Capítulo XVI

El potente roadster de Perry Mason volaba veloz por la carretera de Los Ángeles a Wilmington.

—Bien —dijo Mason, echando un vistazo a su reloj—, podemos cogerle todavía… con un poco de suerte. Pero tendremos que zarpar con lo puesto. Nuestro equipaje no habrá llegado a bordo. Es una lástima haber perdido aquellos baúles tan flamantes.

—Se engaña, jefe —dijo Della Street—. Nuestro equipaje estará a bordo.

—¿Cómo dice?

—No aparte los ojos de la carretera —le advirtió ella.

—¿Qué broma es ésa?

—Nada de broma. Usted me dijo que llenase los baúles con ladrillos y zapatos viejos. Yo no vi razón para hacerlo así y, en lugar de ladrillos, metí mis prendas y objetos personales. Cuando saqué el equipaje de casa de Rita no dije al mozo que lo llevase a la Trader’s Transfer Company, sino directamente al Presidente Monroe. Bastaba con hacer creer al sargento Holcomb que había sido llevado a la Trader’s. En cuanto al equipaje de usted, pagué a un ayuda de cámara para que lo sacase de su piso, empaquetase lo necesario y lo embarcase. Pensé que a usted no se le habría ocurrido hacerlo.

—Buena muchacha —dijo Mason—. Debí comprender que usted se acordaría de mí… Ahora me explico que Holcomb creyese que el equipaje estaba en poder de la Trader’s. Estoy un poco despistado sobre lo que ocurrió después, preocupado con jugar mis cartas de manera que la investigación marchase como a mí me convenía. ¿Me puede usted poner al corriente?

—El sargento —informó Della— se presentó como una tromba en la Trader’s Transfer Company, siguiendo la pista de ciertos baúles marcados con las iniciales «DM». Encontró el equipaje, en efecto, pero cuanto más insistió Trader en que no era el mío, más se emperró el sargento en que estaba en combinación con nosotros. Y se enfureció tanto, que abrió los baúles a golpes. Dentro encontró una porción de cosas de valor sustraídas de los edificios siniestrados por la banda de incendiarios. Al principio no comprendió de lo que se trataba, pero al ver todas aquellas capas de pieles y demás empezó a sospechar. Entonces me puse al habla con la brigada de detectives y no tardó en identificar la propiedad de tales prendas. Como es natural, el sargento Holcomb me detuvo, pero el juez Summer firmó el mandamiento de habeas corpus, y me puso en libertad casi en el momento en que Trader hacía ciertas confesiones comprometedoras.

—¿Acusó Trader a Weyman?

—No le había mencionado cuando yo abandoné la Jefatura de Policía. Acusó a Prescott y a esa Diana Morgan. Ahora supongo que tendrá usted lástima de una pobre trabajadora y satisfará mi curiosidad contándome lo sucedido, pero sin apartar la mirada de la carretera. Quiero llegar sana al buque.

—Bien, voy a contárselo —dijo Mason—. Todo empezó cuando me puse a razonar basándome en la psicología. Se me ocurrió que Walter Prescott tenía más bien la psicología de asesino que la de víctima, y esto me condujo a preguntarme quién había sido su posible víctima. Empecé a pensar en la desaparición de Carl Packard. De pronto vi una gran luz. Supongamos que Walter Prescott, como tasador de Seguros, hubiera estado, con o sin conocimiento de Wray, en combinación con una banda de incendiarios. No sería la primera vez que tal cosa ocurriese y explicaría muchos detalles. Y si Packard hubiese sospechado de Prescott y le estuviese siguiendo la pista, Prescott era precisamente el tipo apropiado para sacudirse tales moscones con singular éxito.

»Pero Carl Packard, que era la víctima lógica, no podía ser tal víctima, porque había hecho acto de presencia en el hospital y declarado voluntariamente que el accidente había sido culpa suya por encontrarse en aquel momento distraído por alguna cosa extraña que vio en aquella ventana.

»Packard iba avanzando por la pista de los verdaderos incendiarios. Éstos decidieron asesinarle de modo que fuese virtualmente imposible atribuirles el hecho. Verá usted lo que sucedió: Weyman, uno de los conspiradores, hizo que sus compañeros le golpeasen hasta parecer que había sufrido algunas lesiones leves en un accidente de automóvil. Luego, cuando Packard se dirigía a la casa de Walter Prescott, Harry Trader le fue siguiendo con su gran camión, y en el momento preciso lo echó sobre el coupé de Packard. En seguida sacó a Packard, lo subió al camión cubierto, observé que el camión cubierto fue un importante factor en la conspiración, y lo llevó apresuradamente al hospital. No volvemos a entrar en contacto con el herido hasta que aparece en aquel centro benéfico. Pero a semejanza de esos prestidigitadores que efectúan sus trucos mientras avanzan por el pasillo del escenario, la víctima fue sustituida durante aquel viaje en el camión cubierto.

»Cuando más pensaba en ello, más me afirmaba en lo perfectamente plausible que sería tal asesinato. Jason Braun, alias Carl Packard, fue subido al camión en estado de inconsciencia. Quizá moribundo. Pero todo indica que fue inmediatamente víctima de una agresión brutal que le destrozó la cabeza de tal modo que su identificación se hizo virtualmente imposible.

