Grupos de nubes bajas, arrastradas en solemne procesión por un fresco viento del Sur, se deslizaban suavemente sobre las calles de la ciudad, dejando caer de vez en cuando cortos aguaceros. La mañana era triste y sombría, como precursora de desastres.
Un mozo de cuerda, plantado ante la portada, discutía tenazmente con el portero de la casa de miss Swaine.
—Todo lo que sé —decía— es que la oí decir que va a venir una amiga suya. Se trata de un subarriendo o algo por el estilo. Hay que meter en las habitaciones todo el equipaje marcado con las iniciales «DM». También me dijo que, en caso de que tropezase con dificultades, le entregase a usted esta carta.
El portero abrió el sobre, leyó la misiva, se rascó la cabeza y dijo:
—Bien, parece que todo está en orden. Rita Swaine tiene una renta pagada y está en la cárcel. Me dice que permita que miss Della Street meta sus cosas en el piso, y aquí las trae usted. Sospecho que está en su perfecto derecho. Enviaré al muchacho arriba a que abra la puerta.
El mozo volvió a la camioneta que había dejado junto a la acera y empezó a apilar sacos, maletas y baúles.
—¿Cómo va usted a meter todo eso en una sola habitación? —preguntó el portero.
—De algún modo me las arreglaré —contestó el mozo—. Lo apilaré en el centro del piso si no puedo hacer otra cosa. Ella me dijo que lo metiese, y lo meteré.
El negro del ascensor se acercó a la portería.
—Patrón —dijo—, recordará que el policía ordenó que se le telefonease si alguien intentaba entrar en el piso.
—Nadie trata de entrar —replicó el portero—. Este hombre quiere, sencillamente, meter algún equipaje. No obstante, se lo notificaré en seguida al sargento Holcomb.
Introdujo una clavija en la centralilla, llamó a la Jefatura de Policía y preguntó por el sargento Holcomb, de la Brigada de Homicidios. Mientras esperaba, el mozo y el negro del ascensor subieron el equipaje a la habitación de Rita Swaine.
Unos momentos después preguntaba la voz del sargento Holcomb:
—¡Hola! ¿Qué pasa?
—Aquí el portero del número trescientos ochenta y ocho de Chestnut Street. Recordará usted que miss Rita Swaine tiene alquilada aquí una habitación y que usted me dijo que le comunicase si trataba alguien de sacar algo de ella. Bueno, nadie trata de sacar nada, pero sí de meter, porque miss Swaine ha dado orden de entrar el equipaje de miss Street en su departamento. El mozo trajo unas cuantas maletas, baúles y… Espere un minuto y lo miraré… Sí, eso es, Della Street… ¿Cómo? Bien, ¡maldita sea!
El portero tiró de la clavija y su rostro se estiró con enérgica determinación.
Della Street, vestida a la última moda, tan serenamente confiada como un jugador de póquer que empuja un montón de fichas azules hacia el centro de la mesa, apareció en la puerta de la calle, se aproximó a la portería y dijo:
—Soy miss Street. He cometido una terrible equivocación.
—¿Es usted la que envió el equipaje a la habitación de miss Swaine? —preguntó el portero.
—Cierto. Pero este equipaje no es el que debió subir. Está marcado «DM» y debió ser entregado a la Trader’s Transfer Company para su almacenaje. ¿Dónde está el mozo, me hace el favor?
—Está arriba.
—He visto la camioneta en la puerta —dijo Della Street, mientras hipnotizaba al portero con una sonrisa.
Luego se aproximó al ascensor y se metió en la cabina. El ascensor la llevó al cuarto piso. El portero titubeó un momento, y una vez más introdujo la clavija en el cuadro y pidió por la Jefatura de Policía. Puesto en comunicación, quiso volver a hablar con el sargento Holcomb, pero al cabo de una espera de dos minutos le contestaron que el sargento acababa de salir.
El portero estaba sacando la clavija cuando la puerta del ascensor se abrió una vez más y el sudoroso mozo empezó a sacar maletas, sombrereras y baúles. El ascensor hizo otro viaje para acabar de bajarlo todo. Con la segunda carga descendió Della, pizpireta y sonriente.
