y se daba la vuelta. No me explicaba qué le pasaba.

Una noche cenamos juntos en la playa. Unos criados invisibles habían puesto la mesa y servido un estofado de buey y una jarra de sidra, lo cual quizá no suene tan espectacular, pero sólo para quien no lo haya probado… Al principio, ni siquiera había reparado en la existencia de aquellos criados, pero al cabo de un tiempo advertí que las camas se hacían solas, las comidas quedaban preparadas como por arte de magia y la ropa aparecía lavada y doblada por unas manos invisibles.

El caso es que Calipso y yo nos encontrábamos allí cenando. Ella estaba preciosa a la luz de las velas. Yo le hablaba de Nueva York y del Campamento Mestizo, y me puse a contarle una anécdota de Grover, que una vez se había comido la pelota mientras jugábamos al pimpón. Calipso empezó a reírse con aquella risa asombrosa y nos miramos a los ojos. Pero enseguida bajó la mirada.

—Otra vez —dije.

—¿Qué?

—Siempre te estás… apartando, como si procurases no pasártelo bien.

Ella mantuvo los ojos fijos en su vaso de sidra.

—Como ya te he dicho, Percy, he sido castigada. Estoy maldita, podría decirse.

—¿Cómo? Deseo ayudarte.

—No digas eso. Por favor, no digas eso.

—Cuéntame en qué consiste el castigo.

Cubrió su estofado a medio terminar con una servilleta y de inmediato unas manos invisibles retiraron el cuenco.

—Percy, esta isla, Ogigia, es mi hogar, mi tierra natal. Pero también es mi prisión. Estoy… bajo arresto domiciliario, supongo que lo llamarías tú. Nunca podré visitar ese Manhattan tuyo ni ningún otro sitio. Estoy aquí sola.

—Porque tu padre era Atlas.

Ella asintió.

—Los dioses no se fían de sus enemigos. Y hacen bien. No debería quejarme. Algunas prisiones no son en absoluto tan bonitas como la mía.

—Pero no es justo —protesté—. Que estés emparentada con él no significa que le des tu apoyo. La otra hija de Atlas que yo conocí, Zoë Belladona, combatió contra él. Y no estaba encarcelada.

—Pero yo, Percy —apuntó Calipso en voz baja—, sí lo apoyé en la primera guerra. Es mi padre.

—¿Qué? ¡Pero si los titanes son unos malvados!

—Ah, ¿sí? ¿Todos? ¿Siempre? —Frunció los labios—. Dime, Percy… No deseo discutir contigo, pero dime, ¿tú apoyas a los dioses porque son buenos o porque son tu familia?

No respondí. Tenía razón. El invierno anterior, después de que Annabeth y yo salváramos el Olimpo, los dioses habían mantenido un debate sobre si debían matarme o no. No habían demostrado ser muy buenos precisamente. Sin embargo, yo los apoyaba porque Poseidón era mi padre.

—Quizá me equivoqué en la guerra —admitió Calipso—. Y para ser justa, debo decir que los dioses me han tratado bien. Me visitan de vez en cuando. Me traen noticias del mundo exterior. Pero ellos pueden marcharse. Y yo no.

—¿No tienes amigos? —pregunté—. Quiero decir… ¿no hay nadie que quiera vivir aquí contigo? Es un lugar muy bonito.

Le resbaló una lágrima por la mejilla.

—Me… prometí a mí misma que no hablaría de esto. Pero…

La interrumpió un rumor sordo que procedía del lago. En el horizonte apareció un resplandor que fue cobrando intensidad hasta que divisé una columna de fuego que se deslizaba por la superficie del agua y se acercaba a nosotros.

Me levanté y llevé la mano a mi espada.

—¿Qué es eso?

Calipso suspiró.

—Un visitante.

Cuando la columna de fuego llegó a la playa, ella se levantó y le hizo una reverencia formal. Las llamas se disiparon y entonces vimos ante nosotros a un hombre muy alto vestido con un mono gris, con una abrazadera metálica en la pierna y con la barba y el pelo humeantes y medio chamuscados.

—Señor Hefesto —saludó Calipso—, es un raro honor.

