Capítulo XIV

Perry Mason, con los pulgares enganchados en las sisas del chaleco y la cabeza inclinada hacia delante en actitud pensativa, se paseaba por su despacho con rítmicos pasos. De vez en cuando lanzaba alguna observación a Della Street, sin apartar la mirada de un punto fijo en el espacio.

—No acabo de comprender —murmuraba—; es como el que trata de coger en la oscuridad un pequeño globo que pende de una cuerda. Tropieza con nuestros dedos, rebota y desaparece. Tanteáis en su busca, lo volvéis a tropezar, y desaparece de nuevo… ¿Qué diablos pudo haber visto Packard en aquella ventana…? Y Packard fue asesinado, no lo olvidemos. Personalmente, me inclino a creer que estaba sin conocimiento cuando alguien lanzó el coche por el precipicio. En primer lugar, era un coche robado. ¿Para qué iba a robar Packard un coche? En segundo lugar, no había una sola huella en el volante, y Packard no llevaba guantes. Alguien robó aquel coche y borró todas las huellas. Packard se encontraba sin conocimiento… Lanzaron el coche carretera arriba, luego aquel alguien que llevaba guantes se puso en el estribo, guió el vehículo hacia el borde del precipicio, saltó a tierra y el coche se lanzó al vacío…

Della Street golpeaba con su lápiz la pulimentada superficie de la mesa.

—Escuche, jefe —interrumpió—. No olvide que nuestro barco zarpa mañana. Y, ahora que me acuerdo, aquí tiene el ticket para que lo firme.

Desplegó una hoja de papel llena de apretada letra impresa. Mason cesó en sus paseos, sacó una estilográfica del bolsillo, se inclinó sobre la mesa y rasgueó su firma.

—Si un cliente hubiese hecho eso, le habría usted cargado de reproches —dijo la secretaria.

—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó Mason.

—Firmar un impreso sin leerlo.

—Es cierto. Yo censuraría a un cliente complicado en un proceso el haber firmado un impreso sin leerlo. Pero no me referiría a documentos como éste. Si un hombre de negocios tuviera que leer las novecientas noventa y nueve condiciones impresas que se ponen en el reverso de los billetes de embarque, en los impresos telegráficos y en otros documentos por el estilo, se quedaría ciego antes de cincuenta años. No le quepa la menor duda.

—Perry Mason, está usted rehuyendo la cuestión. ¿Va usted a ponerse a preparar sus baúles o no?

—Usted sabe tan bien como yo, Della, que no podemos marchar hasta que hayamos sacado a Rita de sus dificultades.

—¿Supone usted que es culpable?

—¿Lo cree usted acaso?

—Si he de decirle la verdad, jefe, no lo creo. Es difícil imaginarse cómo pudo entrar en la casa, matar a Walter Prescott y preparar luego las cosas para hacer recaer las sospechas sobre su hermana.

—¿Qué opina de Rosalind Prescott?

—De ésa no me siento tan segura. Rosalind está enamorada, y una mujer enamorada es capaz de todo por proteger al hombre que ama.

—¿Hasta el extremo de hacer que se declare a su hermana convicta de asesinato?

—Su hermana no está todavía convicta de asesinato —repuso Della Street—. Si lo estuviese, sería el primer cliente defendido por usted cuya culpabilidad hubiese sido probada. Pero volvamos a lo nuestro. ¿Tendrá usted la bondad de preparar esta noche sus baúles?

—No lo sé. No puedo prometerlo. Si no puedo aclarar este caso, será inútil preparar los baúles. Usted sabe tan bien como yo que no me embarcaré hasta que lo termine.

—No es eso lo que me preocupa —dijo Della—. No dudo de su capacidad para encontrarle una solución a este caso antes de mañana a las dos de la tarde, pero lo que yo temo es que se interese usted por otro caso y tengamos que esperar otra vez a que lo termine también.

—Le prometo —dijo él— que cuando resuelva este asunto, daremos la vuelta al mundo.

