Subieron al camión a Ojos Azules y los niños fueron corriendo detrás de ellos hasta la fuente que hay junto al cementerio. Antes le habían empujado fuera de la cuadra de los caballos y olía a cagada de bestia y a tiempo dormido en su cabeza, a memoria lejana y a una sensación de fragilidad que no sabía si era la fragilidad de la muerte presentida o qué era eso que sentía en las piernas cuando le obligaron a levantarse y a subir a la caja medio rota del camión lleno de soldados.

Corrieron los críos tras él y los uniformes hasta que los perdieron al llegar a la cuesta del cementerio y en la mirada de una de las niñas descubrió el prisionero la lentitud inmensa de la vida en Los Yesares, el espeso muladar donde se pudren las palabras, esa última posibilidad que los del monte tienen de escapar a la muerte cuando la gente del pueblo crezca desde la humillación y la vergüenza

—En este pueblo todo va despacio, como si hasta las calles y el río bajaran cansados desde la Peña María

le había dicho unos días antes de la emboscada a Sebas, mientras cortaban ramucha cerca de la masada y una zorra les miraba quieta desde un ribazo

—Pues no te veas si las calles y el río fueran cuesta arriba, que así no iban a llegar nunca a ningún sitio.

En las miradas de los soldados hay algo parecido a la tristeza, como si estuvieran cansados de mirar, como si no fuera la primera vez que veían a ese prisionero cuya custodia les había sido encargada por la superioridad de una manera especial

—En Valencia dicen que te has cargado más de veinte guardias civiles

le ha dicho uno de los militares, acercándole un cigarrillo y la brasa amarilla del chisquero

—Y también dicen que eres un tipo peligroso, que te vuelves loco cuando aprietas el gatillo de la pistola, y que te va a fusilar un batallón entero para que no te quede un segundo de vida contra la tapia del cementerio cuando se vacíen los cargadores.

Al soldado le han dicho que no hable, que se calle y deje en paz al prisionero

—Es que estoy hasta los cojones de estar callado, que a este paso se nos va a olvidar cómo se habla y vamos a parecer todos mudos, ¿o no?

—Pues te callas ya y te dejas de tonterías.

Entre el polvo de la carretera se quedaron los niños y en la caja del camión se balancean las miradas vacías de los soldados. El sol, en esas horas de la mañana, está alto, y no se mueve una rama de los algarrobos que bordean el camino.

—Gracias por el cigarro

ha dicho el prisionero.

Y el otro sólo ha movido la cabeza. Arriba y abajo. Sólo una vez. Sólo una. Y se ha vuelto a mirar el fondo oscuro del barranco.