Mañana saldré con los soldados y dejaremos atrás los montes de la lucha. También se quedarán atrás las noches de frío en el Cerro de los Curas, los cigarros torcidos de Sebas y las canciones tristes de Nicanor el de Losa. Han sido muchos años de recorrer la tierra calcinada de la guerra, rota, definitivamente rota, por el silencio que al final de todo se levantará como el único vestigio del pasado. Cuando a uno lo van a matar y los disparos le alcanzarán a pie quieto, a lo mejor con los ojos vendados o por la espalda, la muerte tendrá el gusto amargo de la humillación y la vergüenza. Cuando te has pasado media vida traginando los bosques de sabinas, el barro negro de las torrenteras, los vientos salvajes y helados de febrero, lo que quieres es una muerte digna, que te convierta no en un héroe, porque los héroes tienen, como los dioses, un destino plagado de venganzas, sino en una memoria de la que no se avergüencen los tuyos y quienes vendrán después a heredar el legado de los tuyos. Y ahora estoy aquí, en este rincón miserable donde duermen los caballos cansados de los guardias y donde escribo estas palabras de despedida en la paja húmeda y fría de la cuadra, llena de cagadas de caballo, de olor nauseabundo a no sé qué cosa parecida a la desesperación, a la muerte que me sucederá mañana mismo con los ojos vendados, plantado delante de las tapias oscuras de un cementerio clandestino que borrará toda posibilidad de que alguien, algún día, escarbe amorosamente en el recuerdo. Voy a morir mañana y ahora hay una niña que mira desde la calle y no dice nada y luego se ha ido corriendo en compañía de un niño detrás de una paloma. En los ojos de la niña había la curiosidad inocente de la infancia, el temblor de la sorpresa, a lo mejor la piedad hacia el hombre desconocido que duerme donde duermen los caballos. No sé qué se preguntará la niña porque este tiempo ha acabado también con las preguntas y sólo la gente se atreve a mirar desde la oscuridad, desde el mirador secreto que la convierte en presencia anónima, sin ojos y sin voz y sin aliento apenas para seguir viviendo. Ha seguido la niña a la paloma y yo sigo esperando la muerte en la soledad obscena de una celda improvisada que huele a entrañas de caballo y mañana se alejarán de aquí las huellas que alguna vez dejó en los montes la esperanza.
Y mientras se recuestan en el rincón de la cuadra la mugre y el cansancio, en alguna parte andará Justino purgando una traición inesperada. Y como hay traiciones y traiciones, la de Justino se urdió en el territorio más indigno para quienes le obligaron a cumplirla y en aquel otro que menos causas habrá de ganar para el resentimiento de quienes luego, cuando pasen los años, hayan de hacer inventario, desde la vergüenza a que obligan la neutralidad y la justicia, de lo que fue la guerra sin cuartel que sucedió en las montañas. A Justino le hablaron de la muerte de los otros como si fuera necesaria para vivir en paz con el pasado y como si ese pasado, por el hecho de ser un tiempo de condena en el manual atroz de quienes ganaron una guerra, hubiera de ser redimido, necesariamente, en la aceptación violenta de un código siniestro donde las palabras tienen el sentido único y obsceno de descifrar el lugar secreto donde se esconden los vencidos para descabezarlos y hacerles sentir en sus carnes el peso de la aniquilación como si de bestias inmundas se tratase. Llegó Justino al extremo infame del cansancio y en los papeles que el destino a lo mejor nos tiene reservados le tocó jugar a él con los más feos. No pudo más y por eso subió con los guardias al Cerro de los Curas y apagó con su denuncia el candil donde ardían aquella noche, al abrigo caliente de una masada en calma, la memoria al tiempo del dolor y la esperanza, de la quietud y del desasosiego, de un sentido quizás infantil de la victoria cuando la victoria nuestra era y sigue siendo, hasta que cambien al menos los vientos de la guerra mundial, sólo un apunte gris en un plano de la supervivencia lleno de sabinas centenarias y plantas curativas de romero. Toda traición es en primer lugar un acto de violencia contra quien