Juanita está cansada del cuartel, de su marido Gervasio Bustamante, de los niños que son como dos niños tontos que sólo saben cazar pájaros con un cepo en los barrizales del patio. Un día se sentó en la cama a media tarde y se pasó dos horas mirando las fotos de la boda y las que se había hecho de joven con sus amigas del pueblo. En una de esas fotos aparecía con Silveria y Adela, y eran como tres viajeras intrépidas en un avión supersónico. Las nubes envolvían la cola del aparato y las tres sonreían y miraban desde el telón azul del estudio fotográfico al aire libre como si estuvieran viviendo la aventura más hermosa de sus vidas. Entonces no conocía a Gervasio Bustamante y cuando le conoció, recién llegado al pueblo con el flamante uniforme de guardia civil, se enamoró perdidamente de su porte altivo y una gallardía que con el tiempo se fue convirtiendo en mal vivir y zafiedad. Tuvo los hijos muy pronto y ahora, en Los Yesares, siente que el tiempo se quedó detenido en aquella fotografía de color amarillo que se hicieron una tarde de feria las amigas. La vida ha de ser algo más de lo que se encierra, día tras día, en las cuatro paredes grises del cuartel, algo más, también, que los gritos de Guadalupe y su familia y las familias de los rojos en el puesto de guardia cuando les muelen a palos para que denuncien a los suyos. Ha de ser la vida algo más que ella no sabe pero intuye y algún día ha de abandonar la casa y al guardia civil y hasta a sus hijos si hace falta porque lo primero es la vida de una y después ya vendrán las vidas de los demás.

La locura del pueblo atraviesa los murones gordos del cuartel y hasta que no se acaben las guerras entre los unos y los otros, entre los guardias y esa gente que anda huida por el monte, no habrá tranquilidad en ninguna parte. Ella parece tonta y sólo es una estatua más en Los Yesares, una más de las mujeres que no hacen otra cosa que vivir en silencio bajo el silencio más espeso de los hombres, más poderoso porque hasta en el silencio hay categorías y categorías y el de las mujeres siempre será, como todo, un silencio que a ella y a las otras les habrá de llegar por delegación, por herencia y porque serán ellas el eslabón perdido entre el tiempo real y el que sólo existe en la cabeza de la gente. Y para ella, para la Juanita sumisa a los paredones del cuartel y a las gallardías mezquinas de su marido, ya hace mucho que ese tiempo no es más que un calendario viejo que se quedó colgado en la habitación estrecha de su casa en el pueblo, el día en que salió del brazo de sus mejores amigas y, olvidando la sonrisa de otro día de fiesta en los huecos falsos de un avión de mentiras, entraba en la iglesia para casarse con el guardia civil Gervasio Bustamante. Y ahora, con dos hijos tontos y un marido que se vuelve más loco cada día que pasa, está sentada en la cama de matrimonio que llevan arrastrando de pueblo en pueblo y lo que les queda como a Bustamante no le peguen un tiro los del monte. Diez años llevan dando vueltas por el mundo y es como si ya hubieran transcurrido más de veinte o más de treinta y ella y su marido y los dos hijos tontos fueran unas momias como ésas que salen en las películas de terror.

Y cuando piensa en las momias y en las películas sonríe porque está convencida de que los hombres tienen más miedo que las mujeres pues a más valor le ha de tocar una ración de miedo más grande. Eso piensa Juanita y cuando lo piensa sonríe y vuelve a los pañuelos que está bordando con las iniciales de su marido. El día en que volvieron más loca a Guadalupe, la mujer de Sebas el huido, ella escuchaba sus gritos de dolor desde la habitación donde borda los pañuelos y se tapaba los oídos para que la locura no se la comiera también a ella, para que no la igualara, precisamente en eso, a Antonio Rausell, a su marido, a los demás civiles del cuartel que golpeaban sin descanso para vengarse de una bomba colocada por los maquis en la central eléctrica. Esa noche, ella y Mercedes, la joven mujer del guardia Pérez Expósito, se pasaron hasta la madrugada mirando juntas la oscuridad de las montañas, en silencio como si estuvieran muertas, con el cuerpo lleno de negrura como si tuvieran el cuerpo de Guadalupe, llenas de miedo, como si no fueran las mujeres de los guardias. El año 1950 no está siendo un buen año para nadie y en la memoria de Juanita hay un avión adolescente en una fotografía de color amarillo y la muerte de Isidoro, del loco Isidoro que sacrificaba a las cabras para que no se comieran el mundo a dentelladas como si fueran demonios criados en el infierno. A Isidoro se lo llevaron una noche a la casa de locos de la capital y allí se pasaba las horas mirando por la ventana las copas de los árboles, gritando cuando le metían la electricidad en la cabeza, llorando sin parar mientras los enfermeros le decían que no se preocupara, que pronto iba a volver a su pueblo y a cuidar de sus cabras. Y después de tres años Isidoro regresó a su pueblo lleno de electricidad por dentro y por fuera, vacío de carne porque estaba flaco como una cabra muerta en los charcos oscuros de los alcornocales, triste. Regresó Isidoro a sus cabras y una tarde se metió el cuchillo por la cabeza y lo empujaba como le empujaban a él los enfermeros cuando le llevaban a la sala de curas todos los días en tres años de cables y de infierno. Lo encontraron al día siguiente y ya no le quedaba sangre en el cuerpo. Era como una cabra muerta y estaba allí, tendido en la tierra húmeda del invierno, mirando a ninguna parte porque los muertos, pensaba Juanita, no miran a ninguna parte aunque se mueran con los ojos abiertos.

A ver si algún día se van a Francia los del monte y se acaba el sufrimiento en Los Yesares. A lo mejor ella ya no está cuando se vayan. A lo mejor es ella la que se va a Francia sin decirle nada a nadie y deja al dolor en paz, y al silencio y al miedo y a la muerte.