Capítulo XIII

Mason entregó su tarjeta a una mujer de rostro anguloso, bien metida en los cuarenta años, que dijo, sin siquiera intentar la más leve sonrisa:

—Si no está usted citado con míster Dimmick, dudo que le reciba. Pero, siéntese y me enteraré.

—Gracias —dijo Mason, y siguió en pie.

La mujer desapareció por una puerta en la que se leía: «Abner Dimmick, Privado», y permaneció ausente unos treinta segundos. Cuando reapareció, se detuvo en el umbral y, contemplando escrutadoramente al visitante detrás de sus lentes de concha, anunció con voz solemne:

—Míster Dimmick le espera a usted.

Acto seguido se echó a un lado para dejar pasar a Mason.

Mason cerró la puerta tras él. Dimmick estaba sentado detrás de una mesa cargada de gruesos libros de lomo de cuero.

—¿Cómo está usted, Mason? —saludó—. Perdone que no me levante. Mi reumatismo, ya sabe usted. Siéntese. ¿En qué puedo servirle…? Espere tan sólo un momento.

Movió la palanca de un altavoz y dijo a una persona cuya identidad no quedó revelada:

—Diga a Rodney Cuff que venga en seguida.

Sin esperar respuesta, volvió la palanca a su primitiva posición, se encaró con Mason y añadió:

—Quiero que Cuff esté presente cuando hablemos. Es quien interviene en el caso.

Mason hizo un gesto de conformidad, se acomodó en un sillón, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Dimmick le observaba por entre la nube de humo azul.

—¿Cómo va el asunto? —preguntó.

—Así, así.

—Tengo entendido que la policía posee algunas pruebas.

—¿De veras? —preguntó Mason, enarcando las cejas.

—Eso dicen. A mí me disgusta cada vez más ese asunto. ¡La firma Dimmick, Gray y Peabody, mezclada en un caso de asesinato! No puedo acostumbrarme a la idea. ¡Despertarse por las mañanas sobresaltado, con una sensación de inminente desastre, y ocuparse luego durante todo el día en una porción de detalles a cual más desagradable! Supongo que usted ya estará acostumbrado a esta clase de emociones.

—Ciertamente —dijo Mason.

—Va usted a tener que reñir una verdadera batalla para salvar a Rita Swaine. Personalmente, creo que la muchacha lo merece. Walter Prescott no era digno de vivir.

Se abrió bruscamente una puerta, Rodney Cuff entró precipitadamente en el despacho, vio a Mason, sonrió; cerró lentamente la puerta, y luego, con aires de casual indiferencia, se aproximó a la mesa y dijo a Abner Dimmick:

—¿Me llamaba usted, míster Dimmick?

—Sí. Siéntese. Míster Mason quiere decir algo, y me pareció mejor que hablase con usted, puesto que lleva el caso.

—Lo que tengo que decir —explicó Mason, quitándose el cigarrillo de la boca y contemplando las espirales de humo— está relacionado con la Caja de Préstamos y Ahorros.

—¡Cómo! —exclamó Dimmick, levantando sus pobladas cejas.

—Ustedes son abogados de esa institución —continuó diciendo Mason—. Walter Prescott tenía una cuenta allí. Yo no puedo averiguar a cuánto asciende ni cuándo fueron hechos los depósitos, ni en qué forma fueron hechos. El Banco se niega a facilitarme la menor información.

Dimmick hizo unos ruidos extraños, aplicando la lengua contra el paladar.

—Le pregunté a usted si quería cooperar —dijo al fin— y usted me contestó que no.

—Embarazosa situación —murmuró Cuff.

—Pero lo va a ser mucho más para alguien —amenazó Mason.

—Veamos —inquirió Cuff—, ¿ha sido nombrada administradora la señora Prescott?

—Está en trámite la petición.

—Evidentemente, no será acusada de complicidad —observó Cuff.

—Ustedes son los consejeros del Banco —repitió Mason—. Yo necesito saber todo lo referente a esa cuenta y estoy completamente seguro de que se me oculta por consejo de ustedes.

