Jugamos con escorpiones al corre que te pillo
Al día siguiente, durante el desayuno, había mucho revuelo en el comedor.
Al parecer, a las tres de la madrugada se había localizado un dragón etíope en la frontera del campamento. Yo estaba tan exhausto que había seguido durmiendo pese al alboroto. Los límites mágicos habían mantenido al monstruo a raya, pero éste siguió merodeando por las colinas intentando encontrar algún punto débil en nuestras defensas y no pareció dispuesto a marcharse hasta que Lee Fletcher, de la cabaña de Apolo, y dos de sus camaradas se pusieron a perseguirlo. Cuando el dragón tuvo una docena de flechas alojadas en las grietas de su armadura, captó el mensaje y se retiró.
—Debe de seguir ahí fuera —nos advirtió Lee durante los anuncios de la mañana—. Tiene clavadas veinte flechas en el pellejo y lo único que hemos conseguido es enfurecerlo. Es de un color verde intenso y mide nueve metros. Sus ojos… —Se estremeció.
—Buen trabajo, Lee —dijo Quirón, dándole una palmada en el hombro—. Que todo el mundo permanezca alerta, pero sin perder la calma. Esto ya ha sucedido otras veces.
—Así es —intervino Quintus desde la mesa principal—. Y volverá a ocurrir. Cada vez con más frecuencia.
Hubo un murmullo general.
Todos habían oído los rumores: Luke y su ejército de monstruos planeaban invadir el campamento. Muchos de nosotros creíamos que el ataque se produciría aquel verano, pero nadie sabía cómo ni cuándo. Que el número de campistas fuera más bien bajo no ayudaba mucho. Sólo éramos unos ochenta. Tres años atrás, cuando yo había empezado, había más de cien. Ahora, en cambio, unos habían muerto, otros se habían unido a Luke y algunos habían desaparecido.
—Un buen motivo para practicar nuevos ejercicios de guerra —prosiguió Quintus, con un brillo especial en los ojos—. Esta noche veremos qué tal lo hacéis.
—Sí —convino Quirón—. Bueno… ya está bien de anuncios. Vamos a bendecir la mesa y a comer. —Alzó su copa—. ¡Por los dioses!
Todos levantamos nuestras copas y repetimos la bendición.
Tyson y yo llevamos los platos al brasero de bronce y arrojamos a las llamas una parte de nuestra comida. Esperaba que a los dioses les gustara el pudin de pasas y los cereales.
—Poseidón —dije, bajando la voz—, échame una mano con Nico y Luke. Y con el problema de Grover…
Había tanto de que preocuparse que podría haberme pasado allí la mañana, pero volví a sentarme.
Cuando todos habían empezado a comer, Quirón y Grover se acercaron a nuestra mesa. Este último tenía cara de sueño y la camisa mal remetida. Deslizó su plato sobre la mesa y se desplomó a mi lado.
Tyson se removió incómodo.
—Voy a… pulir mis ponis pez.
Se alejó pesadamente, dejando su desayuno a medias.
Quirón trató de sonreír. Seguramente quería resultar tranquilizador, pero con su forma de centauro se alzaba muy por encima de mí y proyectaba una sombra alargada sobre la mesa.
—Bueno, Percy, ¿qué tal has dormido?
—Eh… perfecto. —No entendía a qué venía la pregunta. ¿Era posible que supiera algo del extraño mensaje Iris que había recibido?
—Me he traído a Grover —dijo Quirón—, porque he pensado que quizá queráis, eh… discutir la situación. Ahora, si me disculpáis, he de enviar unos cuantos mensajes Iris. Nos vemos más tarde. —Dirigió una mirada cargada de intención a Grover y salió trotando del pabellón.
—¿De qué está hablando? —pregunté.
Grover masticaba sus huevos. Me di cuenta de que estaba distraído porque arrancó de un mordisco las púas del tenedor y se las tragó también.
—Quiere que me convenzas —musitó.
Alguien se sentó a mi lado en el banco. Annabeth.