»Cuando el camión llegó al hospital, Weyman, fingiéndose sin conocimiento, ocupó el puesto de Jason Braun y fue introducido en una camilla.

»Llegamos ahora al toque maestro. Jason Braun tenía que desaparecer permanentemente. Los conspiradores querían que no hubiese nada sospechoso en su desaparición. Discurrieron para ello el detalle de la amnesia traumática, y el doctor Wallace se tragó el anzuelo con cuerda y todo. El doctor aplicó unos parches al rostro de Weyman, y el falso herido volvió a su casa, no sin antes derramarse un poco de whisky en las ropas para aparentar que había estado bebiendo y peleándose.

»Cuando llegó a su casa, su mujer le contó las últimas habladurías de la vecindad y, principalmente, lo que la señora Anderson había visto en casa de Walter Prescott.

»Weyman se dio cuenta inmediatamente de la maravillosa oportunidad de asesinar a Prescott y deshacerse de él. Prescott era una espina clavada en la carne de los incendiarios, pues la única persona de que sabemos que Jason Braun sospechaba, en relación con la banda de incendiarios, era Walter Prescott. Los conspiradores temían que si Braun se enteraba de que Walter estaba en combinación con ellos se enterarían también otras gentes. Y si Walter llegaba a ser detenido, los comprometería a todos con sus declaraciones.

»Como extraña coincidencia, y formando parte de la comedia representada por los conspiradores en el hospital, Weyman, en su papel de Packard, había afirmado que el accidente era culpa suya por haberle distraído la atención algo que vio en la ventana de la casa.

»Weyman decidió, pues, visitar a Walter Prescott, que había regresado a su casa a continuación del accidente, después de la marcha de su mujer, y antes de la llegada de Rita Swaine. Weyman se puso guantes, sacó el revólver de su escondite, se acercó a Walter Prescott bajo el disfraz de la amistad, y disparó sobre él por tres veces antes de que se diera cuenta. Luego volvió el arma a su escondite, y abandonó la casa.

»Como ve usted, el crimen tuvo que ser cometido después de que Jimmy Driscoll entregó el revólver a Rosalind Prescott. Es decir, si vamos a creer en el testimonio de Wray, y no hay razón para que no lo creamos. En otras palabras, Prescott estaba vivo a las once y cincuenta y cinco. Virtualmente Driscoll justifica cada minuto transcurrido después. Claro que pudo dejar el teléfono y matar a Prescott, debido a cosas enteramente ajenas al elemento tiempo.

»Observe la manera en que fue muerto Prescott: fue muerto en su dormitorio. Fue muerto sin señales de lucha. Fue muerto por alguien que, bajo el disfraz de la amistad, pudo aproximarse a él, sacar un revólver y disparar tres veces antes de que se diese cuenta de que estaba en peligro.

»Prescott había denunciado previamente a la policía que alguien rondaba su casa y que creía que se proponía matarle. Es muy posible que hubiese visto a Braun cuando éste realizaba algunas investigaciones preliminares. En todo caso, Driscoll, que era su enemigo jurado, no pudo acercarse a él en el limitado espacio de tiempo que dispuso. Habría encontrado a Prescott demasiado en guardia, demasiado hostil. No, Prescott tuvo que ser muerto por un amigo, por alguien en quien él había depositado su confianza.

»Rita Swaine pudo ser la autora. Stella Anderson, también. Y hasta la señora Weyman. Pero ninguna de las tres era un asesino lógico y posible. Rita no habría sacado el revólver de su escondite después de pasar tantas fatigas para que la señora Anderson la viese en el solarium. La señora Anderson y la señora Weyman no tenían motivo para cometer el crimen. Ninguna de las tres podría haberse aproximado a Walter en su dormitorio sin despertar las sospechas de la futura víctima.

»Había únicamente una persona que sabía que el revólver estaba escondido en aquel sitio, y ésta era Weyman. Su mujer tuvo que decírselo y, al mismo tiempo, preguntarle si debía o no avisar a la policía…

»El negocio de Prescott consistía en averiguar los edificios fuertemente asegurados, retirar de ellos las cosas más valiosas, prenderles fuego, y, posteriormente, como tasador, obligar a la Compañía aseguradora a un espléndido arreglo.

»La banda tenía que disponer de algún procedimiento para deshacerse de los objetos. La pelirroja de la oficina de Prescott me pareció bastante sospechosa. No sé por qué se me antojó que su papel de estenógrafa y secretaria no era más que eso… un papel. Tan pronto como nuestras investigaciones descubrieron que llevaba una doble vida, comprendí que estaba en lo cierto. Como Diana Morgan, una rica divorciada que viajaba por el país, estaba en situación de hacerse llevar a su departamento cajas y baúles, servicio siempre realizado por Trader, y en ellos iban los valores. Su piso de Bellefontaine constituía un excelente lugar para esconder cualquier clase de contrabando. Más tarde, cuando los conspiradores encontraban ocasión de deshacerse de él, lo sacaban de allí encerrado en baúles, maletas y cajas, con pretexto de un viaje».