El dios del fuego soltó un gruñido.

—Calipso. Tan bella como siempre. ¿Nos disculpas, querida? He de hablar un momento con nuestro joven Percy Jackson.

* * *

El dios se sentó torpemente en la mesa y pidió una Pepsi. El criado invisible la abrió demasiado bruscamente y la derramó sobre la ropa de trabajo del huésped. Hefesto rugió, soltó unas cuantas maldiciones y aplastó la lata.

—Estúpidos criados —masculló—. Lo que necesita Calipso son unos buenos autómatas. ¡Ellos nunca fallan!

—Señor —dije—, ¿qué ha ocurrido? ¿Annabeth…?

—Está perfectamente —respondió—. Una chica con recursos. Encontró el camino de vuelta y me lo contó todo. Está preocupadísima, ¿sabes?

—¿Usted no le ha dicho que estoy bien?

—Eso no tengo que decírselo yo —adujo Hefesto—. Todos creen que has muerto. Tenía que asegurarme de que pensabas volver antes de contarles dónde estabas.

—¿Qué insinúa? —exclamé—. ¡Claro que quiero volver!

Hefesto me observó con aire escéptico. Se sacó una cosa del bolsillo: un disco de metal del tamaño de un iPod. Pulsó un botón y el artilugio se expandió para convertirse en una televisión de bronce en miniatura. En la pantalla se veían imágenes filmadas del monte Saint Helens, con una gran columna de fuego y cenizas elevándose hacia el cielo.

—«Todavía se ignora si podrían producirse nuevas erupciones —decía el locutor—. Las autoridades han ordenado la evacuación de casi medio millón de personas como medida de precaución. Entretanto, las cenizas han llegado a caer en puntos tan alejados como el lago Tahoe o Vancouver, y el área entera del monte Saint Helens ha sido cerrada al tráfico en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Aunque no se ha informado de ninguna víctima mortal, entre los daños se incluyen…»

Hefesto apagó el aparato.

—Desencadenaste una buena explosión.

Me quedé mirando la pantalla de bronce. ¿Medio millón de personas evacuadas? Daños. Heridos. ¿Qué había hecho?

—Los telekhines fueron dispersados —me dijo el dios—. Algunos se volatilizaron. Otros huyeron, sin duda. No creo que vuelvan a utilizar mi fragua próximamente. Aunque tampoco yo, por otro lado. La explosión hizo que Tifón se agitara en su sueño. Tendremos que esperar y ver…

—¿Yo no podría haberlo liberado, verdad? Quiero decir, ¡no soy tan poderoso!

El dios refunfuñó.

—No tan poderoso, ¿eh? ¡Menudo cuento! Eres hijo del «Agitador de la Tierra», muchacho. No conoces tu propia fuerza.

Aquello era lo último que deseaba oírle decir. Yo no había sido dueño de mí mismo en aquella montaña. Había liberado tanta energía que a punto había estado de vaciarme de toda la vida que había en mí y de volatilizarme también. Y de pronto descubría que me había faltado muy poco para destruir el noroeste de Estados Unidos y para despertar al monstruo más horrible que habían apresado los dioses jamás. Tal vez yo fuera demasiado peligroso. Tal vez sería mejor para mis amigos creer que había muerto.

—¿Y Grover y Tyson? —pregunté.

Hefesto meneó la cabeza.

—Ninguna noticia, me temo. Imagino que siguen atrapados en el laberinto.

—¿Qué se supone que debo hacer?

Hefesto hizo una mueca.

—Nunca le pidas consejo a un viejo lisiado, muchacho. Pero te diré una cosa. ¿Has conocido a mi esposa?

—Afrodita.

—La misma. Una mujer astuta, muchacho. Ten cuidado con el amor. Te pondrá el cerebro del revés y acabarás creyendo que arriba es abajo y que bueno es malo.

Recordé mi encuentro con Afrodita en el desierto, el invierno anterior, en el asiento trasero de un Cadillac blanco. Ella me había dicho que se había tomado un interés especial en mí y que me había puesto las cosas difíciles en el terreno romántico simplemente porque le caía bien.

—¿Será esto parte del plan? —pregunté—. ¿Ha sido Afrodita la que me ha hecho aterrizar aquí?

