En el ayuntamiento andan reunidos los de siempre y fuman y hablan de la muerte. Están el alcalde, Mariano del Toro, el cura don Cosme y don Abelardo, el maestro, Enrique Perales, Jefe de la Hermandad de Labradores, y el comandante de puesto al mando de la guardia civil de Los Yesares, don Gervasio Bustamante. Hablan de aislar en el Cerro de los Curas a los del maquis y de qué se va a hacer con Ojos Azules, que lo tienen preso en el cuartel y vendrán mañana los soldados para trasladarlo a Valencia y a ver si en vez de fusilarlo sin miramientos de tiquismiquis se va a librar bien librado después de tanto desastre como ha ido sembrando desde hace años en la zona. Don Abelardo lleva la voz cantante
—No sé por qué hay que llevarlo a Valencia, como si no tuviéramos bastantes crímenes que echarle encima y si nos descuidamos ha de salir a la calle sin condena
—No sea usted absurdo, don Abelardo
tercia Enrique Perales, que tiene una cicatriz honda en la mejilla derecha y la piel llena de arrugas. Un día lo embistió un toro en las fiestas, lo tiró al suelo y le paseó la pezuña oscura por la cara. Le salió un líquido verde por el tajo, como si en vez de la cara el toro le hubiera reventado el hígado y fuera bilis en vez de sangre lo que le salía por la herida
—Ni absurdo ni nada, lo que pasa es que no tenemos agallas y ese individuo nos la va a dar con queso
—Muy fino usted, don Abelardo, que se va de la muerte al queso como si estuviera usted dando una clase de urbanidad a los chicos en su escuela
—Déjese de bromas, señor cabo, que aquí no estamos para hacer bromas con el de los ojos azules
—No, si bromas hace usted con sus frases de maestro, que aquí si se nos escapa Ojos Azules vamos a ir por el camino de la amargura, señores míos, y si no le fusilan en Valencia pues lo mismo
—¿Y qué sugiere usted pues, don Gervasio?
pregunta el alcalde, que sólo tiene fuerzas para retorcer el puro caliqueño entre los dientes
—Yo sugiero que le demos candela hoy mismo y sanseacabó, lo demás son cuentos chinos y ganas de marear la perdiz
—Pero las órdenes han llegado de Villa del Obispo y si desde allí se manda aquí obedecemos, ese asesino no se lo merece pero las órdenes son las órdenes, señor cabo
y Mariano del Toro pone cara de resignación cuando suelta un reguero de humo negro, como la noche que se cierne sobre el silencio de Los Yesares
—Yo me lo cargaba y no sé por qué no acabamos con él allá arriba
y Gervasio Bustamante recuerda la cara que ponía Antonio Rausell Todolí cuando le contaba la emboscada, cuando le dibujaba con pelos y señales las caras que ponían los dos maquis al verse sorprendidos en el interior de la masada, mientras los otros de la guerrilla andaban dando una batida por la zona de Chiva y la Hoya de Buñol
—Estaban allí los dos, mi cabo, y se les puso cara de morirse allí mismo, con unas caras que eran como de luto negro, como si se les hubieran muerto su mujer y toda la familia
y fue al sacarlos a la puerta de la casa cuando Bernabé intentó escapar hacia el bosque de sabinas, loma arriba, y a diez metros le entraron por la espalda todas las balas de los fusiles y una de la pistola de Antonio Rausell Todolí
—Cayó como un trapo, mi cabo, como si se hubiera roto por todas las articulaciones y hasta las liebres salieron a mil por hora de las aliagas y corrieron también monte arriba a buscar el bosque de sabinas
y el guardia Rausell Todolí seguía contando la cara que puso Ojos Azules y su sonrisa amarga de vencido, de tonto del bote, de confiado absoluto en su invulnerabilidad
—No se lo creía, no señor, y no hacía más que mirar al suelo y al cuerpo roto del de la Almeza que no se movía ni respiraba
entonces Ojos Azules se movió hacia el hombre muerto y se agachó para cerrarle los ojos porque se le habían quedado abiertos como si estuviera vivo, como vivo parecería unas semanas después el guardia Antonio Rausell Todolí cuando le dejara en el sitio Justino Sánchez Aparicio y la muerte en los montes es como si se quedara siempre con los ojos abiertos, como si el aire puro que respiran las sabinas y el olor dulce del romero mantuviera viva a la muerte misma, como si la gente no se muriera cerca de los bosques y la muerte sólo fuera cosa de sentirse muerta en las calles sin luz de Los Yesares
—Lo tuve con la pistola en la nuca cinco minutos y no sé por qué no le vacié el cargador allí mismo
—Usted no les dispara más que a las gallinas, Todolí
y ahora el cabo de la guardia civil hace equilibrios imposibles para no caer en la tentación de ir hasta la cuadra de caballos y hacer lo que debió hacer un número cobarde que no sabe dónde tiene su mano derecha
—Se acojonó usted, Todolí, se acojonó al verlo allí quieto y se le subió el acojono a la cabeza y ahora lo liquidamos aquí o si nos lo pide la autoridad igual tenemos que dejar que se lo lleven
y la autoridad, avisada por la misma resistencia de los montes, reclamó una pieza tan importante para la propaganda como Ojos Azules
—Mañana vienen los soldados y se lo llevan
dice el alcalde. Y los demás se miran sin saber qué añadir al humo y a la muerte que se respira en el ayuntamiento.
Cuando Ojos Azules cerró los ojos de Bernabé el de La Almeza se volvió y tropezó con la pistola de Antonio Rausell Todolí echando humo por su boca negra. Y entonces apartó el cañón con la frente y desde abajo, rozando el suelo con las rodillas, se quedó mirando fijamente los ojos del guardia. Fue entonces cuando el civil enfundó el arma y ordenó a los otros dos que encañonaran al huido y emprendieran el camino de regreso a Los Yesares. Pero eso no se lo contaría el guardia a don Gervasio Bustamante, el comandante de puesto, porque lo más seguro es que se hubiera muerto de tanto reír a carcajadas.