El estanco de la tía Cecilia está en la calle Mayor y Paco Cermeño estaba empalmando dos cables de la luz para iluminar la entrada a la casa. Le sujetaba la escalera Salvador, el hijo del Puentero, que siempre andaba de aquí para allá y un día le pegaron los guardias por bajar el brazo y rascarse la nariz mientras se izaba la bandera del ayuntamiento
—Menuda paliza, chaval, ya ves lo que cuesta una picadura de mosquito
—No, si no fue un mosquito, tío Vatios, es que a mí no me gusta lo de la bandera y pensaba que rascarse la nariz no está condenado por los civiles
—Aquí todo está condenado, sea con mosquito o sin mosquito, chaval
y Paco Cermeño seguía con los empalmes y la casa a oscuras
—¿Sabe usted que los guardias viven como conejos en los cabos?, siempre allí encerrados, sin ver a nadie, y claro, si allí coge uno un resfriado no se escapan los demás. Un día estuvieron sin venir a la escuela todos los críos del cuartel porque todos estaban cagando de diarrea
—No me extraña que te arrearan los guardias, chaval, venga, alcánzame ese cable y a ver si acabamos de una vez con este lío, que a este paso no habrá luz en el estanco hasta que le salgan barbas a la Virgen de los Remedios
—Si le oyen los civiles le pelan al cero, tío Vatios, seguro que no se escapa de pelarle al cero si le oyen decir eso de la Virgen.
La luz se hizo en la entrada del estanco y cuando Paco Cermeño echaba pie a tierra se le escapó la mano y fue a dar con los huesos en el suelo
—¡Me cago en la Virgen!, menudo sopapo, chaval, ayúdame a levantarme, anda, no te quedes ahí pasmado y échame una mano.
La mano se la echó el cabo Bustamante, que en esos momentos pasaba por allí y le invitó amablemente a acompañarle a la farmacia de Venancio Escartín
—Ven conmigo, Paco, y que te eche un vistazo a esa pierna Venancio, igual te pone una pomada y te arregla los dolores
—No se preocupe, señor cabo, que no ha sido nada, sólo el trompazo y el susto al perder el pie, que es como si te fueras a caer Peña María abajo
—Anda, vamos y no te hagas el valiente, yo te acompaño.
El boticario se les quedó mirando y no vio nada raro en la pierna de Paco Cermeño, sólo una moradura insignificante en el muslo. Sacó una pomada de un estante y le dijo que se la aplicara tres veces al día
—Con eso vas que chutas, y a arreglar empalmes, venga, que de ésta no te mueres.
Y cuando ya se reía Paco Cermeño y sin susto ni nada se iba hacia la puerta, escuchó la voz de Bustamante
—No tan aprisa, hombre, que aún estamos a mitad de la cura.
El aceite de ricino que le ordenó sacar al farmacéutico sabía a diablos en las entrañas de Paco Cermeño y el niño Salvador lo miraba todo con cara de asco y de lástima y de rabia. Pero no decía nada porque ya había tenido bastante con los correazos por culpa de la bandera.
—Así aprenderá a no cagarse en la Virgen, Cermeño, que no es usted quién para cagarse en ningún sitio más que en la portadera, con el culo frío y a solas, para que no escampe el olor a mierda de los rojos como usted y otros cuantos. Y la próxima vez lo mando a Valencia para que le arreglen la lengua, que se lo juro yo por el honor del Cuerpo
y Paco Cermeño salió de la farmacia con el niño Salvador y se fue a su casa para vaciar las tripas sin que le diera tiempo, casi, a bajarse los pantalones.
Al día siguiente se fue al Cerro de los Curas y tres años después se enteró de la muerte de Salvador porque se la contó Sebas, una noche de lluvia y nieve en los alrededores de la masada
—Me lo ha dicho Ángel, ya sabes que eran muy amigos.
Ahora Paco Cermeño recuerda el ricino y no sabe muy bien si se cagó en la Virgen del Remedio o en la de los Dolores
—Pues me cago en las dos y en paz
y con los anteojos mira desde el monte las luces del pueblo que se vislumbra allá abajo
—Eso ya es Francia, Nicanor, seguro que es Francia.