Las uñas de Angelín tienen el color oscuro de la noche. Le mira su madre como si estuviera mirando la piel quemada de un desconocido y hay en su mirada esa implacable serenidad que tantas veces llega con el desamparo. Ya no hay en las manos de Guadalupe más temblores que los del recuerdo, ya sólo ésos, los mismos de cuando recorría con esas manos la cara asustada de Sebastián y le decía que no se fuera al monte, que lo de la paliza del guardia Zunzunegui no podía ser un motivo tan fuerte que les obligara a la separación y a dejar al crío sin padre y con la madre siempre amenazada por los civiles
—Porque eso lo sabes, bien que lo sabes, Sebastián, que si te subes al Cerro no nos van a dejar tranquilos al Ángel ni a mí, claro que lo sabes
—Lo que sé es que a ese guardia lo voy a matar esta noche y así se acabarán sus palizas y el trajinar tanto con los fusilamientos, que le da gusto eso de llevar gente de los pueblos para que le den el paseo en Paterna y ya no hay más cojones que acabar de una vez con sus cabronadas
—Déjate estar de matar al guardia y a nadie, que te has puesto mal de la cabeza o qué, tanto con matar y matar, anda y no seas loco y ven
y Guadalupe le rozaba la cara con las manos y luego se las ponía en el delantal a cuadros grises y se limpiaba el sudor de Sebastián y los nervios que se la comían de la cabeza a los pies.
Y vuelve a mirar las uñas de Angelín y es como si entrara más negra la noche hasta el miedo. Y cuando le ha puesto primero agua fría y después aceite de oliva para que no se muera de dolor, Guadalupe no sabe si gritar o morirse allí mismo, si dominar la desesperación o bajar al río para que las aguas la lleven hasta el océano y seguir viviendo allí con los peces y los pájaros blancos que salen en el Nodo cuando aparece Franco tirando la caña al mar desde su barco. Se acurruca Angelín en el silencio y siente las manos como si fueran las manos de otro, como si ya no las tuviera y en su lugar hubiera sólo un vacío absurdo como hay un vacío absurdo en el camal volador de Hermenegildo
—No siento las manos, madre
dice. Y se las muestra así, quemadas, temblorosas, más negras que la noche.