—Muchísimas gracias —dijo al portero, y se encaminó a la puerta de la calle.
Los ojos del portero la siguieron golosos, hasta que desapareció.
No habían pasado cinco minutos cuando el sargento Holcomb se presentó en el portal.
—¿Dónde está ella? —preguntó.
—Todo está arreglado, sargento —contestó el portero—. Siento haberle molestado. Traté de volver a hablar con usted. Todo fue un error, pero ya está arreglado.
—¿Qué diablos quiere usted decir con que ya está arreglado?
—Pues que se marchó.
—¿Quién se marchó?
—Della Street.
—¿Estuvo aquí?
—Sí.
—¿Y el equipaje? ¿Lo metieron en la habitación?
—No. La señorita dio contraorden, dijo que todo había sido una equivocación y se lo llevó.
—¿Qué se llevó?
—El equipaje.
—¿Abrió usted la habitación con una llave maestra?
—No lo hice precisamente. Se encargó de ello el mozo del ascensor.
—¿Y metieron el equipaje?
—Eso es lo que quería decirle a usted, sargento. No metieron el equipaje. Fue una equivocación. Tan pronto como vi a miss Street, me di cuenta de que…
—No me interesa eso —interrumpió el sargento Holcomb, metiendo la cara en el mostrador—. ¿Entró el equipaje en la habitación… aunque únicamente fuese un segundo?
—¡Oh, no sé tanto! Supongo que entraría parte de él durante un segundo o dos. No estuve presente.
—¿Estuvo Della Street sola en la habitación con parte del equipaje?
—No lo sé…, espere un minuto…, déjeme recordar… Sí, debió estar, porque la primera carga de bultos bajó con el operador y el mozo de equipajes. Los descargaron y subieron a buscar otra remesa. Miss Street tuvo que estar dentro de la habitación con…
—¡Imbécil! —tronó Holcomb—. Es la secretaria de Perry Mason. Y Perry Mason es el defensor de Rita Swaine. Necesitaban sacar algo de esa habitación y no sabían cómo conseguirlo. Por eso metieron el equipaje, se las arreglaron para que ella quedara sola en la habitación, abrieron uno de los baúles vacíos, metieron en él lo que querían y desaparecieron. ¿Comprende usted ahora?
El portero miraba al sargento Holcomb con expresión de incredulidad.
—Tenga en cuenta, sargento —se aventuró a decir al fin—, que es toda una dama, esbelta, bien vestida, refinada…
—¡Bah! Me da usted náuseas. ¿Por qué no la retuvo?
—¿Retenerla? ¿Cómo iba a hacerlo?
—Diciéndole que quedaba detenida. Reteniéndola hasta que yo llegase.
—Pero usted me dijo particularmente, sargento, que no dijese a nadie que iba a venir.
Se ensombreció el rostro de Holcomb. De pronto, el portero tuvo una brillante idea.
—Espere un momento, sargento. Puedo decirle a usted adónde llevaron el equipaje. Si se da usted prisa, aún podrá alcanzarlos.
—¿Adónde?
—A la Trader’s Transfer Company. Lo van a almacenar allí.
—¿Qué aspecto tenía?
—Es un equipaje de categoría y casi nuevo.
—¿De qué se componía?
—¡Oh, de todo! Sombrereras, sacos de mano, maletas, baúles de camarote…
—¿Alguna marca?
—Sí. Todos llevaban las iniciales «DM».
—¿«DM»?
—Sí.
—Su nombre es Della Street. ¿Por qué haría poner «DM» en su equipaje?
—No lo sé. Ella habló de algo que era un equipaje cambiado equivocadamente. Si quiere usted examinarlo, probablemente podrá interceptarlo si…
El sargento Holcomb volvió la espalda y cruzó el portal en dos zancadas. Un momento después el portero oía el lamento de la sirena de su coche.
* * *
Emil Scanlon miró al Jurado y dijo:
—Todos habéis visto los restos mortales.
El Jurado hizo signos afirmativos.