Dimmick intentó ponerse en pie, pero volvió a dejarse caer en el sillón, con un gemido.

—Vamos, Rodney —dijo—; recuerde que el doctor me ordenó que no me excitase. ¡No me hagan poner nervioso!

—¿No le parecen un poco aventuradas sus conclusiones, míster Mason? —preguntó Cuff en tono agresivo.

—No lo creo —contestó el abogado, sin apartar la mirada de Dimmick.

—Bien —dijo Dimmick—, después de todo, no he tenido tiempo de estudiar el asunto, pero, si mal no recuerdo, la Ley dice que hasta que una persona no sea nombrada albacea o administradora, el Banco no está obligado a contestar a esa clase de preguntas.

—Yo no hablo ahora de lo que dice la Ley —repuso Mason—. Me he limitado a exponer un deseo.

—Pero nosotros, para aconsejar al Banco, tenemos que tener en cuenta la Ley —replicó Dimmick.

Mason se puso en pie.

—Ya conocen ustedes mi posición —dijo—. Espero recibir noticias del Banco dentro de una hora.

Dimmick golpeó el suelo con su bastón.

—No conseguirá usted nada de nosotros hasta que la señora Prescott haya sido vindicada o el tribunal la nombre administradora…

Mason cruzó la habitación y se detuvo junto a la mesa de Dimmick.

—Dimmick —le dijo lentamente—, usted vive en una atmósfera académica de abstracción legal. Sus ideas sobre derechos y responsabilidades, provienen de la lectura de los códigos. Pero se trata ahora de otra clase de juego. Usted puede cooperar conmigo o no cooperar, como guste. Si decide lo segundo, obraré sin miramientos. Espero recibir sus noticias por lo menos dentro de media hora.

Dimmick se puso trabajosamente en pie.

—¡No nos asusta usted! —gritó—. ¡No está usted tratando con una asociación de picapleitos! ¡Dimmick, Gray y Peabody representan la…!

—No olvide lo que dijo el doctor, míster Dimmick. No debe usted excitarse —le interrumpió Mason con ironía.

Se dirigió hacia la puerta, la abrió, se volvió a Cuff y añadió:

—¿Qué hay de la cartera que sacó usted del bolsillo de Packard, Cuff?

—¡La cartera! —replicó Cuff, abriendo mucho los ojos.

—Sí, la cartera.

—No había tal cartera. No le comprendo a usted…

—Yo sí —intervino Dimmick—. Va a «alegar» que retiró usted una cartera de bolsillo de Packard.

—No pienso alegar nada por el estilo —replicó Mason—. Lo único que voy a hacer notar a la Prensa es que parece bastante raro que un hombre que guía un coche vaya sin licencia. Cuando el doctor Wallace trató a Packard en el hospital, Packard tenía una licencia para conducir, con su hombre y su dirección en Altaville. Aquella licencia estaba en una cartera. La cartera y la licencia le fueron devueltas. ¿Qué ha sido de ellas?

—¿Y yo qué sé? —replicó Cuff.

—¿Qué hacía registrando los bolsillos del cadáver?

—Trataba de identificarle.

—Eso es lo que usted dice. Pero usted representa a James Driscoll, y no olvide que Prescott fue muerto con el revólver de ese joven. No olvide que Carl Packard vio algo en la ventana de la casa de Prescott casi a la misma hora en que éste fue muerto. No olvide que Packard fue asesinado para impedir que hablara, y no olvide tampoco que James Driscoll supo que el cadáver era el de Packard tan pronto como fueron encontrados los restos. Quizá la ultra respetable firma de Dimmick, Gray y Peabody tendrá que contestar a algunas preguntas embarazosas sobre todo esto.

Cuff avanzó iracundo hacia Mason.

—¡Usted no puede lanzar esas calumnias! ¡Usted no…!

—Buenas tardes, señores —dijo Mason, escurriéndose al pasillo—. Tienen ustedes media hora para pensarlo.