—Te diré de qué estamos hablando —dijo ella—. Del laberinto.
No me resultaba fácil concentrarme en sus palabras, porque todos los presentes nos echaban miradas furtivas y murmuraban. Y también porque Annabeth estaba a mi lado. Quiero decir, pegada a mí.
—Se supone que no deberías estar aquí —señalé.
—Tenemos que hablar —insistió.
—Pero las normas…
Ella sabía tan bien como yo que los campistas no podían cambiarse de mesa. En el caso de los sátiros no era así porque ellos en realidad no eran semidioses. Pero los mestizos debían sentarse con la gente de su cabaña. No sabía cuál era el castigo por cambiar de mesa. No había presenciado ningún caso. Si el señor D hubiera estado allí, habría estrangulado a Annabeth con ramas de vid mágicas o algo así. Pero no estaba. Y Quirón ya había salido del pabellón. Quintus nos miró desde lejos y arqueó una ceja, pero no dijo nada.
—Mira —dijo Annabeth—, Grover está metido en un buen aprieto. Sólo se nos ocurre un modo de ayudarlo. El laberinto. Eso es lo que Clarisse y yo hemos estado investigando.
Desplacé un poco mi peso, tratando de pensar con claridad.
—¿Te refieres al laberinto donde tenían encerrado al Minotauro en los viejos tiempos?
—Exacto.
—O sea… que ya no está debajo del palacio del rey de Creta —deduje—, sino aquí en Norteamérica, bajo algún edificio.
¿Qué te parece? Sólo había tardado unos pocos años en entender cómo iba aquello. Ahora sabía que los sitios importantes se iban desplazando por el planeta junto con la civilización occidental, de manera que el monte Olimpo se hallaba encima del Empire State y la entrada del inframundo en Los Ángeles. Me sentía orgulloso de mí mismo.
Annabeth puso los ojos en blanco.
—¿Bajo un edificio? ¡Por favor, Percy! El laberinto es enorme. No cabría debajo de una ciudad, no digamos de un solo edificio.
Recordé mi sueño sobre Nico en el río Estigio.
—Entonces… ¿el laberinto forma parte del inframundo?
—No. —Annabeth frunció el ceño—. Bueno, quizá haya pasadizos que bajen desde el laberinto al inframundo. No estoy segura. Pero el inframundo está muchísimo más abajo. El laberinto está inmediatamente por debajo de la superficie del mundo de los mortales, como si fuera una segunda piel. Durante miles de años ha ido creciendo, abriéndose paso bajo las ciudades occidentales y conectando todas sus galerías bajo tierra. Puedes llegar a cualquier parte a través de laberinto.
—Si no te pierdes —apuntó Grover entre dientes—. Ni sufres una muerte horrible.
—Tiene que haber un modo de hacerlo, Grover —dijo Annabeth. Me daba la impresión de que ya habían mantenido la misma conversación otras veces—. Clarisse salió viva.
—¡Por los pelos! —protestó Grover—. Y el otro tipo…
—Se volvió loco. No murió.
—¡Ah, estupendo! —A Grover le temblaba el labio inferior—. ¡Eso me tranquiliza mucho!
—¡Hala! —dije—. Rebobinemos. ¿Qué es eso de Clarisse y del tipo que se volvió loco?
Annabeth miró hacia la mesa de Ares. Clarisse nos observaba como si supiera exactamente de qué hablábamos, pero enseguida bajó la vista al plato.
—El año pasado —dijo mi amiga con un hilo de voz—, Clarisse emprendió una misión que Quirón le había encargado.
—Lo recuerdo —comenté—. Era un secreto.
Ella asintió. Pese a la seriedad con que se comportaba, me alegraba ver que ya no estaba enfadada conmigo. Y más bien me gustaba que hubiera transgredido las normas para venir a sentarse a mi lado.
—Era un secreto —dijo—, porque encontró a Chris Rodríguez.
—¿El de la cabaña de Hermes? —Lo recordaba de hacía un par de años. Habíamos oído su voz a hurtadillas cuando estábamos a bordo del Princesa Andrómeda, el barco de Luke. Chris era uno de los mestizos que habían abandonado el campamento para unirse al ejército del titán.
