Una noche llamaron a la puerta del horno y Manuel subió despacio la escalera que llevaba a la calle. Olía a humedad y a la pinocha demasiado verde que se amontonaba en la leñera. Allí dormía a veces mientras esperaba que la masa se abombara por el efecto de la levadura y escuchaba el reptar suave de las luciérnagas por los hilos de oscuridad que cruzaban los techos de madera vieja, cerraba los ojos y era como si estuviera viendo la cara triste de su hermano Miguel el día en que se iba a cumplir el servicio militar a África, después de tres años de guerra inútil por los frentes de Teruel

—Tenía que haberle hecho caso a Sebas y haberme tirado al monte, Manuel

—No sabes lo que dices, hombre, ¿qué querías, matar a la madre y que el padre se hubiera puesto malo para siempre y que nos hubieran molido a palos por tu culpa?

—Es que la cosa no tiene remedio, bien sabes que esto no tiene remedio, que yo me voy al desierto y cuando vuelva todo será como ahora

—¡Venga, no digas tonterías!, cuando vuelvas todo habrá cambiado y esto será otra cosa, ya lo verás, y no le digas a nadie lo de tirarte al monte que a la madre le va dar algo si se entera

—Bueno, Manuel, cuida de los padres y le dices a Dolores que tendrá un crío así de grande, se lo dices, ¿vale?

La mujer de Manuel tuvo una hija que se llamó Sunta y una noche soñó que se iba a morir mientras paría en la casa de la calle Larga, con don Antonio el médico mirándola como se mira a alguien que se está muriendo y ni el médico puede parar la muerte cuando a la muerte le da la gana de llegar a algún sitio y quedarse a vivir allí en vez de en otra parte. Cuando Sunta tenía dos años, se murió el tío Miguel, recién licenciado del servicio militar y la tarde en que don Antonio le tocó el pecho con la punta de los dedos y miró a Manuel con desgana Manuel supo que su hermano no se iría al monte y que la guerra continúa después de que se han firmado todos los partes de paz en los periódicos y en la radio. Miguel había regresado unos meses antes y estaba dispuesto a subir hasta el Cerro de los Curas, a la búsqueda de Ojos Azules y su cuadrilla y de su amigo Sebas

—Estos tres años no han servido de nada, ya lo decías tú, que no iban a servir de nada

—¿Y de qué iban a servir?, las cosas mira cómo están, mírate la cara, y la de Dolores, y la de los padres, ¿es que no os miráis las caras en este pueblo?

—Las caras no son nada, hay que mirar siempre por encima de las caras, Miguel, si no nos equivocamos siempre.

Enterraron a Miguel una tarde de miércoles en Los Yesares. Han pasado dos inviernos desde entonces y Manuel abre la puerta del horno

—Pasa rápido, hombre, no vayan a verte y tengamos la negra para siempre

le dice al hombre que espera con una gabardina llena de manchas de lluvia y una gorra de pana negra como la noche. Cuando Manuel deja caer la balda y asegura la puerta, Sebastián Fombuena vuelve a dejar la pistola en la cartuchera y se sopla las manos como si tuviera aire caliente en los pulmones.