La batida fue larga y estéril. Medio ejército de Franco parecía rodar por el monte a la busca y captura de los hombres del maquis. La muerte del maestro olía a venganza negra en la mirada turbia del cabo Bustamante y entonces aún podía el guardia Rausell Todolí tocar las huellas imprecisas de las liebres en el barrizal reseco de los cortafuegos. La ayuda solicitada por el alcalde y el comandante de puesto a la jefatura de Valencia se dejó oír y ahora regresan todos juntos, humillados en la vergüenza del fracaso, perdidos el honor castrense y las agallas en esa vuelta rabiosa a los murones desconchados del cuartel de Los Yesares. Cerca de Sote se les escapó Ojos Azules después de acorralarle en una tienda y cuando desaparecía entre los mojones que señalaban el via crucis los soldados se liaron a tiro limpio con la noche y la noche ardió como si fueran las fiestas del pueblo

—Se han vuelto locos …

decía la gente al abrigo del secreto

—… les disparaban a las gallinas y a las piedras.

De regreso a casa, el alcalde Mariano del Toro encaró con la escopeta a una ardilla, apretó el gatillo y la dejó en el sitio, colgando obscenamente de una rama que parecía la culata de un mosquetón

—Está loco o qué, señor alcalde

le dijo el cabo Bustamante

—Pues mira quién habla

le contestó el otro y preparó la escopeta para encararla de nuevo a la rama donde aún colgaba el sueño tranquilo de la ardilla.