—El objeto de esta investigación es determinar cómo encontró la muerte este hombre. Pudo ser una muerte accidental o deliberada. Hasta existe la posibilidad del suicidio. Deseo, señores, que dediquéis la mayor atención a la prueba. Esto no es, precisamente, la vista de un proceso. Yo conduzco mi investigación con más o menos formalidades. Lo que me interesa es llegar a los hechos. A algunos presidentes no les importa que los abogados hagan preguntas. A veces, a mí tampoco. Pero es preciso que yo esté convencido de que los abogados no tratan de perder el tiempo y de enredar las cosas con tecnicismos. No siendo así, accederé gustoso a que hagan preguntas. Creo, señores, que entenderéis vuestros deberes. Llamaremos al primer testigo.
Se produjo cierto revuelo en la sala. Un hombre con un rostro tan vendado que apenas se le veían la nariz y un ojo, dijo con voz apagada.
—Pido que se me dispense.
—¿Quién es usted? —preguntó Scanlon un tanto malhumorado.
—Soy Jackson Weyman. Fui testigo en la otra investigación, y ahora alguien me ha citado para ésta. Estoy enfermo.
—¿Qué le pasa?
—Cortes en el rostro que se me han infectado —explicó Weyman—. No tengo nada que declarar. Ya debería estar en la cama…
Fue interrumpido por una mujer guapa, que se puso en pie al otro extremo de la sala.
—A mí me pasa lo mismo —dijo—. Yo soy mistress Anderson. También fui testigo en el otro caso. Se me ha ordenado que comparezca a declarar, y no sé absolutamente nada sobre éste…
—Quizá sepa usted más de lo que cree —replicó Scanlon—. Ya que ha sido usted citada, le ruego que se siente y escuche algunas declaraciones. En cuanto a usted, míster Weyman, debido a su estado físico, le llamaré lo antes que pueda. El primer testigo, no obstante, será el doctor James Wallace.
El doctor Wallace se levantó del asiento, y se dirigió al estrado.
—Pero solicito que se haga algo que me permita retirarme —insistió Weyman con voz apagada por los vendajes—. Tengo una infección que puede hacerse peligrosa, a menos que guarde absoluto reposo y…
—Debió usted presentar un certificado facultativo —dijo Scanlon—. Pero ya que ha venido usted, siéntese y procure tranquilizarse. Terminaré con usted en muy pocos minutos. Tengo solamente que hacer unas preguntas formularias al doctor Wallace. Doctor Wallace, está usted matriculado en este Estado como médico y cirujano, y es usted, además, jefe de los internos del hospital de la Buena Samaritana de esta ciudad. ¿Es cierto?
—Sí, señor.
—¿Lleva usted ejerciendo el cargo de ese hospital más de un año?
—Sí, señor.
—¿Ha visto usted los restos mortales en las mesas del depósito?
—Vengo ahora de él.
—¿Conocía usted a la víctima?
—Sí, era un individuo a quien traté el trece de este mes de conmoción, lesiones leves y amnesia traumática.
—¿En dónde, doctor?
—En el hospital de la Buena Samaritana. Había sido víctima, según tengo entendido, de un accidente de automóvil. Recobró el conocimiento al entrar en el hospital. Encontré que sus heridas físicas eran relativamente superficiales, las traté y, en el curso de mi conversación, descubrí que el individuo padecía de amnesia traumática. El…
—¿Qué entiende usted por amnesia traumática, doctor?
—Una pérdida de memoria superinducida por violencia externa. El paciente no sabía quién era ni dónde vivía.
—¿Qué hizo usted, doctor?
—Encaminé hábilmente la conversación de manera que saliese a relucir la ciudad de Altaville. Yo había averiguado previamente, por una licencia de conductor encontrada en su bolsillo, que el hombre vivía en Altaville y que su nombre era Carl Packard. Orientando la conversación hacia Altaville y sus contornos, procurando no aumentar su confusión mental, no tardé en darme cuenta del estado del paciente.
—¿Qué hizo usted de su licencia de conductor?
—Se la devolví.
—¿Sabía él quién era en aquel momento?
—¡Oh, sí! Recordó su identidad y pudo expresarse inteligentemente.
—¿Sabe, doctor, que después de abandonar el hospital aquel hombre desapareció?
—Eso me han dicho.