—¿Y me promete también no ocuparse de ningún otro caso?

—Bien, le haré una promesa condicional.

—¿Qué entiende usted por una promesa condicional?

—Que no me encargaré de ningún caso ordinario —dijo él—, pero si se presenta alguno debidamente sahumado de misterio… Bien, usted no querrá que dé la vuelta al mundo preguntándome a cada momento lo que dejé atrás de mí, ¿verdad?

—No tengo inconveniente —contestó la muchacha.

—No disfrutaría de la excursión —objetó él.

—Ya lo creo que disfrutaría. En cuanto establezca usted relaciones con sus compañeros de viaje, salte a tierra en los diferentes puertos y…

Se interrumpió para coger el receptor del teléfono de su mesa, que había empezado a repiquetear. Escuchó un momento, levantó la mirada y dijo:

—Frederick Carpenter, vicepresidente de la Caja de Préstamos y Ahorros.

—Pueden ser buenas noticias —dijo Mason, apresurándose a escuchar—. Hola, Mason al habla.

—Buenas tardes, míster Mason. Aquí míster Frederick Carpenter, de la Caja de Ahorros y Préstamos. Recordará que estuvo usted hablando conmigo sobre la cuenta del difunto Walter Prescott.

—Lo recuerdo perfectamente —contestó Mason, haciendo un guiño a Della Street.

—Cuando habló usted conmigo —prosiguió Carpenter, con la voz lenta y deliberada del que está acostumbrado a hacer las cosas sin prisa— opiné que era mucho mejor esperar a que su cliente fuese nombrada por el tribunal antes de mostrar nuestras cuentas. No obstante, después de consultar el asunto con nuestro departamento legal, hemos acordado que quizá sea mejor cooperar con usted y no obligarle a dar ciertos pasos para averiguar la cantidad exacta que…

Mason interrumpió impaciente las suaves cadencias de la voz del banquero.

—No interesan las explicaciones —dijo—. ¿Cuánto es el balance?

Carpenter se aclaró la garganta.

—Setenta y nueve mil setecientos sesenta y cinco dólares con treinta centavos —contestó.

—¿Puede usted decirme cómo fueron depositados?

—Los depósitos —dijo Carpenter— fueron algo desacostumbrados, pues la mayor parte representaban sumas que oscilaban entre cinco y quince mil dólares, depositados en metálico.

—¿Por Walter Prescott personalmente?

—Que yo recuerde, por Walter Prescott personalmente.

—Gracias —dijo Mason.

—Si podemos serle de alguna utilidad en el futuro —añadió Carpenter— sírvase preguntar por mí, míster Mason.

—Bien —dijo Mason, colgando el receptor y haciendo un guiño a Della Street—. Cada vez se ponen peor las cosas para que salgamos mañana —dijo a la joven.

—¿Por qué, jefe?

—Se ha presentado otra complicación que no habíamos previsto y que habrá que eliminar antes de llegar a una solución.

—¿Por qué habrá de eliminarla?

—Porque la solución que no tiene en cuenta los diversos factores puestos en juego, no es tal solución. Hasta ahora hemos dedicado demasiada atención a las personas tenidas por sospechosas en la oficina del fiscal y muy poca a la víctima. A la larga, Della, la esencia de todo trabajo detectivesco llevado con éxito reside en la reconstrucción de la vida de la víctima. Esto revela el carácter, y el carácter con toda seguridad comete asesinatos.

»Virtualmente todo hombre tiene enemigos. A veces son enemigos de la profesión. Más frecuentemente son enemigos personales, gente que le odia, gente que se alegrará de todos sus males; pero se requiere una psicología peculiar para perpetrar un asesinato. Un asesino en potencia tiene que tener cierta ferocidad innata, una cierta falta de consideración y, generalmente, falta de imaginación.

—¿Por qué falta de imaginación?

