Guadalupe mira a los guardias y también mira hacia la ventana, como si se fuera a escapar a través de los cristales y, corriendo luego a mil por hora, llegar al Cerro de los Curas. Una vez allí se quedaría para siempre con su marido y con los otros, y llevaría la vida que llevan los huidos. Alguna noche Sebas baja a Los Yesares y se mete en la cama para enroscarse con su cuerpo frío y el silencio. Guadalupe tiene los cabellos negros, tan cortos que apenas le llegan a la nuca y tendrá menos de cuarenta años

—Tienes la piel entera, Guadalupe, como si fueras una culebra antes de la muda

—Y tú eres más bestia que un arado, vienes al cabo del tiempo y lo único que se te ocurre es que soy como una culebra

—Es que eres muy guapa, quiero decir

—Abrázame fuerte, Sebastián, abrázame fuerte y caliéntame el miedo

y Sebastián la abrazaba y venía luego una lluvia de nieve cerca de la lumbre, a la luz invisible de un candil para que no la vieran los guardias ni nadie.

Ahora mira los correajes de Antonio Rausell y la cara que pone el cabo Bustamante, una cara de pocos amigos, piensa la mujer

—Anoche volaron la torre de la central eléctrica y esto se va a acabar, estamos hasta los huevos de los maquis y de la gente que les ayudáis en el pueblo

—Yo no he visto a Sebas desde que se fue al monte

—Tú eres una embustera y te vamos a cortar el alma como sigas con tus mentiras

—Yo no tengo alma, no tengo nada desde que los guardias me han quitado la tranquilidad

—Pues te vamos a quitar aún más cosas que no son la tranquilidad

—Lo único que me pueden ustedes quitar es el miedo porque es lo único que me queda.

En la habitación donde duermen a veces Guadalupe y Sebastián hay una sombra de humedad que parece un pájaro oriental, de esos pintados en los tapices de colores que adornan las paredes de los palacios

—Cuando estamos bien nos inventamos las cosas, Guadalupe, y cuando estamos mal es como si tuviéramos la cabeza llena de piedras y no pudiésemos ni pensar

—Hablas como si fueras un leído y lo único que has hecho en tu vida es cortar pinocha para el horno de Manuel y tirarte al monte con Ojos Azules y Nicasio

—Cuando era pequeño, don Recalde, el maestro, me dijo que no somos nada, que sólo somos lo que los demás, cuando nos morimos, recuerdan de nosotros

—Don Recalde os calentaba la cabeza, eso es lo que hacía

—Una vez le puso una medalla a Nicasio porque había salvado una cabra de morir en un incendio, por eso le llaman Nicasio el de la Negra, porque la cabra era negra y luego enterramos la medalla en una cueva cerca de la Peña María

—Nosotras hacíamos bolillos y por hacer bolillos no le dan ninguna medalla a nadie

—A ti te voy a poner yo la mejor medalla esta noche

y entraban en el túnel oscuro de los sueños, con la mirada quieta del pájaro oriental como testigo silencioso, lejos de la otra oscuridad maldita que discurría por las calles y los montes de Los Yesares.

Guadalupe levanta la cara para mirar la rabia del cabo Bustamante y siente que un hilo de sangre le corre por los labios. Se limpia el sabor dulce con la lengua y se le queda en la garganta una aspereza, también dulce, de sangre y de saliva. Los cristales de la ventana están llenos de vaho y en el puesto de guardia sólo se sienten los puñetazos de Antonio Rausell Todolí en el rostro de Guadalupe y las amenazas de Gervasio Bustamante, que matará al hijo de Guadalupe y Sebastián si los del monte vuelven a hacer alguna tontería de las suyas

—Usted no tocará al chico y si lo toca no volverá a hacer otra cosa en su vida

—Eso ya lo veremos, pero de momento puedes advertir a tu marido y a los otros criminales de lo que te digo.

Cuando Ángel le ha preguntado a su madre por la herida de los labios, Guadalupe ha seguido removiendo con el cazo de madera el potaje de garbanzos

—Como te vuelvan a tocar mataré a un guardia civil y me iré al monte.