—Más tarde se le encontró aplastado bajo un automóvil en el fondo de un precipicio, en las montañas de Santa Mónica. Las gravísimas heridas sufridas, le mataron casi instantáneamente, como demuestra el certificado de autopsia.
—He podido comprobar —dijo el doctor—, con un solo examen superficial, que el cráneo quedó completamente destrozado.
—Existen también otras numerosas heridas internas y fracturas de huesos. Ahora bien, doctor, necesito saber si es posible que el paciente no se hubiese curado de su amnesia y anduviese vagando en una especie de estupor.
—Absolutamente imposible —afirmó el doctor con desafiadora energía—. Cuando yo doy de alta a un paciente porque está curado, está curado. Si hubiese habido alguna posibilidad de inmediata recaída en su estado, no le habría permitido salir del hospital. Ustedes comprenderán, no obstante, que si se hubiese producido alguna conmoción independiente, alguna otra herida, quizá, sería posible que se hubiese desarrollado otra amnesia traumática, pero enteramente separada y distinta de la primera.
—Lo comprendemos —dijo Scanlon—. ¿Qué puede decirnos ahora de la identificación del cadáver?
—En vista de su estado —contestó Wallace—, mi identificación tiene que basarse, por fuerza, en ciertas pruebas circunstanciales. Por ejemplo, ha quedado definitivamente demostrado que el hombre que me dio el nombre de Carl Packard en el hospital, y que aparentemente vivía en Altaville, era, en realidad, un investigador de la Cámara de Aseguradores Contra Incendios, llamado Jason Braun. Había adoptado, al parecer, el alias de Carl Packard con el fin de facilitar algunas de sus investigaciones, y, habiendo recobrado la memoria en lo referente al alias, recordó, naturalmente, el motivo de tener que ocultar su verdadera identidad. He ahí por qué no mencionó nunca el nombre de Jason Braun y se limitó a mostrarse de acuerdo con mi suposición de que era Carl Packard, avecindado en Altaville.
»Ahora bien, la Cámara de Aseguradores contra Incendios conserva las huellas digitales de todos sus investigadores y, a pesar de la descomposición parcial del cadáver, pueden comprobarse fácilmente las arrugas y espirales de los dedos. Aunque no soy perito de huellas digitales, soy un anatomista y he comprobado cuidadosamente las impresiones digitales del cadáver con las de Jason Braun. Habiéndome asegurado en primer lugar de que el hombre a quien curé era en realidad Jason Braun, no he tenido dificultades ni titubeos en identificarle ahora como la persona cuyo cadáver se encuentra en estos momentos sobre la mesa del depósito.
—Nada más por ahora, doctor Wallace —dijo Scanlon.
—Un momento —intervino Mason—. ¿Me permite esta presidencia dirigir una o dos preguntas al testigo?
—Puede hacerlas —contestó Scanlon.
—En el momento en que aquel individuo, Packard, o Braun, como quiera usted llamarle, recobró el conocimiento en el hospital…, es decir, cuando recobró la consciencia de su personalidad…, ¿habló del accidente con usted, doctor?
—Hablamos, en efecto.
—¿Qué dijo del accidente?
—Dijo que había visto algo en una casa de la derecha, lo que le había obligado a concentrar su atención en aquella ventana, descuidando lo que pasaba en torno suyo. Luego, repentinamente, se dio cuenta de que se le echaba encima un enorme bulto por la izquierda. Volvió entonces la vista a tiempo de ver que un gran camión viraba para entrar en la calle Catorce. Trató entonces de accionar los frenos, pero ya era demasiado tarde. El camión le embistió y los dos coches salieron lanzados hacia la acera, donde Packard perdió el conocimiento en el momento en que se produjo el choque.
—Si me lo permite la presidencia —dijo Rodney Cuff, poniéndose en pie—, que conste mi objeción a esta forma de interrogatorio. Braun, o Packard, como queramos llamarles, está ya muerto. Nunca podrá declarar lo que vio. Todo intento de perpetuar en las actas un testimonio por este procedimiento indirecto, es altamente irregular.
