El miedo no tiene principio ni final y la muerte se ha hecho grande cuando acaba de hacerse mínimo el silencio. Por una vez no son la misma cosa la muerte y el silencio. Porque a la ausencia de los hombres y mujeres del monte ha sucedido la memoria y hay una piedra blanca que los recordará siempre cerca de donde murieron el maestro Pastor Vázquez y Nicasio. Han pasado muchos años, treinta por lo menos, desde que se fueron los últimos maquis y desde que mataron a los que no consiguieron salvarse cruzando la frontera. Pero en esa historia siempre hay un lado que permanece en sombras y cuando se lo digo a mi madre no yerra nunca las palabras

—Déjate de tonterías, eran ellos quienes luchaban de verdad, nosotras sólo sufríamos aquí abajo, sólo eso.

Y fueron ellas, mi madre, Rosario y tantas otras mujeres quienes hicieron de la intimidad de su dolor un frente inexpugnable a la barbarie de los fascistas. Mataron a Rosario, la mujer de Nicasio, y su nombre estuvo proscrito, como los nombres que cayeron en el monte, hasta ayer mismo y hasta ayer mismo sólo hubo recelos y olvidos donde antes se debatió la vida para sobrevivir con dignidad por los territorios del miedo.

Las mujeres enlutaron sus voces y salían de sus habitaciones clausuradas al sexo y al afecto con la cabeza hundida en el misterio, como si fueran mujeres invisibles, como si no existieran más que a través de sus vestidos negros y la tristeza infinita que se quedaba a vivir todos los días en sus ojos.Y aguardaban la llamada del Cerro de los Curas y allí descubrían la otra mitad del miedo, la que a ellas les faltaba para completar del todo el territorio extremo de la desesperación.Y allí cumplían el rito del encuentro, la lealtad a los suyos, a los de allá arriba y a los que se quedaban rumiando el silencio por las calles del pueblo, el sentido último de la esperanza juntando el amor y el desasosiego por las trochas enrevesadas de los montes. Mi madre tiene hoy setenta y cinco años y aún baja al cementerio todos los domingos. Se queda mirando un rato la tumba de mi padre y alguna vez me dice que se acuerda como si fuera ahora de la tarde en que lo mataron en la plaza. Y que también recuerda cómo se llevaron escoltado al guardia civil que no quiso que lo fusilaran antes de curar sus heridas y de que lo juzgaran en Valencia o donde fuera. Pero eso lo dice mi madre sólo de vez en cuando, porque ha aprendido a recordar y sólo recuerda lo bueno, lo guapo que era mi padre, los bailes de la Agrícola, las noches de amor que pasaban en invierno

Abrázame fuerte, Sebastián, abrázame fuerte y caliéntame el miedo.

Pero hay otra memoria que es la memoria maltrecha de los vencidos, la que ha ido creciendo frente a los paredones inmensos del silencio levantados cuando se acabó la guerra, cuando se acabaron las dos guerras, primero la de todos contra todos y luego la que hicieron unos pocos en el monte contra casi todos. No estaban locos y lo que hicieron fue enfrentarse con valentía, bastantes veces con torpeza, a los designios macabros de una victoria que sólo había dejado un paisaje de muertos a su paso. O a lo mejor estaban locos y por eso se echaron al monte para vivir como las cabras entre las aliagas y los bosques de sabinas.

Hoy ha crecido su memoria y lo que hubo de leyenda en su trasiego por la guerra sigue alimentando el imaginario inocente de los más jóvenes. Pero las leyendas se acaban donde empieza la historia y donde las palabras han ocupado definitivamente los laberintos obscenos del silencio. Algunos domingos voy con mi madre al cementerio y recordamos la tarde en que trasladamos los restos de mi padre a un nicho como los demás. Sólo había en el hoyo del cementerio civil donde le enterraron unos cuantos trapos y seis o siete pedazos de plomo mezclados con el polvo del tiempo y de sus huesos. A los demás muertos se los llevaron fuera de Los Yesares y nunca supimos qué hicieron con ellos. Tampoco supimos nunca qué había sido del cabo Bustamante y por el pueblo se dijo que tuvo una muerte mala y que su mujer y sus hijos le abandonaron como a un perro borracho. Allá ellos, los civiles, con su memoria, que nosotros tenemos la nuestra y en ella descubriremos lo más profundo de nuestros sentimientos. Quienes andan a sus anchas por el pueblo son el alcalde de entonces y los falangistas de siempre, ya guiñapos viejos, reconvertidos a la moral nueva de los herederos del yugo y de las flechas. Escondieron a la luz sus viejas consignas y Mariano del Toro fue el primer alcalde de la democracia en Los Yesares con el retrato de Adolfo Suárez en la cabecera de su cama. Delmiro Perales, el jefe de Falange que durante muchos años ocupó un alto cargo en Valencia, se murió hace poco y hubo misa cantada en un funeral rodeado de humillación y dicen que la iglesia olía a bolas de alcanfor por entre los vestidos grises y las camisas blancas recién planchadas de la concurrencia.

Algún domingo, cuando subimos hacia el pueblo desde el cementerio, miro a mi madre y es como si no hubiera pasado el tiempo. Entonces ella se da cuenta y dice lo de siempre, que ya está bien de recordar las cosas malas, que estamos en otros tiempos y que ahora todo será de otra manera en Los Yesares y en el mundo

—Más vale que te preocupes de que tus hijos sean buenos estudiantes, más vale eso y que te dejes de recuerdos y recuerdos.

Lo que nunca le digo es que todas las noches, desde hace casi cuarenta años, me miro las manos antes de dormirme y veo cómo las uñas no han perdido ese color azul que le pintaron los guardias una tarde oscura en que quise morirme de dolor o echarme al monte para seguir los pasos de mi padre. Y no le hablo de ese futuro que a ella se le ha abierto como una brecha feliz a la esperanza. No le hablo de ese futuro porque es muy difícil convertir a las palabras en una de esas bolas de cristal que usan las brujas y los adivinos en las barracas de feria, cuando todos los años por San Blas llegan los saltimbanquis y los toreros a las fiestas del pueblo.

FIN

En Gestalgar (La Serranía, Valencia), entre los meses de enero y septiembre de 1996