Se miraron primero a los pies de la sabina centenaria, cerca de La Canaleja. Le habían dicho que les subiera comida al Cerro de los Curas y Rosario estaba mirando a Nicasio como se miraban cuando eran novios en el baile del trinquete, antes de la guerra, unos meses antes de la guerra. En el escenario cantaba y tocaba el acordeón un hombre vestido como si fuera un cantante cubano. Muchos años después, cuando la guerra era un recuerdo infame en Los Yesares, ese hombre regresaría a los bailes de La Agrícola acompañado de un niño y cantaban canciones del Caribe, «chivachivá, cubaná» cantaba el niño y el hombre seguía tocando el acordeón como si fuera un junco torcido por el tiempo.
—No sé por qué no bajáis ya, esto no puede durar así como está durando
—No seas quejica, mujer, que son cuatro días, los aliados van a ganar la guerra mundial y Franco tendrá que salir de España cagando leches
—Eso lo decís desde hace años y mira tú cómo te has quedado, que te estás quedando como la caña de la electricidad y tú que sabrás de esas cosas de los aliados, qué sabrás tú de esas cosas
—Yo sé que te voy a romper en mil pedazos antes de que los americanos entren en Valencia.
Sobre el manto verde del Cerro de los Curas Rosario toca la piel oscura del hombre que duerme a su lado como si fuera un niño. Se lo dicen en el pueblo, que Nicasio es un inocente que se dejó comer la cabeza por los otros del monte, que él no debía nada a los nacionales y que no tenía por qué haber huido al monte como si fuera un malaje y en la guerra se hubiera ensañado con el cura o con el Jefe de la Hermandad o con Delmiro Perales, el jefe de Falange que ahora anda de cargo importante del Gobierno en la capital. La mujer toca el silencio dormido de Nicasio y le cuenta la historia perdida de un sueño que a veces le viene a la cabeza
—Era domingo y estábamos en el baile del trinquete y entonces llegaba un coche azul y entraba en el baile y la gente nos separábamos para dejarle paso y el coche se subía al escenario y de él se bajaba un hombre vestido con un abrigo de pieles y nos decía que si entre el público había un tal Nicasio el de la Negra que Antonio Machín lo quería contratar de cantante en su orquesta y le estaba esperando en una sala de fiestas de Santiago de Cuba y entonces salías tú y decías yo soy Nicasio el de la Negra y no sé cantar pero me gusta mucho tocar las maracas y el del coche contestaba que eso no era importante que lo importante era que Machín te quería en su orquesta y ya aprenderías a cantar «Dos gardenias» y «Angelitos negros» en la sala de fiestas con su profesor de orquesta y entonces tú subías al coche azul y salías del pueblo y yo soñaba que algún día regresarías para casarnos y entonces cuando soñaba eso de regresar para casarnos venía la guerra y tú volvías al pueblo para echarte al monte y antes nos casamos en el ayuntamiento para que nada pudiera separarnos ni los fusiles ni las ametralladoras ni nada y luego te fuiste y ya te veía muerto en la masada del Campillo.
La desnudez de Rosario es blanca como la escarcha de octubre en el Cerro de los Curas y Nicasio la cubre con la oscuridad del silencio, de la torpeza, de una propensión suya a la torpeza
—Es que lo tuyo, Nicasio, es que eres más torpe, es que me tocas y me haces una moradura donde me tocas
—Muy delicada eres tú, ni que fueras la Virgen de los Dolores
—Que sabrás tú mucho de vírgenes, venga
—Yo sé de lo que sé y te voy a encender como a una mecha.
Y ahora se miran desde la desnudez a rayas blancas y negras de la tarde en el monte. Y Nicasio ha entrado en la carne de Rosario como si entrara en el túnel luminoso de la vida, en un paisaje verde de higueras silvestres y tomillo, en la mirada lejana y a veces triste de Rosario cuando estaba cosiendo un jersey de otoño para subirlo al monte con la comida de los huidos. Fuera de la casa el sol se ha ido por las copas oscuras de la sabina centenaria de la Canaleja.
Y cuando se despiertan del sueño, regresa Rosario por los caminos húmedos de Cochichillas, a buscar otro silencio que no sea el de los montes, a lo mejor su eco, la reverberación de la música al rebotar en la piedra desnuda sembrada de coscojas. Es entonces, mientras baja cantando «Dos gardenias», cuando los guardias le preguntan si es la mujer de Nicasio Valero García, el de la Negra. Como en el sueño del coche azul que le acaba de contar a su hombre dormido. Y antes de contestar se tapa la cara con las manos, por si acaso le disparan y le quitan el sueño de repente.