La chaqueta de pana le quedaba grande y en los pies sentía cómo las botas le apretaban el empeine endurecido por el frío. Disfrazado de maquis, el guardia Antonio Rausell Todolí le soltaba la risa al cabo Bustamante y los otros dos civiles se miraban en el espejo del puesto de guardia y apenas si podían reprimir la tentación de salir corriendo y regresar a la tranquilidad de su anterior destino, lejos de las montañas donde se refugiaban los últimos huidos. Justino Sánchez les había indicado el camino de subida al Cerro de los Curas y allí estaría él para seguir con sus contraseñas y facilitarles el acceso a la masada que ocupaban Ojos Azules y su cuadrilla de desesperados. Llegarían hasta la misma puerta, emboscados en la pana y el cansancio y en una historia que Justino ya había extendido entre los del monte: dos vecinos de Villa del Obispo y otro de El Poyo habían tenido un altercado con la guardia civil, se habían cargado a uno y herido gravemente a otro y les buscaban por los montes de la zona.
—Llegarán por la tarde, yo les esperaré en la ceja del Campillo y los acompañaré hasta la masada, una vez allí es cosa vuestra
le había dicho Justino a Sebas una tarde, mientras se fumaban un cigarro en los Llanos y las nubes amenazaban con descargar de nuevo antes de hacerse de noche
—Las cosas están mal, Sebas, las cosas no se arreglan y vais a acabar todos de mala manera, que así no se puede seguir y la gente está con los cojones en el cuello
—No seas cenizo, Justino, lo que pasa es que el miedo se mete más si lo ves de cerca y esos cabrones de guardias están siempre encima, y no dejan tranquila a la gente ni para mear
—Que no es eso, que es verdad que están las palizas y el acojono, Sebas, pero es que vosotros aquí arriba estáis fuera del mundo y en el pueblo sólo hay un horror del carajo y nada más y el silencio, que es lo peor, que nadie habla porque se nos ha quedado la lengua de trapo.
Los americanos iban a ganar la guerra mundial y se acabó Franco. Eso le dijo Sebas y las nubes se ponían gordas como las vacas blancas y negras de Luciano Pamblanco
—Se acabó Franco; Justino, y todo será otra cosa cuando podamos hablar cara a cara con los guardias y con los de la Falange y tendremos que arreglar cuentas con ellos y ver qué pasó y qué no pasó por su culpa
—Así lo arreglas enseguida pero no es tan fácil, Sebas, luego las cosas se han hecho viejas y estamos más heridos que el copón y a ver quién les mete mano a las heridas viejas, acuérdate de don Recalde
—Me acuerdo, claro que me acuerdo, ¿te acuerdas tú de la medalla que le dieron a Nicasio por salvar una cabra un día que se pegó fuego el Rajolar?, pues don Recalde nos dijo que si nacemos torcidos ya iremos torcidos para siempre
—Por eso decía si te acordabas, porque un día andábamos por la Fuente Grande buscando restos prehistóricos y me dijo que si escarbamos en el monte con cuidado descubriremos sus heridas y como esas heridas son tan viejas guardan en el corte todo lo que tienen que contar de la vida de esos montes y de los animales y de los árboles y de las piedras
—Mira la cabeza de Napoleón Bonaparte, nosotros nos hemos hecho viejos y ella ahí está, con el sombrero más tieso que un palo y como si no le hubieran pasado el tiempo y la lluvia por encima
—Las heridas de la tierra me dijo don Recalde que son como las heridas de la gente y luego se puso a buscar caracoles de piedra cerca de la Peña María, debajo de la presa
—De todas maneras, el hombre estaba un poco tocado de la chola, a mí me dijo un día que cuando nos morimos, los demás no tendrán de nosotros más que los recuerdos y que si esos recuerdos son buenos pues que de puta madre y que si son malos pues que mala cosa, Justino, y a ver quién coño puede entender eso cuando eres un crío y tienes ocho o nueve años que tendríamos entonces
—Pero no puede ser bueno que las heridas se hagan viejas en la gente, Sebas, no puede ser bueno, a lo mejor es bueno para la tierra pero no para la gente, que luego salen esas heridas y se acaba como en el miserere.
Justino nunca supo cómo acaba el miserere. Eso se lo decía siempre su amigo Julián, el de Chiva, cuando una discusión se calentaba demasiado y el miserere, pensaba Justino, sería algo parecido a lo del rosario de la aurora
—No hay dios que pueda secar tantas heridas, Sebas, y en el pueblo ya no caben más tajos desde que nos levantamos hasta que nos echamos en la cama a dormir con el miedo
—Un día tienes que hablar con otro maestro que es como don Recalde, llegó hace dos meses de por Canales y es de una aldea de Galicia, como el Vatios, es un tío listo y dice que mató al alcalde y al cura de su pueblo y lleva tres años danzando por todas las cuadrillas de España.
Cuando Justino se despide de Sebas, la noche está oscureciendo el corazón de las sabinas y hay una humedad estática en el aire de los montes. El último cigarro se apaga en el tronco verde del silencio
—Los americanos y los rusos, Justino, cuando se acabe la guerra mundial se acabó Franco y esto será como tiene que ser, como tiene que ser y no como ahora, con tanta Falange y tanto cura y tanta mierda y tanto muerto.
En el espejo del puesto de guardia se miran la pana y los agujeros de las botas los tres guardias civiles. Y Bustamante, el cabo y comandante de puesto Gervasio Bustamante, no puede aguantarse la risa mientras en la calle empieza a caer la primera lluvia de la mañana.