Le ha puesto el termómetro en la ingle a la niña de tres años y es como si toda la calentura del mundo se hubiera concentrado en su frente de color blanco como las casas del pueblo. La mira despacio, sin las prisas que siempre están rodando por la casa, y piensa en hace un mes, cuando bajaron del Cerro de los Curas los del monte y le metieron la amenaza en el cuerpo a su marido. Llamaron a la puerta y en la calle sólo había ladridos de perro y lo demás silencio, el mismo silencio de todos los inviernos de la vida en Los Yesares. El hombre estaba en el porche con los conejos y sólo escuchó las voces de su mujer llamándole desde abajo

—Que bajes, Máximo, que aquí te buscan

y Rufina no escuchaba más que las quejas del marido, que quién era, que a estas horas, que los conejos, y bajó al final por la escalera de yeso protegida en los cantos con listones de madera. Y cuando les vio allí, con sus mantas y sus camisas de franela y sus chaquetas de pana sucia y húmeda, sólo se fijó en las pistolas y en su cara de odio y en sus manos llenas de manchas y temblores. Eso es lo que contaría luego en el cuartelillo al cabo Bustamante, mientras cantaban las gallinas en el corral que daba a la acequia y el guardia Antonio Rausell Todolí se mojaba las manos en el sudor que humedecía las paredes del despacho. Pero eso lo contaría luego en el cuartel y cuando bajó del porche y se encontró con Nicasio el de la Negra lo que hizo fue preguntarle si podía hacer algo por ellos, por él y por los del monte y miraba de reojo a los otros dos hombres que no conocía porque lo más seguro es que no fueran de por allí y que hubieran llegado de los montes de Canales o de Santa Cruz de Moya. También ese detalle de su procedencia se lo contaría tal cual al cabo Bustamante y al llegar a ese extremo ya le habían dicho los dos guardias que como Los Yesares era un cagado de pueblo pues que por eso pasaba lo que pasaba, que los huidos hacían lo que les salía de las pelotas y que como las cosas siguieran de esa manera la guardia civil tendría que empezar a sospechar de la gente del pueblo y que ya sospechaban de algunos que parecía que no pero era que sí

—Y como no cambien ustedes vamos a zurrar la badana de lo lindo en este pueblo, Máximo, que así no podemos seguir

le decía Bustamante como si fuera un sermón del cura don Cosme.

Le metieron la amenaza en el cuerpo los del monte

—Fue el de la Negra, cabo, a los otros ni les he visto en mi vida, igual vienen de Canales o de Santa Cruz o vete a saber, pero no eran de por aquí, eso seguro

y él sólo pensó en que lo iban a matar, sólo en que lo iban a matar allí mismo, delante de su mujer

—Sueltas mucho la boca, Máximo, y eso no es bueno. Tú y yo empezamos juntos en esto de vivir y de ir tirando y no puedes ahora volverte del revés, sabes que la lengua siempre es una y lo demás no es de bondad, lo sabes

y se imagina el cañón frío de la pistola entre los dientes, mientras Rufina mira, sólo mira, al pie de la escalera, por si se despierta la niña y se encuentra con las pistolas y con la noche llena de amenazas oscuras en la casa.

—Es que estáis locos, Nicasio, es que la guerra os ha vuelto a todos locos y eso no es manera de vivir

—Lo único que te digo es que cuidado con la boca, Máximo, que cuidado con la boca, porque como sepa que vuelves a piar te juro que te pego un tiro y se acabó el vivir o lo que sea

—Estáis locos

y cuando se fueron, en la casa se quedaron el silencio y un goterón de lluvia que esperaba en el tejado. La mujer subió al cuarto de la niña y la sintió dormida, ajena al otro silencio de la planta baja que se dejaron los del monte. Le rozó la frente y la fiebre no llegará hasta un mes después y le aliviará el frío del cuerpo con una infusión de tomillo y yerbabuena y le frotará la piel con vapor de eucalipto para que no se muera.