—Posiblemente. Difícil saberlo tratándose de ella. Ahora, en caso de que decidieras marcharte de este lugar, y yo no voy a decirte lo que está bien y lo que está mal, te prometí una respuesta para vuestra búsqueda. Te prometí revelarte cómo llegar a Dédalo. Bueno, la cosa es así. No tiene nada que ver con el hilo de Ariadna. No exactamente. Desde luego, el hilo funciona. Es lo que buscará el ejército del titán. Pero la mejor manera de moverse por el laberinto… Teseo contaba con la ayuda de la princesa. Y la princesa era una mortal. Sin una gota de sangre divina, pero muy lista. Y capaz de ver, muchacho. Ella veía con toda claridad. Lo que estoy diciendo… es que yo creo que tú sabes cómo orientarte en el laberinto.

Por fin lo comprendí. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Hera tenía razón. La respuesta había estado a mi alcance desde el principio.

—Sí —admití—. Sí, lo sé.

—Entonces has de decidir si vas a marcharte o no.

—Yo… —Quería decir que sí. Claro que me marcharía. Pero las palabras se me atascaban en la garganta. Me sorprendí a mí mismo contemplando el lago y, de pronto, la idea de partir me pareció muy dura.

—No lo decidas aún —me aconsejó Hefesto—. Aguarda hasta el alba. Ése es un buen momento para tomar decisiones.

—¿Dédalo se dignará siquiera ayudarnos? —le pregunté—. Si le proporciona a Luke un medio para cruzar el laberinto, estamos perdidos. He vistos cosas en sueños… Dédalo mató a su sobrino. Se llenó de amargura y de ira y…

—No es fácil ser un gran inventor —respondió Hefesto con voz ronca—. Siempre solo. Siempre incomprendido. Es fácil amargarse y cometer terribles errores. Resulta más complicado trabajar con personas que con máquinas. Y cuando rompes a una persona, ya no puedes arreglarla.

Hefesto acabó de limpiarse los restos de Pepsi de su ropa.

—Dédalo empezó bien. Ayudó a la princesa Ariadna y a Teseo porque le inspiraron compasión. Intentó hacer una buena obra. Y toda su vida quedó malograda por ello. ¿Eso fue justo? —El dios se encogió de hombros—. No sé si Dédalo te ayudará, muchacho, pero no te atrevas a juzgar a nadie hasta que hayas entrado en su fragua y trabajado con su martillo, ¿de acuerdo?

—Lo intentaré.

Hefesto se levantó.

—Adiós, muchacho. Hiciste bien destruyendo a los telekhines. Siempre me acordaré de ti por ese motivo.

Sonaba a despedida definitiva. El dios volvió a transformarse en una llamarada y se deslizó sobre el agua, alejándose hacia el mundo exterior.

* * *

Caminé durante horas por la playa. Cuando volví al prado finalmente, ya era muy tarde, quizá las cuatro o las cinco de la mañana, pero Calipso seguía en su jardín, cuidando las flores a la luz de las estrellas. Su lazo de luna emitía un resplandor plateado y las demás plantas respondían a su magia con destellos rojos, amarillos y azules.

—Te ha ordenado que regreses —adivinó Calipso.

—Bueno, no ordenado. Me ha planteado una elección.

Me miró a los ojos.

—Prometí que no te lo propondría…

—¿El qué?

—Que te quedaras.

—Quedarme, ¿cómo? —me sorprendí—. ¿Para siempre?

—En esta isla serías inmortal —dijo ella en voz baja—. No envejecerías ni morirías. Podrías dejar la lucha en manos de los demás, Percy Jackson. Podrías escapar de tu profecía.

La miré, atónito.

—¿Así como así?

Ella asintió.

—Así como así.

—Pero… mis amigos.

Calipso se levantó y me tomó la mano. Su piel me transmitió una cálida corriente por todo el cuerpo.

—Me preguntaste por mi maldición, Percy. No quería contártelo. La verdad es que los dioses me mandan compañía de vez en cuando. Cada mil años más o menos, permiten que llegue a mis costas un héroe, alguien que necesita mi ayuda. Yo lo cuido y me convierto en su amiga. Pero nunca sucede al azar. Las Moiras se encargan de que el tipo de héroe que me envían…

Le tembló la voz y tuvo que detenerse.

