Guadalupe se lavaba las heridas con una infusión de rabo de gato y aún sentía en las manos los temblores del pánico. Se miraba en el espejo y en vez de los cardenales era como si en el cristal se hubiera pegado la rabia de los civiles golpeándola sin parar hasta el escándalo rojo de la sangre. Una de las moraduras parecía una montaña y otra, justo la que estaba al lado del ojo izquierdo, era como una cabeza de perro a la que le faltaba una oreja. Esos dibujos la hicieron sonreír y cuando salió del espejo le removió el pelo a su hijo, que la miraba como si tuviera veinte años en vez de doce y estuviera dispuesto a tirarse al monte con la cuadrilla de su padre

—Ve donde la abuela y le dices que esta noche te quedarás a dormir en su casa

le dijo a Ángel y Ángel le contestó que se quedaría con ella para que no entraran en la casa, esa noche, los fantasmas ni los guardias civiles.