Llueve desde hace un mes en los tejados de las casas y siempre es de noche en Los Yesares. Por las calles se escurren las mangas estrechas del silencio y al girar una esquina te puedes encontrar el balón húmedo de los juegos infantiles, la cuerda de colores grises que sirvió a las niñas de Miteria para saltar jugando la distancia que hay entre la risa y un dibujo hecho al lápiz negro de las lágrimas. Sentado a la puerta de su casa, en la calle de la acequia, el viejo Félix sabe que la muerte es el paisaje cercano y único al que se es leal hasta el último instante: la muerte y este pueblo, dice el viejo al que se le murió la mujer hace unos meses y un hijo que acababa de regresar al pueblo, recién cumplido el servicio militar en África. En el otro extremo del mundo, Los Yesares es un río y los montes que rodean las casas donde se juntan a dormir el olvido y una memoria antigua cercada por el silencio.

La guerra fue una balsa de sangre en todas partes y en este pueblo se han quedado a vivir un recuerdo infame y sus secuelas, la maldita cercanía del dolor, esa garganta ciega que se calla lo que tanto necesita y echa en falta: el sabor dulce de las palabras, los paseos tranquilos por la edad y una infancia que tuvo, aunque a lo mejor sin saber las razones que justificaran ése y no otro cualquiera, el color tembloroso del crepúsculo. La inocencia es el tiempo retenido en las calles oscuras del destierro, la voluntad de Sunta y de su primo Héctor y de los otros niños de Los Yesares de seguir inventando un mundo que no existe, el canto de un pájaro moribundo que se engordó hasta explotar como una bomba en ese lugar último donde los nombres son los nombres infelices de una derrota que intentan vengar las cuadrillas que siguen haciendo la guerra en las gargantas torrenciales de los montes.

Un día de 1941, Nicasio Valero García se casó con Rosario Suay, la de los Zurdos, y se fueron a Valencia de viaje de bodas. Salieron de Los Yesares en el autobús de las seis de la mañana y llegaron casi de noche a la ciudad. Cuando se desnudaron a oscuras en la habitación húmeda de una fonda de la Plaza del Collado, ella le tocó una raya gorda en la espalda

—Son cosas de la rabia, Rosario, no hagas caso y mira esta otra raya que tengo aquí abajo

le dijo el hombre y Rosario miró donde le decía su marido, con la vergüenza de las mujeres en esos trances tan raros para ellas, con la sonrisa que les pinta esa vergüenza injusta, con la mano temblorosa que busca la raya gorda que no es la misma raya que la rabia dejó pintada en la espalda de Nicasio. Se metieron bajo las mantas y salieron cuando ya era de día y pasearon por el mercado central y vieron la Lonja y compraron camisetas de felpa y tela para cortinas en la Plaza Redonda.

—Te hicieron eso en la cárcel

le dijo ella medio dormida en el autobús de vuelta a Los Yesares

—No hagas caso, mujer, es mala cosa si nos ponemos a recordar cosas pasadas

—Es que yo creo que no nos dejan ni recordar, Nicasio, que no nos dejan ni eso

—¿Y quién te mete a ti esas cosas en la cabeza?, dejemos en paz a la ruina, mujer, dejémosla en paz y vivamos tranquilos.

El autobús bordeaba los barrancos de color verde doblándose en las curvas marrones que cerraban el paso a la luz triste de los faros, y parecía que se iba a romper de un momento a otro

—Cuando el viejo Benito llevaba este cacharro se le rompieron los frenos y se cayó barranco abajo, cerca de las minas de arena donde mataron a Feliciano el de Landilla

—Ahora hablas tú de muertos, hablas de muertos y no quieres que yo hable de lo que hablo

—Yo hablo del viejo Benito, que llevaba este cacharro hasta hace poco y ahora, al pobre, le han llenado la posada de guardias civiles.

Cuando el motor se detuvo, la noche había caído en Los Yesares y unos niños saltaban de alegría alrededor del autobús y ayudaban al chófer a bajar los sacos con el Nodo y la película del domingo

—Anoche me gustaba tocarte la herida de la espalda, Nicasio.

Once meses después, Rosario tuvo un niño con el pelo negro y los ojos muy abiertos que se murió a los dos años de mucha calentura.