—Sólo sé que casi siempre es así. Opino que la gente imaginativa simpatiza con los sufrimientos de los demás porque es capaz de visualizar esos sufrimientos con mayor claridad. Una persona sin imaginación, en cambio, no puede imaginarse en los zapatos de otro. Por tanto, ve la vida únicamente desde el ángulo de su egoísmo. Los homicidas son con frecuencia astutos, pero rara vez originales. Son egoístas y generalmente resueltos. Claro está que no hablo ahora de aquellos asesinatos cometidos por alguna repentina emoción subyugadora.

—¿Por qué no puede ser de ese tipo este asesinato? —preguntó Della.

—Podría serlo —admitió él con bastante frialdad—. En ese caso, yo diría que Rita Swaine oprimió el gatillo. En cuanto a si tuvo justificación, es otro asunto.

—¿La representaría usted si fuese culpable?

—Depende de lo que entienda usted por culpable. Yo no defino necesariamente el asesinato del mismo modo que el fiscal del distrito. Si hubo circunstancias de provocación moral, pudieron ser tan poderosas como la provocación física. En otras palabras, la Ley dice que si un hombre está en situación de hacer a otro un gran daño corporal, o de matarle, y se abalanza a él, aparentemente con el propósito de poner en ejecución sus propósitos, el agredido tiene derecho a matarle. En otras palabras, eso es una provocación física. Es todo lo que la Ley, en su disparatada generalidad, puede tomar en consideración. ¿Pero cómo clasificar a la persona que ejerce una aplastante presión mental o moral sobre una víctima más o menos inerme? Admito que circunstancias como ésas no son comunes. Pero con ciertos temperamentos, pueden ser posibles.

—Jefe —volvió a interrumpirle la secretaria— ¿podrá usted contener su imaginación el tiempo suficiente para hacer que empaqueten sus ropas?

—Por ahora no —contestó él, volviendo a sus paseos por el despacho—. Voy a retroceder al principio del asunto y a edificar mi hipótesis sobre él. Recordemos la víctima… Walter Prescott…, un individuo insociable, egoísta, cruel, frío, insensible… En resumen, justamente el tipo de persona que puede cometer un asesinato.

—Pero él no fue el asesino, jefe. Fue asesinado.

—Eso es el enigma del asunto, Della. Debió ser él el asesino en lugar del cadáver.

—Por ahí no nos aproximaremos a China.

—Oh, no se sabe —dijo Mason, pensativo—. Parece un absurdo y, sin embargo, creo que me va a conducir a alguna parte. Es paradójico. El hombre que fue asesinado no es el hombre que fue asesinado, sino el hombre que cometió el asesinato. Ahora bien: si podemos seguir esa contradictoria premisa hasta llegar a una conclusión lógica, tendremos la seguridad de dar un salto más allá que la policía, porque es un punto de partida de un razonamiento deductivo que nunca se le ocurrirá a ella.

—En eso gana usted también, jefe —convino Della—. No puedo concebir que la policía pueda seguirle a usted en esa clase de razonamientos.

—Parece absurdo —confesó él— y, sin embargo, tengo la sensación de que me pone sobre la pista de lo que realmente sucedió… Ya no me parece estar tanteando en las tinieblas. Ahora bien, con eso como punto de partida, y considerando que Packard vio algo relacionado con un asesinato, ¿quién fue la víctima? Si trató de matar a alguien, ¿quién fue ese alguien y qué fue lo que vio Packard…? Espere un momento, Della…, ¡sería asombroso!

Cesó en sus paseos y se detuvo en medio de la habitación, con las piernas muy abiertas.

—Della —dijo lentamente—, si lo que creo que sucedió es realmente la verdadera solución que buscamos, entonces…

Sonaron unos golpecitos en la puerta que daba al pasillo.

—Es Paul Drake. Ábrale, Della, y vea lo que desea.

Della Street cruzó la habitación y abrió la puerta.

—Hola muchachos —saludó Drake—. ¿Qué están ustedes haciendo?