Estreché su mano con más fuerza.

—¿Qué? ¿Qué he hecho para entristecerte?

—Envían una persona que nunca puede quedarse —susurró—. Que nunca puede aceptar la compañía que le ofrezco más allá de un breve período de tiempo. Me envían un héroe del que no puedo evitar… precisamente el tipo de persona del que no puedo evitar enamorarme.

La noche se había quedado en silencio, salvo por el gorgoteo de las fuentes y el murmullo de las olas en la playa. Me costó un rato comprender lo que estaba diciendo.

—¿Yo? —dije.

—Si pudieras verte… —Reprimió una sonrisa, aunque todavía tenía lágrimas en los ojos—. Claro que sí. Tú.

—¿Por eso procurabas apartarte de mí?

—Lo he intentado con todas mis fuerzas, pero no puedo evitarlo. Las Moiras son crueles. Te enviaron a mí, mi valiente, sabiendo que me romperías el corazón.

—Pero… Yo sólo… O sea, sólo soy yo.

—A mí me basta —aseguró Calipso—. Me dije a mí misma que no hablaría de ello, que te dejaría marchar sin proponértelo siquiera. Pero no puedo. Supongo que también eso lo sabían las Moiras. Podrías quedarte conmigo, Percy. Me temo que sólo así serías capaz de ayudarme.

Contemplé el horizonte. Las primeras luces del alba teñían el cielo de rojo. Si me quedaba allí para siempre, desaparecería de la faz de la tierra y viviría con Calipso, atendido por criados invisibles. Plantaríamos flores en el jardín, hablaríamos con los pájaros, caminaríamos por la playa bajo un cielo siempre azul. Sin guerras. Sin profecía. Sin tener que tomar partido.

—No puedo —le dije.

Ella bajó la mirada con tristeza.

—Nunca haría nada que te perjudicara, pero mis amigos me necesitan. Y ahora sé cómo ayudarlos. Debo volver.

Ella tomó una flor de su jardín: una ramita del lazo de luna plateado. Su resplandor se desvaneció al salir el sol. «El alba es buen momento para tomar decisiones», había dicho Hefesto. Calipso me metió la flor en el bolsillo de la camiseta.

Se puso de puntillas y me besó en la frente, como dándome una bendición.

—Entonces vamos a la playa, mi héroe valiente. Te indicaré el camino.

* * *

La balsa era un rectángulo de tres metros cuadrados hecho con troncos amarrados, provisto de un palo a modo de mástil con una sencilla vela blanca. No daba la impresión de estar preparada para navegar, ni por el mar ni por un lago.

—Esta balsa te llevará a donde deseas —me prometió Calipso—. Es bastante segura.

Le tomé la mano, pero ella la apartó suavemente.

—Quizá pueda visitarte —dije.

Ella negó con la cabeza.

—Ningún hombre encuentra Ogigia dos veces. Una vez que te vayas, no volveré a verte.

—Pero…

—Márchate, por favor. —Se le quebró la voz—. Las Moiras son crueles, Percy. Acuérdate de mí. —Una tenue sonrisa se insinuó en su rostro—. Y planta por mí un jardín en Manhattan, ¿lo harás?

—Te lo prometo. —Subí a la balsa y de inmediato empezó a alejarse de la orilla.

Mientras me internaba en las aguas del lago, me di cuenta de que las Moiras eran realmente muy crueles. Le enviaban a alguien que ella no podía evitar amar. Pero eso funcionaba en ambos sentidos, porque yo me acordaría de mi salvadora durante toda la vida. Calipso permanecería para siempre en mi interior como un enorme interrogante: «¿Y si…?»

En unos minutos, la isla de Ogigia se perdió entre la niebla y me encontré navegando hacia el sol naciente.

Entonces le dije a la balsa lo que debía hacer. Le indiqué el único lugar en el que podía pensar. Necesitaba el calor de mis amigos.

—Al Campamento Mestizo —dije—. Llévame a casa.