Más allá de las montañas está el mar. Una vez lo vio Sunta, cuando fue a Valencia para que la operaran de anginas, y también vio los rascacielos y los coches negros y los barcos desde la ventanilla de un autobús de color verde. Sunta es la hija de Manuel, el del horno, y de Dolores, que viven al lado del cuartel y Manuel siente cada noche el silencio dormido en las calles embarradas de Los Yesares. Ahora Sunta está mirando por la ventana que da a la cuadra donde los guardias civiles guardan los caballos y mira la figura de un hombre que duerme o parece que duerme en el rincón más alejado de la luz. Y hay un instante, sólo un instante, en que el hombre levanta la cabeza y también la mira. Y ve a una niña que está agarrada a los barrotes, que mira su figura de hombre sucio, ella no sabe que desesperado porque la desesperación necesita un peso en las espaldas que no concede la edad de niña que hay en los ojos de Sunta y en su mirada inocente. Y cuando mira a la niña hay en la cuadra de caballos un olor a tiempo detenido, a los años que lleva el hombre rodando por el Cerro de los Curas, amparado en la leyenda del terror que es la leyenda que siempre acompaña los embustes de Franco y de los fascistas que viven en el pueblo. Y él está ahí, sumido en la suciedad y en el cansancio, en el odio espeso y en la secundad de que algún día saldrá de la muerte que le espera y cogerá por el cuello al cabo Bustamante y le romperá la columna vertebral para que no pueda matar más ilusiones ni más vidas. Y al otro guardia, a ese tal Rausell que mea sangre cada vez que le nombran la guerrilla, a ése le ha de colgar cabeza abajo y le ha de meter la pistola por la boca y disparar cinco veces hasta que llegue el disparo con la bala buena, con la última bala antes de que se haya cagado encima y la mierda le haya resbalado desde el culo hasta los ojos. La niña le está mirando y no sabe quién es él, seguro que no lo sabe porque a esa edad todos los hombres son iguales y ningún uniforme les distingue, sólo, si acaso, la manera de mirar, algo que se parece a la ternura o a la desesperación aunque tampoco puede a esa edad saber de otra cosa que no sea la inocencia. Le llaman Ojos Azules en el pueblo y en media España y él llegó al Cerro de los Curas desde más lejos que nadie, desde que el tiempo se detuvo en un baile de domingo y la guerra ya andaba por el año treinta y siete y en el baile una orquesta tocaba pasodobles y boleros y Margarita se tapaba la cara para no dejarse ver la vergüenza de los ojos en fiesta. Tenía cerca de veinte años y se iban a casar al cabo de dos meses, cuando la guerra acabara y la guerra no podía durar siempre, por eso se habían puesto dos meses de plazo y los rojos se iban a quedar a dos velas cuando llegaran los aviones alemanes y los italianos de Musolini y los moros de África se lanzaran a fondo a ganar la guerra de verdad. Bailaban abrazados en la plaza y Florencio le pasaba la mano por la espalda y la miraba como se mira, seguramente, la esperanza. Había bajado de la guerra para pasar dos días de permiso y esa noche le dijo Margarita que ya no le importaban sus palabras de enamorado perdido, ni el color azul intenso de sus ojos, ni que la guerra durara toda la vida porque ella se iba a casar dentro de dos meses pero no con él sino con un alférez que vivía en la posada y desde allí ordenaba lo que habían de hacer los soldados en la guerra. En la cara de la niña ve Florencio el color azul de aquella tarde de domingo y la sangre roja que le salía al alférez cuando se agarraba la tripa para no vaciarse por el agujero que le acababa de hacer el novio despechado con un cuchillo de monte, el cuchillo que Florencio había sacado de su casa para ir a buscar a toda prisa al amante clandestino de Margarita

—No lo vas a matar, eso lo dices porque estás lleno de odio

—Y a lo mejor vengo luego a buscarte a ti, que eso no se le hace a un hombre que te quiere y miraba la sangre del alférez y el camino luego hasta la casa de Margarita, para decirle que se iba en busca de la soldadesca republicana para vengar la afrenta del alférez y la suya

—Algún día volveré, sepas que algún día volveré y que iré a buscarte para que nos casemos

—No estás bien de la cabeza, dices que lo has matado pero no me creo nada, siempre has sido un fantasioso, estás muerto de odio, eso sí que estás, Florencio, pero las cosas son las cosas y hay cosas en las que nadie manda

—Ya está muerto el alférez y volveré un día para buscarte.

La niña Sunta se aparta de la ventana cuando llega un guardia y se aleja con los ojos perdidos en el vuelo de una paloma que tiene el buche pintado en blanco y negro.

—He visto a Ojos Azules esta tarde en el cuartel

le ha dicho a su padre. O al menos eso es lo que Manuel recuerda muchos años después, la tarde en que acaban de enterrar a Hermenegildo en un cementerio lleno de hierbas y latas oxidadas de sardinas. A Hermenegildo le cortaron una pierna en la guerra y trabajó en el ayuntamiento hasta que se murió con sus muletas puestas. Lo enterraron en el cementerio civil, que es donde enterraban a los que no creían en Dios y a los que se suicidaban. Manuel también se murió antes de tiempo y no vio cómo enterraban a Damián entre hierbajos y latas de conservas porque se había envenenado queriendo con insecticida y salfumán. Entonces, mientras todos se morían en Los Yesares, la guerra se había acabado en toda España menos en el Cerro de los Curas, que es donde seguían luchando Ojos Azules y su cuadrilla contra la guardia civil

—He visto a Ojos Azules, padre, y Héctor también lo ha visto, está preso en el cuartel, donde encierra la guardia civil a los caballos.

Ahora Sunta corre calle del cuartel adelante, con su primo Héctor, siguiendo el vuelo de una paloma pintada como si fuera un indio en pie de guerra. Corre Sunta desde la mirada antigua y triste de Ojos Azules y el hombre regresa a la quietud y a la memoria lenta de un domingo de sangre allá en su pueblo, con su novia Margarita herida de un amor que le llegó a contratiempo, testigo último de la huida hacia los montes de un novio despechado como huían despechados los amantes tristes en las novelas de la radio.

El mar está lejos de las montañas, del Cerro de los Curas, de Los Yesares, de la mirada oscura de Ojos Azules que ha sufrido traición y está encerrado en la cárcel donde guardan los civiles sus caballos. Le ha dicho Bustamante que mañana lo van a llevar a Valencia pero él no se lo cree y seguro que lo fusilan en cuanto pasen el cementerio

—Por mí lo dejaba en el sitio, hijo de puta, pero quieren hacerle un espectáculo en la capital porque es usted un hijo de puta importante y famoso, pero yo le dejaba en el sitio aquí mismo, sin pamplinas ni hostias.

Ahora mira por última vez al otro lado de los barrotes. Y se queda dormido. Y se pone a pensar en la muerte que le espera a la salida del pueblo mañana mismo, cuando vengan en su busca los soldados. A Bernabé el de la Almeza lo mataron en la emboscada y Sebas y los otros habrán enterrado su cadáver en el Cerro de los Curas, al pie de una sabina casi tan antigua como la de la Canaleja. Mejor allí que en su pueblo, porque en su pueblo le hubieran enterrado entre latas de conserva y cagadas de perro. Bernabé lo miró cuando se estaba muriendo y le contó con los ojos que ya estaba viendo cómo era la muerte en las montañas, lejos del mar, lejos de todo. Menos del miedo.