A Damián Rubio Verderas le llamaron al cuartelillo un jueves por la tarde. Le llevó la orden por escrito la mujer del guardia Rodríguez Quintanilla, que estaba en Los Yesares desde hacía tres años y también se llamaba Antonio, como sus compañeros Rausell Todolí, Liébana Suárez y Fuentes Alba
—¿Y para qué me quieren en el cuartel?
le preguntó a la civila Damián, con la cara alta del orgullo recién afeitada de los sudores fríos del monte. Se pasaba la vida cortando fornilla por los picos de Marjana y en las noches de invierno se quedaba en los corrales donde se guarecían los rebaños de ovejas. Los sábados bajaba al pueblo, para echar la partida al julepe con Hermenegildo, Justino y Manuel el del horno, y se tomaba dos vasos de vino y una copa de cazalla para quitarse la gangrena del cuerpo
—Me tienen hasta los cojones los civiles, que no me los quito de encima y un día les voy a cortar los huevos con la sierra.
En La Agrícola jugaban a las cartas y Damián se jugaba el alma a cada envite. No tendría ni treinta años y llevaba desde los diez viviendo por los montes. En Marjana se confundían sus pasos con las huellas de las zorras y de los jabalíes y por eso los guardias le preguntaban siempre por los sitios donde los huidos transitaban como Pedro por su casa
—Y a mí qué me preguntan, yo sólo sé de fornilla y de cabras y de zorras, los maquis son cosa de ustedes y no mía ni de nadie
contestaba mientras encendía un caliqueño retorcido y miraba los bosques de sabinas y el tomillo.
El papel que le llevó la mujer de Quintanilla decía bien claro que le querían en el cuartel el jueves por la tarde, a las cinco, y que no faltara porque como faltara le iba a caer encima el peso de la ley establecida
—Entre la ley que no sé qué ley será y las hostias que me van a soltar sea la ley que sea, no sé qué coño hacer, si bajar al cuartel o quedarme en Marjana a dormir con las zorras
les decía a sus compañeros de partida el mismo sábado antes de la cena. Esa noche durmió mal y el domingo se fue al monte muy temprano, antes de que el sol asomara por los tejados marrones y encendiera los ojos quietos de las ratas mordiendo el verdín oscuro de las covaleras, medio hundidas por la humedad y el peso de la lluvia.
Cuando la tarde de jueves salió del cuerpo de guardia tenía una oreja rota, la espalda llena de moraduras y un mordisco de perro en la pierna izquierda. Le habían preguntado por Nicasio y Ojos Azules y les contestó que él sólo sabía de fornilla y hablar con las zorras y el romero y que los maquis no eran cosa suya, que eran cosa de los guardias y del ayuntamiento y la Falange. Don Antonio, el médico, le cosió la oreja y le puso aceite en las moraduras pero no le puso la vacuna contra la rabia porque dijo que los perros de los guardias no estaban rabiosos. Le curó la herida de la pierna con alcohol y la cubrió con una gasa para que no se infectara y luego, esa misma noche, Damián se fue al monte, a buscar rabo de gato y romero y aliviar con sus ungüentos el dolor y los chorros de sangre que supuraba por las vendas. Se durmió tranquilamente, bajo el efecto de una borrachera de madroños, y soñó que un día del mes de abril mataba a un guardia cerca de la Cueva de los Diablos. Cuando se despertó, se puso a mirar el bosque de sabinas que tenía enfrente y también vio las caras de Nicasio y de Sebas que habían llegado antes del amanecer y ya habían dispuesto en el poyo de piedra una ristra de chorizos, queso de cabra y un barral de vino negro, como el sueño de Damián después de la paliza.
Desde aquel día no se quitó de encima la tristeza. Abandonó las partidas de julepe y se pasaba los días mirando la plaza desde un rincón de La Agrícola. Muchos años después, cuando ya los maquis eran en Los Yesares un recuerdo escondido en los pliegues de la desmemoria, Damián se bebió una mezcla de herbicida y salfumán y se murió mientras lo llevaban a un hospital de Valencia para que le curaran por dentro. Era un Viernes Santo y precisamente ese día se cumplían cuarenta años desde que su padre se cortó el cuello con una hoz en la partida del Rajolar.