Me duele el muñón y es como si me dolieran el cuerpo entero, la vida ésta que llevamos a trancas y barrancas, aquí caigo aquí me levanto y al final sólo nos quedará un suelo quemado por la guerra. Se pone del color de los juncos la cicatriz en las mañanas de invierno y el frío endurece los bordes astillados de la herida antigua y todo el día se convierte en un sufrimiento infame porque infame es la memoria que lo provoca. Una esquirla rebota en la cepa desnuda de un pedregal en la sierra de Teruel y alcanza la tranquilidad de la pierna sin que nada antes hiciera presagiar esa desgracia ni ninguna: tal vez la muerte sí, pero la muerte ya era entonces, como lo es ahora, algo tan habitual que formaba parte de nuestro paisaje, más que las heridas, más que los gritos de dolor, más que la rabia. Y sales de la guerra con una pierna menos, con el pantalón volando la irrisoria valentía del vacío, de un miembro sin carne, de una risa de hombre que habrá de pedir clemencia sin que se confunda esa clemencia con la humillación a que, con toda seguridad, le someterán quienes decidan sobre su vida, sobre la magnitud de sus heridas, sobre si lo fusilan en la cárcel o le dan un trabajo de tullido en el mismo ayuntamiento del pueblo donde acaban de izar la bandera de su victoria última y definitiva. Y decidieron la humillación, esa piedad que es el espejo donde no quisiera no tener que mirarse nunca, y así estoy, con el muñón ardiendo en las mañanas de invierno, soportando la mirada oblicua de los vencedores, que nunca te miran de frente, que sólo sientes que te miran porque hay miradas que se sienten sólo y no las ves pues si las vieras, y más aún si las vieras frente a frente y a la misma altura que la tuya, podría más la fuerza del horror que la clemencia y saldrías huyendo en busca de otra muerte que no sucediera día a día, lentamente, como lentamente caminan las tortugas en su paseo triste de cien años.

Esta mañana hay un dolor extraño en la herida y es como si ese dolor acercara otro llegado de la sierra, de la última noticia de los maquis anoche en el cine Musical

—Han matado al maestro y al crío de Guadalupe le han quemado los dedos y las uñas los civiles

y la cicatriz se ha hecho más grande porque ha de entrar en ella la memoria, el bullicio de los tiros que buscaban imprecisos las trincheras en la sierra de Teruel, aquella bomba inútil que sólo encontró sentido a su inutilidad cuando fue a parar inesperadamente hasta una piedra y luego, de rebote, se clavó en la pierna de un imbécil

—A ti te tenía que pasar, Hermenegildo

le dijo el capitán, que siempre pensó que Hermenegildo no servía para ser un buen soldado, que era más bien flojo de coraje, aunque no cobarde, no, que eso eran palabras mayores, decía el oficial como salvándole la vida a cada instante y el honor.

Han matado al maestro y cuando la bala le entraba en el cuerpo ardía yo con las fiebres de noviembre, con esa calentura que ataca siempre en esas fechas y pocas veces he podido ver la obra de José Zorrilla en el cine Musical y a Manuel y a Lino y a Matías y me dice Lorenzo que anoche le pegaron un tiro a don Abelardo, el maestro que no les cuenta a los críos más que la historia de Franco y sus generales y las victorias sangrientas de los moros, aunque él les quite los colores de la sangre y les añada, sólo, el brillo metálico de las medallas que lucen en sus retratos los bustos de los generales.

Y en ésa cercanía de la muerte última descubro la memoria de las otras muertes, las que sucedieron en la guerra que me costó la pierna y la vergüenza a que fui sometido por la piedad infame de los vencedores y en esa otra que no para de suceder en los montes para que la vida, o al menos un pedazo de vida, no acabe muriéndose de olvido por las calles de este pueblo. No sé si son ya demasiadas muertes pero a lo mejor sí que hay demasiado sufrimiento en el camino abierto de una guerra a otra y lo mismo hemos de pararnos a pensar si no será bueno que esto se acabe de una vez y dejar que el mundo siga su camino sin que nadie, ni los unos ni los otros, le ponga obstáculos de ninguna clase.

Anoche fue el maestro y con él se acaba una monstruosa servidumbre a la sinrazón, a la violencia enmascarada en las consignas negras que todas las mañanas escribía el muerto en las pizarras de la escuela. Y antes se llevaron los guardias a Valentín García y a su hijo Roque, y hace casi nada, en la Villa, también se dice que sacaron del pueblo a Norberto Sánchez y a Santiago Hernán, el hermano de Malvina la del Sotero, y que les dieron muerte en el cementerio de Paterna.Y así no hay manera de que la vida le gane puntos a la muerte y ahora le han quemado las uñas a Angelín para quemarles las entrañas a su padre y a los que van con él por el Cerro de los Curas

—No te canses, Hermenegildo, que esto se arregla en cuanto los aliados ganen la guerra mundial y entonces ya no tendrás que callarte la vergüenza cuando les mires a la cara y hasta puedas escupirles el desprecio por tantos años de lástima que te han hecho pasar

le decía Sebastián una noche en que bajó al pueblo y estuvo cenando en su casa y enterándose de cómo iban las cosas en el pueblo y cómo se las apañaban Guadalupe y su hijo

—La guerra mundial a saber quién la ganará y si la ganan los aliados como tú dices a saber qué harán con Franco y con nosotros

—Ese día nos emborrachamos y les cortamos de un tajo la rabia a los civiles, al alcalde y a ese don Abelardo que no para de meter cizaña en la escuela con los críos.

Anoche cayó don Abelardo y yo me moriré cuando me muera sin haberle visto la cara buena a la guerra mundial que tanta esperanza despertó en Sebas aquella madrugada. Y así, un día y otro y otro más, la guerra continúa y al final sólo quedarán en Los Yesares regueros de muerte y un cansancio que nos hará caminar como si la espalda pesara una tonelada y no pudiéramos con ella y con el silencio de los muertos

—El silencio de los vivos es más terrible aún que el de los muertos, Hermenegildo

le dijo un día el maestro Pastor Vázquez, que llegó al maquis desde Galicia y estuvo con Nicasio y Paco el Vatios en su casa una tarde del último febrero

—Todos los silencios son malos, don Vázquez, todos son malos y aquí no nos caben ya más de los unos ni de los otros.