—No lo juzgo yo así —repuso Scanlon—. Estamos tratando de determinar cómo encontró la muerte la víctima, ya sea por asesinato, por suicidio o por conducir su coche en una especie de inconsciencia, lo que le ocasionó el accidente.
—¿Puede entenderse, entonces, que éste es el único objeto de la prueba? —preguntó Cuff.
—Exactamente —contestó Scanlon—. Aquí sólo se trata de determinar lo que causó la muerte de la víctima. No tratamos de determinar la culpabilidad de nadie. En cuanto a su cliente, míster Cuff, creo que, por el momento, no se ha producido cambio alguno que le comprometa.
—Protesto de esa observación —dijo Cuff rápidamente—. Su Señoría parece insinuar que antes de que termine la investigación, puede surgir algún incidente que indique que mi cliente, míster Driscoll, tiene algo que ver con esta muerte.
—No he querido insinuar tal cosa —replicó el presidente—, y me permito indicar al señor abogado que su actitud no favorece en nada los derechos de su cliente. Siéntese.
Cuff pareció ir a decir algo, pero cambió de propósito y se sentó lentamente.
—¿Quiere hacer alguna pregunta más al doctor? —preguntó Scanlon a Perry Mason.
—He terminado —contestó Mason.
—¿Desea el representante del fiscal interrogar al doctor Wallace? —inquirió Scanlon.
—Por ahora no —contestó Overmeyer—. Deseo únicamente interrogar al cirujano que efectuó la autopsia y a los agentes del tráfico que descubrieron el cadáver… Pero espere un momento, doctor Wallace, voy a hacerle una sola pregunta: ¿le dijo el herido algo que indicase lo que había visto en aquella ventana?
—Sólo me dijo que fue algo muy raro…, desconcertante, o cosa por el estilo. No recuerdo las palabras exactas.
—Eso es todo —dijo gravemente el representante del fiscal.
El doctor Wallace se dirigió a la parte del salón ocupada por testigos y peritos. Perry Mason le detuvo a mitad del camino.
—Un momento, doctor. Quisiera que permaneciese usted aquí unos minutos. Serán cinco a diez como máximo. ¿Tiene la amabilidad de ocupar aquel asiento?
Mason indicó una silla ocupada un momento antes por Jackson, su pasante. Aquella silla estaba ahora vacía. El doctor consultó su reloj de pulsera y dijo con gesto de contrariedad:
—Muy bien, pero tengo unas operaciones importantísimas en el hospital y agradecería se me dejase libre lo antes posible.
—En seguida, doctor —prometió Scanlon—. Siéntese un momento.
El doctor Wallace ocupó la silla. Jackson Weyman, que se sentaba en la inmediata, volvió el único ojo visible entre sus vendajes para mirar con curiosidad al doctor.
—El testigo siguiente —anunció Scanlon— será Edward Bird, uno de los agentes del tráfico que encontraron el cadáver en el lugar del suceso.
Edward Bird avanzó para prestar juramento, muy complacido, al parecer, del interés que despertaba. Se plantó muy tieso frente al jurado y se cercioró de que su chaqueta de uniforme no presentaba una mota de polvo ni la menor arruga. Luego se ajustó el revólver, que le caía sobre la cadera pendiente de un ancho cinturón, se sentó y dijo muy complacido mirando al presidente:
—A sus órdenes.
—¿Es usted uno de los agentes que descubrieron el cadáver objeto de esta investigación?
—Sí, señor, yo y mi compañero, Jack Moore, subíamos por la carretera cuando nos dimos cuenta de que algunas ramas de un roble que asomaban por un desmonte, habían sido rotas recientemente. Detuvimos el coche, observamos aquellos alrededores y descubrimos que algún objeto pesado se había precipitado al fondo del cañón a través de los árboles. Nos descolgamos por la pendiente y llegamos al borde de un precipicio de unos sesenta pies de profundidad. En su fondo vimos un coche completamente volcado. Nos llevó media hora descender allí. La víctima estaba aprisionada bajo el vehículo. La parte posterior del asiento delantero le había aplastado la cabeza como una cáscara de huevo. Llevaba muerto algún tiempo. El cuerpo mostraba ya señales de descomposición. Llevaba dos días bajo los ardores del sol.
