Cuando Francisco Cermeño Fernández llegó a Los Yesares llovía a cántaros, el río era ancho como un océano y la central eléctrica era sólo un pozo lleno de raíces de algarrobo debajo de la cabeza de Napoleón Bonaparte. Entonces era joven, vestía un pantalón de pana negra, una chaqueta de franela y calzaba unos botines de piel oscura que relucían como la patena. Se alojó en la posada todo el tiempo que duró la construcción de la presa y al terminar la obra se quedó en el pueblo de electricista. Tenía treinta y cinco años cuando se cambió a la casa de los Ermurones y allí montó un taller lleno de cables y de aparatos eléctricos. Reparaba las luces de los carros y una tarde se quedó mirando las montañas que rodeaban el castillo
—Me gustaría haber vivido en la época de los moros, Nicasio, aquello sí que debió de ser la releche, venga guerras y guerras y a subir por las murallas y a pasarte la vida al pie de los castillos esperando que se muriera de viejo el jefe de los moros y tomar la fortaleza al asalto
Nicasio se le quedaba mirando y le sujetaba la barra del vehículo para que no se quemara con el estaño
—Estás loco, ni que no hubieras tenido bastante con tu guerra que aún piensas en la de los otros, estás como una chota
—Es que aquí en tu pueblo no tenéis aspiraciones ni sueños, en Galicia es otra cosa que te lo digo yo
—En Galicia hay brujas y las brujas os llevaron a Franco para que nos jodiera la fiesta, eso es lo que pasa en Galicia, Paco, y ten cuidado con el estaño, joder, que te vas a abrasar y a ver quién arreglará los carros y las luces del pueblo
—Franco no existe, Nicasio, no existe más que en nuestras cabezas porque nos lo metieron ahí como a un fantasma, para que el miedo nos durara toda la vida
—Siempre estás con lo mismo y como te coja Bustamante diciendo esas tonterías se te va a caer el pelo
—Que no, Paco, que no, que la mejor manera de que estemos siempre acojonados es no saber a quién le debemos el acojono
y Nicasio miraba de reojo las lomas del castillo, la lumbre quieta del estaño, los pájaros que volaban por las chimeneas del Ciazo
—Vamos a ver, cojones, ¿has visto tú alguna vez a Franco en persona?
—Hombre, en persona no, pero lo he visto en el Nodo, y tú también lo has visto, no me vengas con eso ahora
—Pero el Nodo es el Nodo y en persona es en persona, así, como tú y yo estamos hablando ahora, ¿eh, lo has visto?, pues si no lo has visto ¿cómo vas a saber si existe o no?
—Pero no me jodas, Paco, que tampoco he visto El Escorial y sé que tiene muchas ventanas, ¿o no tiene El Escorial muchas ventanas, eh?
—No me cambies de tercio y a ver si te explicas por qué nunca va a ningún sitio donde le puedan ver y hablar con él como habla la gente, que no, que ese fulano no es de verdad y lo que es de verdad son todos esos militronchos que nos jodieron la vida en la guerra y nos la están jodiendo después de la guerra
—Es que una guerra, una vez que se empieza, dura siempre, eso sí que lo sé seguro, Paco, y tú lo sabes mejor que yo, vaya si lo sabes mejor que yo.
En la cárcel le hicieron a Nicasio una herida en la espalda con una caña verde y salió a los tres meses porque no había hecho nada malo durante la guerra. Eso, al menos, le habían dicho los del ayuntamiento, el cura y el jefe de la Falange. A Paco el Vatios le salió pena de muerte porque se había pasado al bando republicano en mitad de la guerra y llegó a teniente porque según contaban se hinchó a matar nacionales como a conejos. La víspera del fusilamiento le cambiaron la pena de muerte por treinta años y cuando estaba a mitad del segundo le soltaron y le desterraron a más de mil quilómetros de su pueblo.
—Creo que me salvó un tío de mi madre, que era obispo en Ciudad Real o en Roma, que aquí en lo de los curas yo no andaba sobrado entonces ni ahora menos, y lo que yo te diga, Nicasio, que ni siquiera vi a Franco la noche antes del día en que me tenían que fusilar y ya sabes que cuando te van a matar ves hasta los fantasmas más invisibles, pues ni ésos vi, Nicasio, ni ésos, y a Franco menos que a ninguno
—Como te coja Bustamante te va arrear una somanta de palos que no te van a conocer ni en tu pueblo
—Mi pueblo es éste, Nicasio, ya hace muchos años que mi pueblo es éste, porque hay veces en que los pueblos son la gente que te recibe bien y que te quiere y olvidas lo malo, lo que te han hecho de malo a ti y a los tuyos
—Déjate ahora de lloros y dale al estaño, que se te enfría y el carro ha de estar para la tarde, dale y déjate de políticas que como nos cojan en esta conversación nos fusila Bustamante y se queda tan ancho.
Francisco Cermeño Fernández se volvió para mirar la cara tranquila de Nicasio, sus manos negras como el carbón de tanto trajinar por las aliagas del monte en busca de la vida. También miró el castillo y vio allí, en sus ruinas amarillas, el tiempo detenido y los moros con turbantes y cimitarras. Tres días después, el martes por la tarde, sus tripas se llenarían de aceite de ricino por una gracia del cabo Bustamante y esa misma noche se tiraría al monte. Era el mes de febrero de 1942 y hacía un frío que helaba las entrañas.