—Estamos ocupados en una nueva fórmula de lógica —contestó Della con un guiño—. Es algo maravilloso. Resuelve los asesinatos y todo.

—Pido participación en el hallazgo —dijo Drake, entrando en el despacho.

—Verá usted en lo que consiste —continuó Della—. Como ha entrado usted en la habitación, tiene que haber sido la persona que salió de la habitación. Por lo tanto, habiendo salido de la habitación mientras estaba usted dentro de ella, alguien que le vio a usted entrar en ella desde el pasillo, tendría que haber sabido que salía usted de la habitación y…

—Oh, comprendo —dijo Drake—, es como un perrillo que trata de cogerse su propio rabo.

—Exactamente, sólo que el perrillo acaba por cogerse el rabo. Y en cuanto se traga a sí mismo, queda todo él contenido en sí mismo.

—No le hagas caso, Paul —dijo Mason riendo entre dientes—. Está atacada de la manía de los viajes. Ha estado eligiendo vestidos claros para lucirlos en los países tropicales.

—No sólo en los países tropicales —dijo Della Street—, sino también a bordo, bajo las estrellas y a la luz de la Luna. Piense, jefe, en nuestro paso por la línea del Ecuador, con la Cruz del Sur brillando sobre nuestras cabezas, un viento cálido acariciando nuestra piel; la estela del buque es como un camino luminoso abierto en las aguas. En el aire el aroma de las especias, allá a la derecha…

—Estribor —interrumpió Drake—. Se supone que cuando cruce usted el Ecuador, conocerá usted los términos náuticos.

—Bueno —dijo ella, señalando un punto en el espacio—, allá a estribor hay una isla recortada contra las estrellas, las crestas de las montañas volcánicas. Más abajo, donde las palmeras bordean una verde laguna, se levanta un poblado. Y desde el puente del buque se oye el rítmico tan-tan de los tambores indígenas, el lamento de la música primitiva…

—Vuelve usted a equivocarse —interrumpió Mason—. Después del anochecer, el capitán no se atreverá a mantenerse tan cerca de una isla. Se mantendrá en el mar libre, donde…

—¡Perdone mi equivocación! —dijo Della Street con un gesto de tristeza—. De lo que debemos hablar es de asesinatos…, cadáveres con la cabeza destrozada, indicios, pruebas circunstanciales, falsos testimonios y demás cosas bellas de la vida. Asesinos que son cadáveres, cadáveres que son asesinos. Tome buena nota de eso, Drake: mañana el jefe y yo embarcaremos en el Presidente Monroe para efectuar un crucero alrededor del mundo. Tenemos ya reservados los dos camarotes y comprados y pagados los billetes. Hay solamente una cosa que se interpone entre nosotros y la pasarela, y es Rita Swaine, que se presentó aquí con un canario cojo, y una historia lamentable y consiguió enredar al jefe. Los dejo a ustedes para que hablen, pero recuerden que mañana…

Drake, que se había colocado en su postura favorita en el sillón de cuero, hizo un gesto de tristeza y dijo lentamente:

—A que hablemos he venido, Perry. Todo ha terminado a estas horas. Podéis embarcaros cuando gustéis.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Mason con ansiedad.

—Tu cliente ha confesado.

—¿Te refieres a Rita?

—Sí.

—¿Y qué ha confesado?

—¡Oh! Muchas cosas… Que subió a cambiarse de ropa, que entró en el dormitorio, que encontró el cadáver de Walter, que registró los bolsillos, que le quitó una carta… Después de las historias contradictorias que ha contado, además del hecho de su huida del Estado y de su resistencia a la extradición, cualquier jurado le condenará sin abandonar los escaños. Probablemente, conseguirás prisión perpetua si cambias tu método de defensa y te conformas con un veredicto de culpabilidad, y creo que es lo mejor que puedes hacer por tu cliente. Después puedes coger tu barco y decirnos adiós.

Mason miraba con cierto asombro al detective.

—¿Cómo te enteraste de todo eso, Paul?

