Los ojos del tío Narciso bajaban por la calle de la Iglesia como si estuvieran muertos. Con las manos atadas a la espalda y la ropa hecha jirones le empujaban los soldados y al llegar a la plaza el alcalde les dijo a los presentes que hicieran con él lo que quisieran. Habían convocado a todo el pueblo y a esas horas no había en la plaza más de una docena de vecinos. El preso quedó allí, junto a la fuente, y nadie movía un pie para acercársele. El alcalde repitió la invitación y sólo encontró el silencio por respuesta.

El tío Narciso había sido el jefe de la comuna anarquista de Pedralba y nadie en los alrededores hablaba mal de su comportamiento durante la guerra. Antes al contrario, había favorecido a los dos bandos en litigio, a las izquierdas y a las derechas, y ninguna voz se levantó en su contra al acabar la contienda.

Pero necesitaban la muerte ejemplar, los fascistas de mierda necesitaban matar para que el ejemplo de un pedazo de guerra lo menos sangriento posible muriera con el tío Narciso.

Se podía cortar el silencio en la plaza de Pedralba y los ojos del tío Narciso seguían sin mirar a ninguna parte, sin mirar a nadie para que nadie se sintiera obligado a nada, ni a golpearle ni a perdonarle la vida por lástima o por lo que fuera. De las doce personas escasas, al final sólo quedaron cuatro y los soldados. Y en la última arenga del alcalde, se adelantó hasta el prisionero Alberto Perepérez, un labrador rico del pueblo, y le rompió una rama de algarrobo en la espalda.

Al día siguiente lo fusilaron en el cementerio de Paterna y cuando se enteró Federica Montseny dicen que se pasó toda la noche llorando. Entonces Ángel, el hijo de Sebastián y Guadalupe, no había cumplido los cinco años y la muerte del tío Narciso se la contaron luego, cuando estaba a punto de cumplir los veinte y tenía en Los Yesares una novia que se llamaba Asunción. Ángel también tenía unas manchas oscuras en las uñas que no se iban nunca, aunque las restregara con lejía y estropajo todos los días de su vida.