—Sí —dijo Annabeth—. El verano pasado apareció en Phoenix, Arizona, cerca de la casa de la madre de Clarisse.
—¿Cómo que apareció?
—Estaba vagando por el desierto, con un calor de cuarenta y ocho grados, equipado con una armadura griega completa y farfullando algo sobre un hilo.
—¿Un hilo?
—Se había vuelto loco de remate. Clarisse lo llevó a casa de su madre para que los mortales no lo internaran en un manicomio. Le prodigó toda clase de cuidados para ver si se recuperaba. Quirón viajó hasta allí y habló con él, pero tampoco sirvió de mucho. Lo único que le sacaron fue que los hombres de Luke habían estado explorando el laberinto.
Me estremecí, aunque en realidad no sabía exactamente por qué. Pobre Chris… Tampoco era tan mal tipo. ¿Qué le habría ocurrido para acabar enloqueciendo? Miré a Grover, que ahora masticaba el resto de su tenedor.
—Vale —dije—. ¿Y por qué estaban explorando el laberinto?
—No teníamos ni idea —respondió Annabeth—. Por eso Clarisse emprendió esa misión exploratoria. Quirón lo mantuvo en secreto, no quería sembrar el pánico. Y me involucró a mí porque… bueno, el laberinto siempre ha sido uno de mis temas favoritos. Como obra arquitectónica… —Adoptó una expresión soñadora—. Dédalo, el constructor, era un genio. Pero lo más importante es que el laberinto tiene entradas por todas partes. Si Luke averiguara cómo orientarse, podría trasladar a su ejército a una velocidad increíble.
—Pero resulta que es un laberinto, ¿no?
—Lleno de trampas —asintió Grover—. Callejones sin salida. Espejismos. Monstruos psicóticos devoradores de cabras.
—Si tuvieras el hilo de Ariadna, no —adujo Annabeth—. Antiguamente ese hilo guió a Teseo y le permitió salir del laberinto. Era una especie de instrumento de navegación inventado por Dédalo. Chris Rodríguez se refería a ese hilo.
—O sea, que Luke está intentando encontrar el hilo de Ariadna —deduje—. ¿Para qué? ¿Qué estará tramando?
Annabeth movió la cabeza.
—No lo sé. Yo creía que quería invadir el campamento a través del laberinto, pero eso no tiene sentido. Las entradas más cercanas que encontró Clarisse están en Manhattan, de modo que no le servirían para atravesar nuestras fronteras. Clarisse exploró un poco por los túneles, pero… resultaba demasiado peligroso. Se salvó de milagro varias veces. He estudiado toda la información que he encontrado sobre Dédalo, pero me temo que no me ha servido de mucho. No entiendo qué está planeando Luke. Pero una cosa sí sé: el laberinto podría ser la clave para resolver el problema de Grover.
Parpadeé, sorprendido.
—¿Crees que Pan está oculto bajo tierra?
—Eso explicaría por qué ha resultado imposible encontrarlo.
Grover se estremeció.
—Los sátiros no soportan los subterráneos. Ningún buscador se atrevería a bajar a ese sitio. Sin flores. Sin sol. ¡Sin cafeterías!
—El laberinto —prosiguió Annabeth— puede conducirte prácticamente a cualquier parte. Te lee el pensamiento. Fue concebido para despistarte, para engañarte y acabar contigo. Pero si consiguieras que el laberinto trabajase a tu favor…
—Te llevaría hasta el dios salvaje —concluí.
—No puedo hacerlo. —Grover se agarró el estómago—. Sólo de pensarlo me entran ganas de vomitar la cubertería.
—Quizá sea tu última oportunidad, Grover —advirtió nuestra amiga—. El consejo no hablaba en broma. Una semana más o tendrás que aprender zapateado…
Quintus, en la mesa principal, tosió en señal de advertencia. Me dio la impresión de que no quería armar un escándalo, pero Annabeth estaba tensando demasiado la cuerda al permanecer tanto rato en mi mesa.