la ejerce y todos tenemos una propensión que no sé de dónde nos viene a traicionar lo que más queremos, no sé si para desterrar, en un acto de voluntad que nada tiene que ver con el odio ni con el resentimiento, el temor arcaico a que se nos coma la tierra sin habernos movido del sitio en toda nuestra vida. Y Justino descubrió que traicionar a sus amigos de la infancia era un gesto de piedad con él mismo y con su sentido tan profundo del horror. Por eso concedió lo que se le pedía y señaló con la mirada las nubes altas del Cerro de los Curas, el bosque de sabinas que ocultaba la masada, los caminos de barro que extraviaban al viajero no avisado y convertían nuestro refugio en un territorio inexpugnable. Lo de Máximo fue otra cosa, sin embargo, porque, ya lo dije, hay traiciones y traiciones. Y Máximo rumiaba la desgracia de los huidos regocijándose con los fascistas de nuestro sufrimiento. Nadie le exigió nada a cambio de lo que fuera y Máximo olvidó la lealtad a los amigos para situarse en el horizonte vergonzoso del pelele al servicio de los guardias. Ése fue su compromiso y el nuestro darle muerte para saldarlos ambos como a veces saldan sus cuentas pendientes las alimañas del monte. Y si ahora me van a matar en la primera curva de la carretera será mi muerte un eslabón más en esa cadena de locuras que empezó hace veinte años y no se vislumbra, ni con mi muerte ni con la de Máximo, ni con las que todavía quedan por llegar, la posibilidad cercana de un final que acabe con la sangre y con el fracaso de vivir. En los ojos de esa niña que miraba a través de los barrotes hay, quizás, esa posibilidad que se puede esperar de la inocencia, de esa fragilidad infantil que apenas si podrá soportar, cuando llegue el momento de crecer con la memoria, los arrebatos implacables del olvido. No sé cuántas muertes habrán servido para algo y cuántas otras serán sólo una cifra vergonzosa en los partes de guerra que sufran los vencidos. Los fascistas ganaron la primera ronda del envite y ahora siguen en el monte los últimos luchadores por la libertad que no se entregarán fácilmente si no es a golpe de traiciones y emboscadas. Yo ya no estoy allá arriba y en los ojos tranquilos de Bernabé el de la Almeza descubrí que podemos morir en paz cuando la muerte nos encuentra en el tajo diario de la lucha, de la entrega única a nuestros ideales, de unos ideales que nos hacen diferentes, al menos en eso, de los civiles que nos buscan a la desesperada para cazarnos como si fuéramos alimañas. La única razón de su existencia es conseguir medallas por cada una de las piezas que se cobren en el monte, por cada uno de los huidos que abatan entre las coscojas y los bosques de sabinas, por cada muerte que maten en su rabiosa ofensiva contra los hombres del maquis en el Cerro de los Curas. Qué lejos ya una tarde de domingo en que se le abrieron las carnes al alférez novio clandestino de Margarita en nuestro pueblo de Asturias. Qué lejos mi amenaza casi adolescente de volver para casarme con ella y con su olvido. Ha pasado una guerra y luego esta otra por los montes y las dos me han descubierto en el lado cruel de los vencidos, las dos me han ido dejando una mirada que es la mirada del cansancio y a veces la del abandono, aunque al final siempre podían más las ansias de seguir luchando hasta que la cabeza estallara y fueran quedando sólo en las montañas los últimos arrestos de la lealtad y del valor, un valor que todas las mañanas se levantaba con dificultad de los camastros viejos llenos de chinches y sueños imposibles. El último sueño se anuncia ya implacable y en la niña que corre detrás de la paloma adivino la esperanza que se nos ha venido negando desde el principio de los tiempos. Y cuando Antonio Rausell Todolí abre la puerta de la cuadra y me mira de arriba abajo, y dice que mañana a las dos de la tarde llegan los soldados y que me vaya preparando para joderme contra la tapia de un cementerio y que él me hubiera fusilado allí mismo, en la paja sucia donde mean y cagan los caballos, pienso con una risa tonta si Margarita se habrá casado con alguien del pueblo y si habrá tenido hijos.