Guadalupe y Rosario hablan escondidas en la música de muertos de la radio. Siempre hablan así, escondidas en algún sitio, para que no las oiga nadie, para que luego no vaya nadie con el cuento de su conversación al alcalde, al jefe de Falange o a la Guardia Civil. En la casa de Rosario se ha metido el invierno de repente, como si el invierno fuera un conejo marrón que busca desesperadamente un cabo donde protegerse de los disparos de un cazador aparecido de pronto al otro lado de las coscojas. Como un conejo asustado se ha metido el invierno en la casa de Rosario donde hay una cantarera con el escullero abarrotado de cacharros de barro y la fotografía de su boda con Nicasio. En una alacena, junto a la chimenea, hay un reloj despertador con números romanos, la misma fotografía de la boda y otra del hijo que se murió cuando tenía dos años y su padre ya estaba con los huidos del monte. A Nicasio se lo dijo Justino, que subió al Cerro de los Curas la misma tarde de la desgracia

—Se ha muerto sin darse cuenta, no se quejaba ni lloraba, me ha dicho Rosario que te diga eso, que se murió tu hijo sin saber que se moría

—Es que morirse tan pronto no te da ni para conocer a la muerte, Justino, a lo mejor es eso, que el crío no sabía que se estaba muriendo y por eso no se quejaba de nada ni lloraba

—El alcalde decía en La Agrícola que a ver si tenías cojones para bajar al entierro

—Un día bajaré y será al suyo, que te lo digo yo y ya sabrá ese hijoputa lo que es morder en la rabia de uno cuando se le ha muerto un crío casi antes de nacer

—Rosario está bien, que dice que ni se te ocurra bajar al pueblo, que ni se te ocurra.

Nicasio se quedó en el monte y estuvo dos días sin hablar con nadie, sólo miraba el bosque de sabinas y los llanos que se extendían a lo lejos. Más de un mes vigilaron los civiles el cementerio noche y día y después bajó Nicasio una madrugada, saltó la tapia y se quedó un buen rato sentado junto al montón de tierra que cubría la tumba de su hijo.

—Estoy harta de todo lo que pasa, Guadalupe, que no puedo con mi alma y si esto no se acaba pronto acabaré pegándome un tiro y en paz

—Te vas a pegar tú un tiro no sé con qué, pues no estás tonta tú, Rosario, que si un tiro que si un tiro, no digas tonterías y bébete la malta y calla.

En la chimenea arden dos troncos de algarrobo y las mujeres hablan con las caras encendidas por el fuego

—Es que esto no va a parar nunca, que unos y otros nos están amargando y la gente ya no sabe qué hacer y qué no hacer, que llegan los del monte y nos dicen que hemos de estar con ellos y llegan luego los civiles y los de Falange y te hinchan a palos si no les dices lo que quieren

—Pero si tú no te has quejado nunca y ahora vienes con las quejas

—Es que no puedo más, que te lo digo y tú haces como si no me oyeras, pero no puedo más

—Yo es que como no me maten ya no sé qué más me pueden hacer, no me cabe una paliza más y a mi Ángel lo llevan frito en la escuela los hijos de los fascistas y el maestro, y los civiles no paran de asustarlo cuando se lo encuentran por la calle o donde sea

—Pero es que ya estamos muertas, Guadalupe, que ya estamos más muertas que los muertos de la guerra y no nos damos cuenta

—Eso lo dirás tú, pero si fuera verdad los civiles no nos pegarían como nos pegan porque nadie les pega palizas a los muertos, a los muertos se les entierra y en paz

—Y qué más da morirte de una vez o que te vayan matando a golpes todos los días

—Anda, bébete la malta y no digas tonterías, que si te oyera el Nicasio le iba a dar un patatús

—Yo les daría el patatús al Nicasio y al Sebas y a los otros, ya les daría yo el patatús.

Cuando Guadalupe regresaba a su casa tuvo un mal presentimiento, como si fuera una de esas brujas que viven en la tierra del Vatios y lo adivinan todo porque se pasan la vida viajando por el universo con sus bolas mágicas de cristal. Lo que no sabía entonces es que ese presentimiento se cumpliría tres días después, la tarde en que los civiles mataron a Rosario cuando bajaba del Cerro de los Curas.