Feliciano el de Landilla tenía el cabello blanco y la piel quemada por el resol de la montaña. Andaba por el Cerro de los Curas desde que acabó la guerra y en su pueblo le guardaban el respeto que se le reserva a una memoria intachable. Sólo quien tenía las manos llenas de sangre y el alma más negra que el carbón podía hablar algo contra Feliciano

—En el monte nos hacemos más crueles

decía en las tardes de octubre a sus compañeros de cuadrilla. Y cuando hablaba de la crueldad se ponía a mirar el bosque de sabinas, las huellas profundas que los jabalíes habían dejado en la tierra blanda por las últimas lluvias, cómo cambiaban los colores del sol conforme se iba acercando al horizonte. Sebas y Bernabé Torres se le quedaban mirando y engrasaban las pistolas y los machetes y decían que se es cruel o no cruel según desde dónde se mire

—Porque seguro que tú eres una alimaña más mala que una hiena si se lo preguntamos a Mariano del Toro o a Perales, y qué te parece si se lo preguntas a Delmiro, que está haciendo méritos como jefe de Falange para que lo llamen de Valencia un día de estos

Feliciano había estudiado unos cursos de contabilidad en Valencia y se sabía unas cuantas frases de Platón porque según él la mezcla de la ciencia y de la filosofía era la solución mágica para arreglar el mundo

—A mí también me gusta la poesía y una vez leí unas cuantas de Miguel Hernández y García Lorca

decía Bernabé y entonces no sospechaba que al cabo de unos años un guardia civil le iba a meter cuatro tiros por la espalda y ya no tendría tiempo para leer más versos ni para regresar a su pueblo en busca de la felicidad. Porque no había cosa que le gustara más a Bernabé que ser feliz, el más feliz del mundo

—Es que si en esta mierda de guerra no buscamos la felicidad no sé qué coño buscamos, ¿o no es eso, Feliciano, o no es eso?

—Hombre, pues algo de eso hay, pero también hay la felicidad de nuestra gente, y la solidaridad, y la igualdad, que ahora estos cabrones fascistas ni igualdad ni leches, que sólo a fusilar y a matar lo que haga falta y tan tranquilos

—Pero es que cargarnos todo eso y a esos fascistas también debe ser la felicidad, ¿o no?

y Feliciano hablaba de la crueldad en el monte, de cómo la cara y las manos se van tensando como si fueran la piel de un tambor antiguo, de la mirada triste que se muere todas las noches entre las coscojas tiesas y el silencio

—Es que aquí vivimos alejados de lo que pasa allá abajo y nos acostumbramos a una vida que cada vez se parece más a la de los animales que a la de los hombres, y a la que nos damos cuenta somos tan crueles como las bestias más crueles, porque perdemos la idea de las distancias y de todo

—Cuando te pones a hablar así me entra no sé qué por el culo, joder

se queja Sebas y le pega fuego a uno de sus caliqueños torcidos

—Pues que no te entre y mírate a los ojos cuando te pases la navaja de afeitar por el cuello, y si no te acojonas es que estás más muerto que aquel civil a quien le jodiste la cabeza

—Aquel civil que dices se llamaba Puertas Zunzunegui, que no se olvidan apellidos largos cuando uno ha descabezado a su dueño, y aún se me desarregla el cuerpo cuando me acuerdo de su cara y de las palizas que soltaba por gusto, sólo porque le daba gusto dar por el saco a los rojos, como decía mientras nos sacaba el miedo de la sangre.

Feliciano Martínez, el de Landilla, se fue una noche a buscar caminos de salida cerca de las minas de arena. Llovía a cántaros y la tierra se hundía bajo sus botas de huido llenas de cansancio. Brilló una luz detrás de un bosquecillo de sabinas y de allí salieron las ráfagas de ametralladora que se le clavaron en los ojos. Antes de morir aún pudo ver cómo un pájaro oscuro cruzaba el barranco y volaba a mil por hora a buscar el Cerro de los Curas.