—Luego hablamos —dijo. Me dio un apretón más fuerte de la cuenta en el brazo—. Convéncelo, ¿vale?
Regresó a la mesa de Atenea sin hacer caso de todas las miradas fijas en ella.
Grover se tapó la cara con las manos.
—No puedo hacerlo, Percy. Mi permiso de buscador. Pan. Voy a perderlo todo. Tendré que poner un teatro de marionetas.
—¡No digas eso! Ya se nos ocurrirá algo.
Me miró con ojos llorosos.
—Percy, eres mi mejor amigo. Tú me has visto en un subterráneo. En la caverna del cíclope. ¿De verdad crees que podría…?
Le falló la voz. Recordé nuestra aventura en el Mar de los Monstruos, cuando quedó atrapado en la caverna del cíclope. A él nunca le habían gustado los subterráneos, eso para empezar. Pero ahora los odiaba. Los cíclopes, además, le daban repelús, incluido Tyson… A mí no podía ocultármelo aunque lo intentara, porque Grover y yo percibíamos mutuamente nuestras emociones debido a la conexión por empatía que él había establecido entre los dos. Yo sabía cómo se sentía. El grandullón de Tyson le daba pánico.
—Tengo que irme —dijo apesadumbrado—. Enebro me espera. Es una suerte que encuentre atractivos a los cobardes.
En cuanto se hubo marchado, eché una mirada a Quintus. Él asintió gravemente, como si compartiéramos un oscuro secreto. Luego continuó cortando su salchicha con una daga.
* * *
Por la tarde, fui al establo de los pegasos a visitar a mi amigo Blackjack.
«¡Eh, jefe! —Se puso a dar brincos y agitar sus alas negras—. ¿Me ha traído terrones de azúcar?»
—Sabes que no te convienen, Blackjack.
«Ya, bueno. O sea, que me ha traído unos cuantos, ¿no?»
Sonreí y le puse un puñado en la boca. Teníamos una vieja amistad. Yo había contribuido a rescatarlo del crucero diabólico de Luke unos años atrás y, desde entonces, él se empeñaba en pagármelo haciéndome favores.
«¿Tenemos alguna búsqueda a la vista? —me preguntó—. ¡Estoy listo para volar, jefe!»
Le acaricié el morro.
—No estoy seguro, amigo. La gente no para de hablar de laberintos subterráneos.
Blackjack relinchó, nervioso.
«Nanay. ¡No será este caballo quien vaya! Usted, jefe, no estará tan loco como para meterse en un laberinto, ¿verdad? ¡O acabará en una fábrica de salchichas!»
—Quizá tengas razón, Blackjack. Ya veremos.
Masticó los terrones. Luego agitó las crines como si tuviera una subida de azúcar.
«¡Uaf! ¡Material de primera! Bueno, jefe, si recupera el juicio y quiere ir volando a algún sitio, sólo ha de silbar. ¡El viejo Blackjack y sus colegas se llevarán por delante a quien haga falta!»
Le dije que lo tendría en cuenta. Luego entró en los establos un grupo de jóvenes campistas para empezar sus clases de equitación aérea y decidí que era hora de marcharse. Tenía el presentimiento de que no vería a Blackjack en mucho tiempo.
* * *
Aquella noche, después de cenar, Quintus indicó que nos pusiéramos todos la armadura, como si fuéramos a jugar a capturar la bandera, aunque el estado de ánimo general era más bien sombrío. Los cajones de madera habían desaparecido de la arena en algún momento del día y yo tenía la impresión de que su contenido, fuese lo que fuese, estaba en el bosque.
—Muy bien —dijo Quintus en la mesa principal, al tiempo que se ponía en pie—. Situaos alrededor.
Iba todo cubierto de bronce y cuero negro. A la luz de las antorchas, su pelo gris le confería un aspecto fantasmal. La Señorita O’Leary saltaba a su lado y daba buena cuenta de las sobras de la cena.
