Me llamo Justino Sánchez Aparicio y acabo de matar a un guardia civil. Está aquí, con los ojos abiertos y es como si estuviera vivo en vez de muerto. Le metí el cuchillo en la columna vertebral y del agujero empezó a salir un hilo de sangre que tenía el color del monte y olía a romero mojado y a cagada de liebre. Antes de clavarle el cuchillo estuvimos hablando al amparo del alerón roto de la masada, mientras llovía sin parar y el guardia sacó un cuarterón de tabaco y me ofreció papel y fuego y liamos unos cigarros blancos con redondeles grises en las puntas. El guardia se llamaba Antonio, como se llaman Antonio casi todos los guardias que están trajinando por los montes de Los Yesares para acabar con los hombres del maquis.
—Fúmate uno, Justino, que un día es un día y estos cabrones no nos van a amargar la vida con sus bombas y sus cabronadas
—Es que yo fumo poco, señor Antonio, y cuando tengo el tembleque se me quitan las pocas ganas que ya tengo, y esta lluvia que no para de joder, que ya llevamos tres días sin parar y no hay manera
—Venga hombre, líate uno y no te amargues.
Nos fumamos un cigarro y el agua caía como un río por las tejas y se formaban gotas blancas en los extremos pinchosos de las aliagas. Desde la casa veíamos la cima de la Muela y los cinglos del alto de los Llanos. Y también veíamos el silencio, aunque el silencio es difícil de ver en los montes y en cualquier otra parte. Una vez me lo dijo Miteria, la cuñada de Ángel el de las cabras, que si nos callamos es como si el río y los montes y los prados no existieran
—Pero cuando nos quedamos como tontos mirando esos sitios en silencio, entonces es como si mirándolos a ellos estuviéramos mirando el silencio, Justino, que el silencio parece que no existe pero existe.
Ahora el guardia civil está muerto y veo su silencio en los correajes viejos de su uniforme de espía. El otro, el que lleva cuando va vestido de guardia, se lo dejó hace tres meses en el cuartelillo, con la pistola de reglamento y el tricornio. Él y dos números más se fueron al monte a mezclarse con los hombres del maquis, a ser como ellos, a buscar los sitios donde se reunían y donde ponían bombas para cortar los cables de la electricidad.
Yo estoy con los unos y con los otros. Ahora estoy con los otros porque acabo de matar a Antonio el guardia, que se ha quedado como si estuviera dormido, boca abajo, y luego le he dado la vuelta para que no se ensuciara la cara con el barro. Es cuando he visto que ponía cara de estar vivo porque tenía los ojos abiertos, como si tuviera miedo, como si alguien pudiera sentir el miedo después de muerto.
En el cigarro de Antonio hay un hilo de humo que se mezcla con el miedo de sus ojos.