—Hay que cazarlos, hay que cazarlos y fusilarlos o cortarles los huevos a esos hijos de puta.
El cabo Gervasio Bustamante mira por la ventana que da al patio interior del cuartel y lanza el cigarro a los pies de un perro con la piel a tacas blancas y negras. Lleva puestos unos pantalones de uniforme y la camisa del pijama a rayas, los tirantes colgando a los lados y unas zapatillas verdes a juego con los pantalones. En el puesto de guardia despliega los nervios el resto de la guarnición, unos nervios a medio vestir, a medio afeitar, con el rostro desvencijado por el susto y la sorpresa que les acaba de provocar la explosión en el monte, en un lugar indeterminado del monte que no debe de andar muy lejos del pueblo
—Es que es usted un blando, mi cabo, y a esa gentuza no se le puede andar con remilgos, o les pegamos a muerte o se nos van a comer de los nervios, mi cabo
—Ni blando ni hostias, que aquí lo que hay es que todo el pueblo anda liado con los del monte y eso se ha de acabar.
Ayer mismo se lo decía el cabo a don Cosme, que mucho ir a la iglesia las mujeres y las mujeres, cuando salen de la iglesia, se van al Cerro de los Curas a subirles comida y aliento a los huidos
—Y así no vamos a acabar nunca, don Cosme, que si les alimentan sus huesos se crecen y se crecen y pueden aguantar un siglo metidos en el tomillo y las coscojas
—Tampoco hay que exagerar, don Gervasio, que en el pueblo hay almas que se ponen negras sólo con mentarles a Nicasio o a cualquiera de sus amigos
—Pero es que somos demasiado buenos, hombre, demasiado buenos y parecerá al final que no tenemos los cojones que hay que tener y usted perdone la blasfemia
y el cura se ha santiguado y ha puesto cara de reprender al cabo de la guardia civil, como si Gervasio Bustamante fuera un niño bizco en vez de una autoridad militar y acabara de mearse en la papelera de la escuela hecha con esparto y cera de engrasar las ruedas de los carros
—Ya ve usted, señor cabo, que empezamos mentando la rabia y acabamos poniendo a Dios por testigo de nuestros males
y el cabo Bustamante se ha atrevido a decir que él sólo ha dicho cojones y que a Dios él no lo nombra en vano nunca en su vida, desde que pone los pies en el suelo hasta que los deja caer por las noches en la cama con su santa Juanita, que santa ha de ser para aguantarle la mala leche que se le pone cuando los huidos hacen alguna barbaridad como la del día siguiente mismo en la central eléctrica
—Es que no sé cómo puedes estar todo el tiempo enfadado, Gervasio, que así vas a ponerte malo de los nervios y te pondrán a hacer guardia con el bueno de Isidoro, que Dios lo tenga en su gloria
y Juanita le contaba luego la historia de Isidoro, que en su pueblo de Badajoz, el pueblo de Isidoro y de Juanita y donde estuvo de guardia primerizo Gervasio Bustamante y de ahí salió casado con Juanita y con dos hijos, se pasaba la vida dando de comer a las cabras por el monte y una vez desgració a una por el trasero y se empeñó desde aquel día en que había parido la cabra desgraciada una criatura del infierno y perdió la cabeza y todas las noches volvía al pueblo desde el aprisco con un cabritillo nuevo del ramal y lo sacrificaba en la mesa del matacerdo para que el pueblo no sufriera las consecuencias de su fechoría
—Y ya sabes cómo acabó el bueno de Isidoro
—Pues claro que lo sé, cómo no lo voy a saber si me lo has contado un millón de veces y siempre de la misma manera, que pareces una ametralladora y algún día te voy a llevar al monte para apuntar a los de Ojos Azules y darles por el saco con la historia de Isidoro, joder, que me pongo de los nervios y tú me cuentas siempre la historia del jilipollas de Isidoro, que ése lo que estaba era gilipollas y no loco y por eso hizo lo que hizo
—Ahora eres tú quien no para de hablar de Isidoro
—Ahora ya me he cagado en el copón y como se lo digas a don Cosme en el confesonario te planto en la huerta como un espantapájaros y no paro de afinar la puntería con tus faldas
y entonces Juanita humillaba la cabeza y se iba a rezar padrenuestros a la cocina y aspiraba una esencia de ajo que su madre siempre le había recomendado contra el sofoco y contra la debilidad, fuera cual fuere la causa de esa debilidad y del sofoco
—Está loco, está loco y vamos a acabar todos locos en esta casa como no cojan pronto a los del monte
decía mientras los dos niños, de doce y trece años, miraban por la ventana los charcos de lluvia y esperaban pacientemente a que un pájaro se quedara enganchado del cuello en el cepo que habían enterrado con una miga de pan en el centro.
Eso era ayer sin ir más lejos y ahora Gervasio Bustamante está con su tropa en el puesto de guardia, sacando fuerzas de donde sólo la rabia arranca algún suspiro, intentando mantener el tipo que ha de mantener un comandante de puesto para que los subordinados no le vengan con el cuento, a sus espaldas, de que es un blando y se lo van a comer los maquis del Cerro de los Curas. Se sube los pantalones hasta la cintura y levanta la cabeza enseñando sólo a sus hombres el hoyo negro de pelo y betún de la barbilla, un hoyo que en su pueblo, recién metido a guardia, le daba un aire de artista de cine, como Rodolfo Valentino o Ramón Novarro. Eso les decía a su mujer y a sus hijos cuando hacían bromas a la lumbre quieta del invierno, antes de llegar a Los Yesares para romperles el corazón y la vida a los del monte y antes de que llegara el guardia Antonio Rausell casi al mismo tiempo y empezara a volverse loco buscando maquis hasta debajo de las piedras. Y cuando dice lo de Rodolfo Valentino se palpa la barriga hinchada y se queda quieto como la lumbre del invierno en los pueblos donde han ido viviendo, ya no sabe cuántos pueblos y eso que no pueden ser muchos porque tampoco es él tan viejo y entonces piensa Gervasio Bustamante que el tiempo pasa y te va confundiendo poco a poco y que los años no sólo te añaden una barriga fofa y unas ojeras de borracho sino que también te conceden una memoria falsa, unos recuerdos que son como los recuerdos que te inventas porque los de verdad te hacen sentir una birria de hombre y hasta el hoyo a lo Rodolfo Valentino es a lo mejor un invento que él ha ido contando a su mujer y a sus dos hijos para ser algo más que un saco de arena con uniforme y correajes. Y si el hoyo no es mentira, piensa a veces, es porque lo ha ido rellenando con la crema negra que usa para lustrar las botas de campaña y preservándolo así del olvido a que lleva sometiendo desde hace años a su cuerpo de guardia civil y esposo y padre. Mira el cabo Gervasio Bustamante a su tropa cuando la explosión aún colea en la central eléctrica y la cabeza de Napoleón Bonaparte sigue siendo el testigo mudo de los pasos apresurados de Sebas camino de la Fuente Grande y de la iglesia de don Cosme.
—Antonio, vaya usted a buscar a Guadalupe y dígale que la espero aquí mismo antes de media hora.
Guadalupe ya está acostumbrada a pasar las de San Amaro desde que su marido, Sebastián Fombuena, se echó al monte después de cortarle la cabeza a un guardia civil que se llamaba Teodoro Puertas Zunzunegui un día de 1941.