—Os repartiréis en grupos de dos —anunció Quintus. Y cuando todos empezaban a hablar y escoger a sus amigos, gritó—: ¡Grupos que ya han sido elegidos!
—¡Uuuuuuh! —protestó todo el mundo.
—Vuestro objetivo es sencillo: encontrar los laureles de oro sin perecer en el intento. La corona está envuelta en un paquete de seda, atado a la espalda de uno de los monstruos. Hay seis monstruos. Cada uno lleva un paquete de seda, pero sólo uno contiene los laureles. Debéis encontrar la corona de oro antes que nadie. Y naturalmente… habréis de matar al monstruo para conseguirla. Y salir vivos.
Todo el mundo empezó a murmurar con excitación. La tarea parecía bastante sencilla. Qué caramba, ya habíamos matado a muchos monstruos. Para eso nos entrenábamos.
—Ahora anunciaré quiénes serán vuestros compañeros —prosiguió Quintus—. No se aceptarán cambios, permutas ni quejas.
—¡Arrrífff! —La Señorita O’Leary había hundido todo el morro en un plato de pizza.
Quintus sacó un rollo de papiro y empezó a recitar nombres. A Beckendorf le tocó con Silena Beauregard, cosa que pareció dejarlo más que contento. Los hermanos Stoll, Travis y Connor, iban juntos. Ninguna sorpresa; siempre lo hacían todo unidos. A Clarisse le tocó con Lee Fletcher, de la cabaña de Apolo: la refriega brutal y el combate táctico combinados; formarían un equipo difícil de superar. Quintus continuó leyendo la lista hasta que dijo: «Percy Jackson y Annabeth Chase.»
—Fantástico —dije, sonriendo a Annabeth.
—Tienes la armadura torcida —fue su único comentario, y se puso a arreglarme las correas.
—Grover Underwood —dijo Quintus— con Tyson.
Grover dio tal brinco que poco le faltó para salirse de su pelaje y quedarse en cueros.
—¿Qué? Pe… pero…
—No, no —gimió Tyson—. Ha de ser un error. El niño cabra…
—¡Sin quejas! —ordenó Quintus—. Ve con tu compañero. Tienes dos minutos para prepararte.
Tyson y Grover me miraron a la vez con aire de súplica. Les hice un gesto para animarlos y les indiqué que se pusieran juntos. Tyson estornudó. Grover empezó a mosdisquear nerviosamente su porra de madera.
—Les irá bien, ya lo verás —dijo Annabeth—. Será mejor que nos preocupemos de nosotros mismos. A ver cómo nos las arreglamos para salir vivos.
* * *
Aún había luz cuando nos internamos en el bosque, pero con las sombras de los árboles casi parecía medianoche. Hacía frío, además, aunque estuviéramos en verano. Annabeth y yo encontramos huellas casi de inmediato: marcas muy seguidas hechas por una criatura con un montón de patas. Seguimos su pista.
Saltamos un arroyo y oímos cerca un restallido de ramas. Nos agazapamos detrás de una roca, pero sólo eran los hermanos Stoll, que avanzaban por el bosque dando traspiés y soltando maldiciones. Su padre sería el dios de los ladrones, pero ellos eran tan sigilosos como un búfalo de agua.
Cuando los Stoll pasaron de largo, nos adentramos en las profundidades de los bosques del oeste, donde se ocultaban los monstruos más salvajes. Nos habíamos asomado a un saliente desde el que se dominaba una zona pantanosa cuando Annabeth se puso tensa.
—Aquí es donde dejamos de buscar.
Me costó un segundo entender a qué se refería. Había sido allí donde nos habíamos dado por vencidos el invierno anterior, cuando salimos en busca de Nico di Angelo. Grover, Annabeth y yo nos habíamos detenido en aquella roca, y entonces los convencí para que no le contaran a Quirón la verdad, o sea, que Nico era hijo de Hades. En aquel momento me pareció lo correcto. Quería preservar su identidad, ser yo quien lo encontrara y arreglase las cosas en compensación por lo que le había sucedido a su hermana. En ese momento, seis meses más tarde, la realidad era que no había avanzado ni un paso en su búsqueda. Sentí un regusto amargo en la boca.