—Me lo sopló un periodista. El fiscal hizo unas declaraciones. Dentro de media hora estará en la calle. La tienen acorralada, Perry. Encontraron en la cartera sus huellas digitales, descubrieron manchas de sangre en sus zapatos, sacaron de la chimenea suficientes fragmentos de papel carbonizado para enterarse de qué carta fue la que robó Rita. El fiscal tiene en su poder las pruebas, dispuesto a cruzarte la cara con ellas cuando te presentes en el tribunal.

—¿Confesó Rita que le mató? —preguntó Mason sorprendido.

—No lo sé. Creo que sigue negando eso.

—¿Y qué más? ¿Qué has averiguado de Rosa Hendrix, la secretaria?

—De Rosa Hendrix, nada… Pero sí de Diana Morgan, la rica y joven divorciada que tiene un lindo pisito en Bellefontaine.

—¿Estás seguro de eso?

—Sí.

—Bien. ¿Y más?

—Ha sucedido algo con lo que Trader entregó en el garaje. Él dice que no puede recordar exactamente en qué consistía, pero que le parece que eran un par de cajas y un barril. Como sea, la mercancía desapareció. Trader dice que la dejó nada más atravesar la puerta, como Prescott le había ordenado.

—Quizás el fiscal deduzca algo de ese hecho.

—No. Uno de los periodistas olfateó un poco por mí y averiguó que el fiscal ha prescindido por completo de este ángulo del asunto.

—Yo a veces dudo —dijo Mason— de que Trader volviera realmente a casa de Prescott a entregar los encargos en el garaje.

—La señora Weyman afirma que vio el camión volver al garaje.

—¿Qué hay de Weyman? ¿Estaba en casa entonces?

—Estaba en casa, pero indispuesto —contestó Drake con un guiño malicioso.

—Mason consultó su reloj de pulsera.

—¿Qué más tienes que decirme relacionado con Rosa Hendrix?

—Rosa Hendrix es una excelente muchacha; de quien yo sospecho es de Diana Morgan. La muchacha parece saber bien por dónde pisa, y no hay duda de que recibe dinero de alguna parte.

—¿Qué hay de Wray? —preguntó Mason—. ¿Alterna con la pelirroja después de las horas de oficina?

—Aparentemente, no. Wray es una persona sociable, muy aficionado a clubs, palcos, fumadores y cosas por el estilo. Su instinto gregario parece tener como último objetivo el logro de clientes y negocios para la firma Prescott y Wray.

—¿Tienes idea de quién le lleva el dinero? —preguntó Mason.

—No creo que sea Diana Morgan —contestó Drake—; pero tengo una pista sobre Rosa Hendrix.

—¿Qué clase de pista?

—En caso de que te interese, está comprometida para comer mañana con Jimmy Driscoll.

Mason se le quedó mirando con pensativa expresión.

—Escucha, Paul —dijo—, ¿qué clase de equipaje tiene esa mujer?

—¿Rosa Hendrix? Pues tiene una maleta de cartón, un baúl de camarote y…

—No, no me refiero a Rosa Hendrix. Me refiero a su otra personalidad…, a Diana Morgan.

—Ésa tiene un equipaje en consonancia con su pisito de trescientos noventa y cinco dólares al mes. Sombrereras, maletas, voluminosos baúles, cajas de cuero…

—¿Cómo están marcadas?

—Sencillamente con las iniciales «DM». Tendrás ocasión de verlo esta noche. Perry. Marcha de excursión a Reno.

—¿Crees que se propone realmente trasladarse a Reno?

—Diana Morgan, sí, pero Rosa Hendrix acudirá a su trabajo mañana. No olvides que está invitada a comer con Jimmy Driscoll.

—Lo tendré presente. ¿Sabes, por casualidad, a qué hora de la noche piensa trasladar el equipaje?

—Casualidad no es la palabra más apropiada para describir la manera que tengo de lograr mis informes —replicó Drake—. Empleo tacto, concentración, perspicacia, inspiración, una rara mezcla de intuición y… en fin, lo necesario.

