Una noche Nicasio Valero García soñó que veía un cerdo volando por las nubes y que luego el cerdo se convertía en un caballo y que después el cerdo-caballo aparecía entre los árboles de un bosque montado por un jinete vestido como se vestían en la época de Cristobal Colón o de don Quijote de la Mancha. Cuando soñaba eso pensó que estaba muerto porque nunca había soñado nada tan extraño. Luego miró por la ventana y vio tres guardias civiles, dos maquis y la cara triste y dulce de Rosario.

Eso también lo estaba soñando y al despertar vio que estaba solo y que del sueño sólo quedaban el retrato de Rosario en la cómoda antigua y el bosque de sabinas en la ladera de los Llanos.

Sólo quedaba eso del sueño.

A Rosario la mataron los civiles una tarde que no paró de llover en Los Yesares. Había subido al Cerro de los Curas para traernos comida a los de Ojos Azules. Ya de regreso, la pararon en el término de Cochichillas, le preguntaron si era la mujer de Nicasio Valero García, el de la Negra, y cuando dijo que sí y que qué pasaba si era la mujer de Nicasio le pegaron un tiro en la tripa.

A mi amigo Nicasio también le llaman el de la Negra porque una vez salvó a una cabra negra de morirse en un incendio. Entonces éramos unos críos y a Nicasio le pusieron en la escuela una medalla de hojalata. El maestro se le quedó mirando y le dijo que la vida de las personas es lo que esas personas son de pequeñas, que si una vida se tuerce cuando nace andará torcida siempre

—Y tú llevas buen camino, Nicasio, eres valiente y esta medalla es la medalla del valor, que no te abandone nunca.

La madre de Nicasio lloró mucho y su padre le pegó un puñetazo en el hombro porque los padres dan puñetazos en el hombro de sus hijos valientes en vez de llorar. Llorar lloran las madres, pensé cuando el maestro le daba la mano a Nicasio. Los hombres no se besan ni se abrazan. Eso es para las mujeres. Lo aprendí la tarde de la condecoración de Nicasio y hace un mes vi cómo Justino y Nicasio se abrazaban en la casa de los Llanos. No se habían visto desde hacía tiempo y eso me hizo pensar que la muerte de los demás nos rompe las costumbres y también nos acerca la juventud y los recuerdos.

—Sólo somos lo que dejamos, Sebas. Ten bien presente eso, sólo lo que dejamos, después de muertos ya no podemos hacer nada para enmendar lo que fuimos o lo que no fuimos, ni para bien ni para mal, punto, caput, nada, una mierda, imposible, Sebas, no olvides eso.

Yo le dije a Nicasio lo que me había dicho don Recalde el día en que se fue del pueblo y él se sacó la medalla de debajo del jersey y la levantó en el aire para que le diera el sol y brillara como una estrella por encima de la cabeza de Napoleón Bonaparte. Esa cabeza era una piedra enorme que había cerca de la Fuente Grande y tenía la forma del gorro de Napoleón que salía en la enciclopedia. En la Fuente Grande se mató hace muchos años Ricardo el de Sote. Andaba un poco borracho, resbaló en el pan de rana y se bebió toda el agua hasta reventar. Cuando le encontraron estaba tumbado panza arriba y ponía cara de estar vivo, como Justino me contó que ponía cara de estar vivo Antonio, el guardia civil que le pegó un tiro a Rosario cuando volvía de subirnos comida a los de Ojos Azules.

El día en que don Recalde se fue del pueblo, Nicasio y yo escondimos la medalla de hojalata en una cueva que hay cerca de la Peña María y desde entonces no se me ha ido de la cabeza que sólo seremos lo que los demás recuerden de nosotros. No se me ha ido eso de la cabeza y en la guerra unos días somos de una manera y otros días somos de otra porque la guerra es una hija de la gran puta y nos remueve las entrañas y el cerebro y a veces traicionamos a nuestros compañeros porque la guerra nos vuelve locos de remate.

Una noche Justino nos traicionó, hicieron preso a Ojos Azules y mataron a Bernabé Torres, el de la Almeza. A Ojos Azules le bajaron a Los Yesares y luego se lo llevaron los soldados en un camión más viejo que la tos. Por eso no me quito de la cabeza lo que me dijo don Recalde el día en que se fue del pueblo para hacer escuela en un barrio de las afueras de Valencia que dicen que estaba cerca del mar.

Don Recalde también me dijo que el mar es más grande que la memoria. Y esto, la verdad, nunca supe por qué me lo había dicho.