—Anoche lo vi —dije.
Annabeth arqueó las cejas.
—¿Qué quieres decir?
Le conté lo del mensaje Iris. Cuando concluí, mi amiga se quedó mirando el bosque sumido en sombras.
—¿Está convocando a los muertos? Me da muy mala espina.
—El fantasma lo orientaba en la peor dirección —añadí—. Le aconsejaba que se vengara.
—Ya… Los espíritus nunca son buenos consejeros. Tienen sus propios intereses. Viejos rencores. Y odian a los vivos.
—Vendrá por mí —vaticiné—. Ese espíritu habló de un laberinto.
Ella asintió.
—Está bien claro. Tenemos que encontrar el secreto del laberinto.
—Tal vez —dije, incómodo—. Pero ¿quién me envió ese mensaje Iris? Si Nico no sabía que yo estaba allí…
En el bosque se oyó el chasquido de una rama y un rumor de hojas secas. Algo enorme avanzaba entre los árboles, justo delante del saliente rocoso.
—Ese ruido no lo han hecho los Stoll —susurró Annabeth.
Ambos sacamos nuestra espada.
* * *
Llegamos al Puño de Zeus, un montón de rocas descomunal en mitad de los bosques del oeste. Era un punto de referencia donde se reunían con frecuencia los campistas durante las expediciones de caza, pero en ese momento no había nadie.
—Allá —susurró Annabeth.
—No. Detrás de nosotros.
Era muy raro. El rumor de pisadas parecía proceder de varios puntos. Estábamos rodeando el montón de rocas con las espadas enarboladas, cuando alguien dijo a nuestras espaldas:
—Hola.
Nos volvimos precipitadamente y vimos a Enebro, la ninfa de los bosques, que soltó un chillido.
—¡Bajad las espadas! —protestó—. A las dríadas no nos gustan las hojas afiladas, ¿vale?
—Enebro —suspiró Annabeth—. ¿Qué haces aquí?
—Yo vivo aquí.
Bajé la espada.
—¿En las rocas?
Señaló el borde del claro.
—En el enebro. Dónde iba a ser, si no.
Era lógico. Me sentí como un estúpido. Había vivido años rodeado de dríadas, pero nunca hablaba con ellas. Sabía, eso sí, que no podían alejarse demasiado de su árbol, que era su fuente de vida. Pero no mucho más.
—¿Estáis ocupados? —preguntó.
—Bueno —dije—, estamos en medio de un juego con un puñado de monstruos, tratando de salir vivos.
—No, no estamos ocupados —dijo Annabeth—. ¿Qué pasa, Enebro?
Ella gimió y se secó los ojos con su manga de seda.
—Es Grover. Parece muy trastornado. Se ha pasado un año fuera buscando a Pan. Y cuando vuelve, las cosas aún van peor. Al principio pensé que quizá estaba saliendo con otro árbol.
—No —dijo Annabeth, mientras Enebro empezaba a llorar—. Estoy segura de que no es eso.
—Una vez se enamoró de un arbusto de arándano —musitó ella con tristeza.
—Enebro, Grover ni siquiera miraría a otro árbol. Está muy alterado por lo de su permiso de búsqueda, nada más.
—¡No puede meterse bajo tierra! —protestó—. ¡No podéis permitírselo!
Annabeth parecía incómoda.
—Quizá sea la única forma de ayudarle. Si supiéramos por dónde empezar…
—Ah —repuso Enebro, enjugándose una lágrima verde de la mejilla—. Si es por eso…
Del bosque nos llegó un crujido de hojas y la dríada gritó:
—¡Escondeos!
Antes de que pudiera preguntarle por qué, ella hizo ¡puf! y se desvaneció en una niebla verde.