—Sí, lo sé —le interrumpió Mason—. Encontraré todo eso en tu cuenta de gastos. Anticípame por el momento si sabes a qué hora y de qué modo piensa trasladar su equipaje.

—Dijo el faquín que estuviese en su casa a las diez y media, y a esa misma hora está avisado el portero.

—¿Y sabes si la persona que llevará el equipaje es míster Harry Trader, de la Trader’s Transfer Company?

Paul Drake dejó de hacer muecas. Sus ojos, ligeramente saltones, mostraron una llamarada de sorpresa.

—La verdad, Perry, no lo sé —dijo, desmontando las piernas del brazo del sillón y poniéndose en pie—. Pero voy a averiguarlo ahora mismo. Puede ser una buena corazonada.

—Comunícamelo tan pronto como lo sepas —gritó Mason, mientras Drake abría la puerta y salía al pasillo.

Mason se volvió a Della Street.

—Della —preguntó—, ¿qué hay de su precioso equipaje?

—Tengo casi todas mis cosas empaquetadas.

—No hablo de sus cosas, hablo de su equipaje.

—¿Se refiere a mis maletas, baúles y demás?

—Sí.

—¡Oh! Me arreglaré bien. He pedido prestados un par de baúles y…

—Tendrá usted que deshacer lo hecho, porque se me ha ocurrido una idea —interrumpió Mason—. ¿Por qué no hacer que Rita Swaine le pague su equipaje? Tengo un plan con el que…

—Escuche, jefe —replicó ella—. Yo me propongo embarcar, si a usted se le ha ocurrido un plan que dé con mis huesos en la cárcel, olvídelo ahora mismo.

—Será una cosa perfectamente legal —repuso él.

—No me importa que sea legal. ¿Lo parecerá también?

—Bueno —confesó Mason, titubeando—, es posible que parezca un poco…

—Basta —interrumpió ella de nuevo—. Mi respuesta en palabras de una sílaba es «no».

—No sea usted así, Della —suplicó él—. Es una cosa muy sencilla. Va usted al mejor comercio de artículos de viaje de la ciudad, compra todo un surtido de maletas, sombrereras, baúles y demás, y los hace usted marcar con las iniciales «DM». Dentro pondrá usted ladrillos, periódicos, cartones y zapatos viejos, para dar al equipaje una razonable cantidad de peso. Luego hace usted que un mozo lleve los baúles al piso de Rita Swaine, en el número mil trescientos ochenta y ocho de Chestnut Street. El número de la habitación es el cuatrocientos ocho, y como la inquilina no estará en él, el mozo tendrá que pedir una llave al portero para meter el equipaje en el piso.

—Lo siento, jefe, no me interesa —dijo Della Street, bostezando—. Cuando el barco zarpe mañana, necesito estar sobre cubierta, diciendo adiós a unas cuantas amigas envidiosas que acudirán a despedirme. No me interesa verme detrás de unos barrotes en la prisión del distrito. Muchas gracias.

—No se verá usted en tal situación —repuso Mason—. Esto es perfectamente legal.

—¿Me detendrán?

—No pueden retenerla mucho tiempo…

—No he preguntado eso. ¿Me detendrán?

—Bueno —concedió Mason—, es posible que antes de acabar, el sargento Holcomb se ponga un poco pesado…

—Pero, ¿lo suficiente para encerrarme en un calabozo, jefe?

—El sargento Holcomb es impulsivo, pero le voy a decir a usted lo que haremos. Le ganaremos por la mano, Della. Saque el cuaderno, que voy a dictarle una cosa.

—Está bien —dijo ella—. Vamos.

—Se trasladó a su mesa, abrió el cuaderno de taquigrafía y posó la pluma sobre el papel.

—Bueno, jefe —dijo—. ¿De qué se trata?

—Solicitud de Della Street —dijo él—, para un mandamiento de habeas corpus.