En las huertas de Los Yesares hay un manto verde que cubre el olor de las culebras, el aire cercano que viene de los montes, la dócil humillación del dolor en las raíces oscuras de los manzanos. Y junto a las huertas, al lado mismo de donde Sebastián Fombuena tiene un plantel de espinacas que se comen los caracoles y los gatos cebolleros, hay una acequia de riego que siempre baja seca, con pedazos de jersey antiguo y pelotas de goma desinfladas por el sol cuando no llueve. En la mañana de un domingo, regaba como podía Sebastián Fombuena su lote de hortalizas y con él jugaba a cazar grillos su hijo Ángel, que tenía cinco años y una mancha azul de nacimiento en el pómulo izquierdo. Jugaba Angelín a buscar animales para entretener el trasiego de su padre entre las cañas secas y los planteles de verduras y en el campanario de la iglesia sonaba el tercer toque para que don Cosme se dirigiera a los feligreses del pueblo y a los guardias civiles y al alcalde y a los de Falange en la segunda misa, la mayor, de la mañana.
Era un domingo de otoño a lo mejor porque en la memoria de Sebastián Fombuena, cuando han pasado tantos años desde entonces, sólo hay el silencio de un tiempo dormido desde el amanecer hasta la noche y la paliza que le pegaron en el cuartel porque le habían encontrado trabajando en la huerta una fiesta de guardar. A su hijo le dejaron a la puer ta, asustado, mirando a otros niños que se burlaban de un perro sarnoso tendido sobre un charco, y a él le metieron en el puesto de guardia y le pegaron con una cuerda en la espalda y en las piernas. Cuando se estaba poniendo la camisa y los pantalones, el guardia Teodoro Puertas Zunzunegui le preguntó si sabía dónde andaban los de Ojos Azules y Sebastián le contestó que no sabía quién era Ojos Azules ni nadie, que él sólo sabía trabajar sus huertas y cazar jabalíes por las trochas del Campillo. El guardia Zunzunegui le cogió la cara y se la levantó por la barbilla y le dijo que como le volviera a pillar trabajando un domingo o fiesta de guardar lo iba a partir en dos pedazos
—Y tampoco sabrás quién es Dios y que los domingos se trabaja sólo en la iglesia o en ningún sitio
—A mí Dios no me conoce, o sea que estamos empatados, ¿no le parece?
y fue entonces cuando el guardia Zunzunegui le señaló el estómago con el machete y le amenazó con que le quedaba una semana de vida como siguiera con su tozudería y que él mismo le clavaría la hoja mellada hasta el mango
—Te voy a dejar inútil, Sebastián Fombuena, y Franco me dará una medalla por mi hazaña.
El hombre se acabó de poner la ropa y miró despacio al guardia civil, de arriba abajo, y luego a los retratos de Franco y José Antonio que colgaban en la pared del puesto de guardia, a los lados del crucifijo de madera oscura
—Con Franco también estoy empatado, señor Zunzunegui, no nos conocemos de nada
y entonces le hizo sangre con el cuchillo en un brazo y le soltó un revés que le puso la nariz a sangrar una sangre negra como las babas que los caracoles dejaban en los plantas de espinacas.
Cuando Sebastián Fombuena salió del cuartel, Angelín estaba solo, jugando con el perro sarnoso, riéndose de una mosca que no paraba de volar tontamente por el hocico del animal. Le preguntó a su padre que qué le pasaba en la nariz y si por la tarde volverían a la huerta y él le contestó que nada y que a lo mejor. Luego se fueron a casa, con una lluvia dócil buscando los tejados, con los últimos volteos de campanas que anunciaban el rosario de la tarde en la iglesia de don Cosme.