—¿Qué me dice de Jimmy Driscoll? —preguntó Della.

—Driscoll, o Rodney Cuff, su abogado o ambos, tenían evidentemente algún atisbo de la verdad. Opino que Jimmy trató de complicar a Rita con objeto de quedar en libertad y ver, en unión de Rosalind, la manera de aclarar el caso. Desgraciadamente yo no tuve tiempo de colaborar con Rodney Cuff, que había conseguido ya poner el pie en la verdadera pista.

—Entonces —observó Della—, Weyman y Trader tuvieron que robar un coche, llevar el cadáver de Jason Braun a las montañas de Santa Mónica, despeñar el coche, y dejar el cadáver en tal estado que sus facciones fuesen prácticamente irreconocibles. ¿Fue así?

—Así fue —dijo él—, sólo que creo que los destrozos del rostro de Braun se hicieron en el camión cubierto, camino del hospital. Es algo que horroriza recordar.

Viajaron en silencio durante un par de millas. Al fin Della Street se aventuró a preguntar:

—¿Por qué quería usted que el sargento Holcomb se apoderara de aquel equipaje?

—Porque necesitábamos pruebas. Yo no quería desenmascarar a Weyman hasta contar con algo concreto. Weyman era tan hábil que consiguió engañarme. Cuando comprobé la verdad, pensé que eludiría la situación y que me sería necesario hacer algunas acusaciones en plena audiencia. Weyman no tenía absolutamente nada que temer de nadie excepto de una persona. Esta persona era el doctor James Wallace. Sabiendo que el doctor figuraría probablemente como testigo en la investigación de la muerte de Jason Braun, no podía yo creer que Weyman tuviese la audacia de comparecer por la sala. Pero ahí fue donde Weyman fue más astuto de lo que yo le suponía. Si hubiese rehusado obedecer la citación, ello habría sido una circunstancia acusadora por sí misma. Por eso Weyman nos burló a todos alegando que se le había infectado el rostro, y vendándose de tal manera que nadie en absoluto pudiera reconocerle.

»Yo creí, claro está, que en cuanto Holcomb estuviese sobre la pista, sacudiría a Trader y Rosa Hendrix hasta hacerles soltar todas las ciruelas. Pero para entonces nuestro buque estaría ya navegando. Quien más me ha ayudado a conseguir mi final espectacular y vertiginoso ha sido Scanlon. Le expliqué en líneas generales lo que perseguía y accedió a dejarme las manos libres, dentro de límites razonables».

—¿Y por qué no se lo contó también al sargento Holcomb?

Mason rió entre dientes.

—En primer lugar —dijo—, Holcomb habría tratado de atribuirse todo el mérito, y, en segundo, no habría querido cooperar. No se habría decidido a buscar el equipaje de Diana Morgan, de no haberle hecho creer que contenía algunas cosas que podían comprometernos a usted y a mí.

—¿Cómo fue que llegó usted a sospechar de Weyman, jefe?

—Empecé a fijarme en el detalle de que él y Prescott se mudaron a la barriada casi al mismo tiempo… hace seis meses. Sabiendo que si se había realizado un cambio de víctimas en el camión, el hombre que fue al hospital tuvo que recibir tratamiento médico, y recordando que el doctor Wallace había dicho que las heridas eran faciales y superficiales, lo extraño es que yo no sospechase de Weyman.

—¿Intervino Trader en el asesinato de Prescott? —preguntó Della.

—No. No se enteró de él hasta después, porque se dirigió directamente a entregar los bultos en el garaje de Prescott. Luego, al enterarse del asesinato, y comprender que la policía registraría el garaje, llevó la mercancía al piso de Diana Morgan, de donde volvió a sacarla anoche, oculta en el interior de gran número de costosos baúles, cajones y maletas.

Della Street quedó durante unos momentos profundamente pensativa.

—¿Por qué apoyó Weyman a Driscoll jurando que le había visto en el teléfono? —preguntó al fin.

Mason se echó a reír.

—Porque era astuto como un diablo. No le importaba nada Driscoll, pero jurando, al parecer forzadamente, que le había visto desde aquel punto de la calle, se proporcionaba a sí mismo una coartada para el caso de que alguien le preguntase dónde se encontraba en el momento de ocurrir el accidente de auto. Fue un acto muy hábil. Le habló de ello a su mujer, sabiendo que ésta se lo diría a la señora Anderson, a quien el abogado de Driscoll no dejaría de interrogar. El procedimiento engañó a todos. Yo podía dudar de si fue Jimmy Driscoll a quien vio en el teléfono, pero estableció tan hábilmente su coartada que tardó bastante en ocurrírseme que Weyman estuviese entonces en el camión en vez de estar en la calle.

—Muy bien —dijo Della—. Ya sé lo suficiente para figurármelo todo. Si hay algunos cabos sueltos yo misma puedo atarlos. Ahora atienda a la conducción, pues la carretera parece cada vez más concurrida y por lo tanto peligrosa.

Mason deslizó una mirada a su reloj de pulsera, frunció el ceño y pisó el acelerador hasta el suelo.