Cuando Annabeth y yo nos dimos la vuelta vimos salir entre los árboles a un ser de color ámbar reluciente, de tres metros de longitud, con pinzas dentadas, una cola acorazada y un aguijón tan largo como mi espada. Un escorpión. Llevaba atado a la espalda un paquete de seda roja.
—Uno lo distrae —dijo Annabeth, mientras la cosa se nos acercaba traqueteando—. El otro se pone detrás y le corta la cola.
—Yo lo distraigo —repliqué—. Tú ponte la gorra de invisibilidad.
Asintió. Habíamos combatido juntos tantas veces que ya conocíamos nuestros recursos. Parecía tarea fácil. Hasta que surgieron otros dos escorpiones entre la maleza.
—¿Tres? —dijo Annabeth—. ¡No es posible! ¿Tienen el bosque entero y la mitad viene por nosotros?
Tragué saliva. Con uno podríamos. Con dos también, con un poco de suerte. Pero ¿con tres? Muy dudoso.
Los escorpiones arremetieron contra nosotros, agitando su cola erizada de púas y decididos a matarnos. Annabeth y yo pegamos la espalda a la roca más cercana.
—¿Escalamos? —sugerí.
—No hay tiempo.
Tenía razón. Los escorpiones nos rodeaban ya. Los teníamos tan cerca que veía sus espantosas bocas echando espumarajos ante el jugoso banquete que les esperaba.
—¡Cuidado! —Annabeth desvió un aguijón, golpeándolo con el plano de la espada.
Yo lancé una estocada con Contracorriente; el escorpión retrocedió y se puso fuera de mi alcance. Trepamos de lado por las rocas, aunque los escorpiones nos seguían. Asesté un mandoble a otro, pero cualquier maniobra de ataque implicaba un gran peligro. Si intentabas herirlos en el cuerpo, te descargaban desde arriba el aguijón de la cola. Si por el contrario pretendías darles un tajo en la cola, trataban de agarrarte con sus pinzas desde ambos lados. Nuestra única opción era defendernos, pero no lograríamos aguantar mucho tiempo.
Di otro paso de lado y de repente descubrí que no había nada detrás. Era una grieta entre dos rocas enormes. Seguramente había pasado por allí un millón de veces sin fijarme.
—Aquí —dije.
Annabeth lanzó una estocada y luego me miró como si me hubiese vuelto loco.
—¿Ahí? Es demasiado estrecho.
—Yo te cubro. ¡Venga!
Se agazapó a mi espalda y empezó a apretujarse entre las dos rocas. Entonces soltó un grito y se agarró de las correas de mi armadura. Noté que me arrastraba y caí en un pozo que, habría jurado, no estaba allí un momento antes. Desde abajo, vi los escorpiones, el cielo cárdeno y las sombras de los árboles; luego el agujero se cerró como el obturador de una cámara y nos quedamos a oscuras.
Sólo se oía el eco de nuestra respiración agitada. La roca estaba húmeda y fría. Me había quedado sentado en un suelo lleno de huecos que parecía hecho de ladrillo.
Alcé a Contracorriente. El leve resplandor de su hoja iluminó el rostro asustado de Annabeth y las paredes cubiertas de musgo.
—¿Dón… de estamos? —dijo Annabeth.
—A salvo de los escorpiones, al menos. —Procuré aparentar serenidad, pese a que estaba muerto de miedo. Aquella grieta no podía ser la entrada de una cueva. Si hubiera habido una cueva allí, lo habría sabido, de eso estaba seguro. Era como si la tierra se hubiese abierto y nos hubiera tragado. En ese momento sólo podía pensar en la fisura del pabellón del comedor por donde habían desaparecido los esqueletos el verano anterior. Me preguntaba si nos habría ocurrido lo mismo a nosotros.
Levanté la espada para iluminar mejor.
—Es una caverna muy grande —murmuré.
Annabeth se aferró de mi brazo.
—No es una cueva. Es un pasadizo.
Tenía razón. Sentí que la oscuridad frente a nosotros estaba vacía. Me llegaba una brisa caliente, como en los túneles del metro, sólo que aquélla parecía más rancia, más antigua, quizá más peligrosa.