—¿Qué hicieron ustedes?
—Avisamos al forense, llevamos un equipo de salvamento, sacamos primeramente el cadáver a la carretera y luego los restos del coche.
—¿Estaban ustedes presentes cuando los representantes del fiscal del distrito examinaron el volante en busca de huellas digitales?
—Sí, señor.
—Le enseñaré una colección de objetos para que pueda identificarlos.
El presidente sacó de un saco de cuero negro un paño blanco, lo extendió, y mostró una colección de objetos. El agente los examinó atentamente, movió la cabeza y dijo:
—Sí, éstas son las cosas que sacaron de los bolsillos del muerto. No había más en ellos.
—¿Está usted seguro?
—Sí.
—¿Qué puede decirnos del automóvil encontrado en el fondo del precipicio?
—Era un automóvil robado. Había sido robado a las seis y media de la tarde del día trece; denunciaron el hecho una hora más tarde, pero no se lo volvió a ver hasta que fue encontrado en el fondo del precipicio.
—Creo que esto es todo —dijo el presidente—. ¿Desean ustedes dirigirle alguna pregunta?
Mason se puso lentamente en pie.
—Yo deseo hacer una —dijo—. Pero, entretanto, me permito indicar a la presidencia que ha olvidado su promesa a míster Weyman. Este hombre está evidentemente muy enfermo y creo que se le debía tomar declaración ahora o renunciar definitivamente a ello. Las pruebas de este caso son muy claras y no veo que haya necesidad de interrogar a míster Weyman. Pido que se le dispense.
—Míster Weyman está aquí y no veo razón para que no declare —replicó Scanlon.
—Pero está enfermo —insistió Mason, un tanto malhumorado.
—No ha presentado certificado facultativo para demostrarlo —recalcó el presidente—. Si se sentía demasiado enfermo para asistir a esta investigación, debió hacer que su médico certificase.
—Bien, pero es evidente que no está en condiciones de declarar. No hay más que mirar sus vendajes. Me permito hacer una sugestión. Hay un facultativo sentado a su derecha. Que el doctor Wallace le examine el área infectada y exponga su opinión. No creo que se pueda obligar a declarar a un hombre en ese estado.
El doctor Wallace miró interrogadoramente al forense. Éste no apartó sus ojos de Perry Mason.
—Muy bien —dijo al fin—, puede usted, doctor, proceder al examen.
El doctor Wallace alargó el brazo, despegó diestramente un trozo de esparadrapo, cogió entre los dedos un extremo de la venda y empezó lentamente a desenrollarla.
Weyman disparó su puño izquierdo. El golpe cogió al doctor en plena mandíbula, echándole la cabeza hacia atrás. Pero los dedos del doctor retenían todavía el extremo de la venda.
Weyman saltó sobre el respaldo del asiento. El presidente gritó «¡Detengan a ese hombre!», y alguien le agarró por las piernas. Weyman pataleó desesperadamente. El doctor Wallace, algo repuesto del golpe, cogió al individuo por el cuello de la americana con la mano izquierda. Su derecha tiró de la venda… De pronto, todo el vendaje se desprendió del rostro de Weyman, para quedársele enroscado en el cuello. El doctor Wallace clavó su mirada en las facciones del individuo y exclamó, dilatados los ojos por el asombro:
—¡Gran Dios! ¡ES EL HOMBRE MUERTO!
Estalló un pandemónium mayúsculo en el atestado salón.
Perry Mason se volvió a Rodney Cuff, le hizo un gesto irónico y gritó:
—¡Ahí tiene usted resuelto su caso de asesinato, compañero!
Todo el ángulo del salón donde Weyman luchaba por escapar se convirtió en una agitada masa de espectadores. El presidente renunció a todo intento de restablecer el orden. Los mismos jurados saltaron de sus escaños y se unieron al tumulto. Perry Mason consultó su reloj de pulsera, hizo un guiño a Scanlon y dijo con voz tranquila:
—Gracias por su cooperación. Me quedan cincuenta y siete minutos para ir a mi despacho, recoger el pasaporte y alcanzar mi buque para Honolulú, el Oriente, Bali, Singapur y otros apartados lugares.