Empecé a avanzar, pero ella me detuvo.
—No des ni un paso —me advirtió—. Hemos de encontrar la salida.
Ahora parecía asustada de verdad.
—Está bien —le prometí—. Es sólo…
Levanté la vista y comprobé que no podía ver desde dónde habíamos caído. El techo era de piedra maciza y el pasadizo parecía extenderse interminablemente en ambas direcciones.
La mano de Annabeth se deslizó en la mía. En otras circunstancias me habría resultado embarazoso, pero allí, en medio de la oscuridad, me reconfortaba tener la seguridad de que estaba a mi lado. Era lo único de lo que estaba seguro.
—Dos pasos hacia atrás —me indicó.
Retrocedimos lentamente, como si estuviéramos en un campo de minas.
—Vale —dijo—. Déjame examinar las paredes.
—¿Para qué?
—La marca de Dédalo —respondió, como si eso tuviera algún sentido.
—Ah, bueno. ¿Qué clase de…?
—¡La tengo! —exclamó aliviada. Colocó la mano en la pared y apretó una delgada fisura, que empezó a emitir un resplandor azul. Surgió un símbolo griego: A, la letra delta.
El techo se deslizó sobre nuestras cabezas y volvimos a ver el cielo cubierto de estrellas, aunque más oscuro que antes. Aparecieron a un lado unos peldaños de metal que subían y oímos voces que nos llamaban a gritos.
—¡Percy! ¡Annabeth! —La voz de Tyson era la que sonaba con más fuerza, aunque se oían muchas otras.
Miré nervioso a Annabeth y empezamos a subir.
* * *
Tras rodear las rocas nos tropezamos con Clarisse y un montón de campistas que portaban antorchas.
—¿Dónde os habíais metidos? —preguntó ésta—. Hace una burrada de tiempo que os estamos buscando.
—Pero si sólo han sido unos minutos —repliqué.
Quirón se acercó al trote, seguido de Tyson y Grover.
—¡Percy! —exclamó Tyson—. ¿Estás bien?
—Perfectamente —aseguré—. Nos hemos caído en un agujero.
Todos los demás me miraron con aire escéptico y luego se volvieron para observar a Annabeth.
—¡En serio! —insistí—. Nos perseguían tres escorpiones, así que echamos a correr y nos escondimos entre las rocas. Pero fue sólo un minuto…
—Habéis desaparecido durante casi una hora —declaró Quirón—. El juego ha terminado.
—Sí —masculló Grover—. Habríamos ganado, pero un cíclope se me ha sentado encima.
—¡Ha sido un accidente! —protestó Tyson, y estornudó.
Clarisse llevaba los laureles de oro, pero ni siquiera había alardeado de ello, cosa nada normal en ella.
—¿Un agujero? —dijo, suspicaz.
Annabeth respiró hondo. Miró a los demás campistas.
—Quirón… tal vez tendríamos que hablar en la Casa Grande.
Clarisse sofocó un grito.
—Lo has encontrado, ¿verdad?
Annabeth se mordió el labio.
—Yo… Sí. Bueno, los dos.
Todos los campistas empezaron a hacer preguntas, tan desconcertados como yo mismo, pero Quirón alzó una mano para imponer silencio.
—Ni esta noche es el momento ni éste el lugar adecuado. —Observó las rocas, como si acabara de descubrir lo peligrosas que eran—. Regresad a las cabañas. Dormid un poco. Habéis jugado bien, pero ya ha pasado el toque de queda hace rato.
Se alzaron murmullos y quejas, pero todos se fueron retirando poco a poco, hablando entre ellos y lanzándome miradas suspicaces.
—Esto lo explica todo —dijo Clarisse—. Explica lo que Luke anda buscando.
—A ver, un momento —intervine—. ¿A qué te refieres? ¿Qué hemos encontrado?
Annabeth se volvió hacia mí con una sombra de inquietud en la mirada.
—Una entrada al laberinto. Una posible vía de invasión en el corazón mismo del campamento.