Rosalind Prescott, sentada en el despacho de Perry Mason, crispó los enguantados puños hasta que los nudillos parecieron ir a hacer estallar la suave piel.
—¡No, no le maté! —exclamó con energía—. ¡Le digo a usted que no y que no!
—¿Quién entonces?
—No lo sé. Ojalá lo supiera.
—Supongámoslo. ¿Qué pasaría?
Sus ojos sostuvieron sin pestañear la dura mirada de Mason.
—Le denunciaría a la policía.
—¿Y si hubiese sido Rita?
—¿Qué le hace a usted pensar que fue Rita?
—No es eso lo que he dicho. Le he preguntado a usted cuál sería su actitud si Rita le hubiese matado.
—Si Rita le hubiese matado, no tendría derecho a ninguna consideración por parte de Jimmy ni mía. Nos ha puesto a los dos en una situación horrible.
—¿Y si hubiese sido Jimmy?
—Tampoco tendría derecho a ninguna consideración… bueno, quiero decir que…
—¿De manera que sería diferente si lo hubiese matado Jimmy? —preguntó Mason con ironía.
—Es que si Jimmy lo hubiese matado, tendría sus razones, sobra de razones —replicó ella, vehemente.
—¿Y Rita no?
—No lo sé. Si lo hizo, sería probablemente en defensa propia.
—¿No es una buena razón?
—Sí, la razón es buena; pero es su modo de obrar, su manera de escapar dejando el cadáver en circunstancias que pudieran comprometer a Jimmy, es lo que le censuro.
—Y si Driscoll lo hizo, ¿entonces qué?
—Driscoll lo hizo para protegerme… pero no lo hizo… es decir, no creo que lo hiciera.
—¿Tenía la señora Anderson algún rencor contra Walter Prescott?
Rosalind puso cara de sorpresa.
—¡Cómo, míster Mason! ¿Por qué me pregunta usted eso?
—Trato de cubrir todos los ángulos del caso —contestó él—. Y trato también de cubrir todo lo que nos pueda proporcionar una posible defensa. ¿Tenía esa mujer algo contra su esposo?
—No lo creo. Claro que Walter le había afeado su costumbre de andar espiando. Por dos veces le dijo que se ocupase de sus propios asuntos y dejase de fisgar por las ventanas, y ella le contestó que echase las cortinas si no quería que le viesen.
—¿Se insultaron?
—No tanto. Ella es muy arrogante y Walter era muy sarcástico.
—¿Y eso es todo lo que ella tenía contra él?
—Que yo sepa, sí.
—Otra cosa. ¿Su marido le había amenazado a usted con matarla?
—Sí.
—¿Muchas veces?
—Dos. La primera hace un par de meses, por causas que no interesan a usted. La segunda aquella mañana en que me escapé.
—¿Por qué fue usted a Reno?
—Tenía la intención de establecerme allí y conseguir el divorcio. Pensé que si salía del Estado, Walter no haría nada contra mí inmediatamente, y más tarde quizá se calmase y pudiéramos llegar a un acuerdo para evitar un escándalo.
—¿Fue usted con Driscoll?
—Sí.
—¿Sabía usted de seguro que Walter tenía celos de Driscoll?
—Walter no tenía celos de nadie. Era un hombre frío, egoísta, calculador…
—Espere un momento —interrumpió Mason—. Ésa no va a ser la actitud que va usted a adoptar en el estrado de los testigos. Suprima usted esas expresiones cuando hable de Walter Prescott. Recuerde que ha muerto.
—No me importa que esté muerto o esté vivo. Era…
—Era su marido —volvió a interrumpir Mason—. Usted tenía diferencias de opinión con él. Algunas veces se le ocurrió a usted que no le quería, que había sufrido una equivocación casándose, pero sentía lástima por él. Entienda eso. Su actitud fue de simpatía y compasión. Aunque usted le encontraba a ratos intensamente desagradable, era debido a su peculiar temperamento nervioso.
—A que era frío, egoísta y calculador —corrigió ella.
—Usted sufrió una gran emoción —continuó Mason, sin hacer caso de la interrupción— cuando se enteró de que había muerto, como la habría experimentado al saber la muerte de algún allegado. No se sintió usted abrumada por el pesar, porque se dio cuenta de que no le amaba, pero sí impresionada y profundamente afligida. Centenares de parejas se divorcian todos los años, pero esto no significa que se odien. Significa simplemente que las emociones no permanecen estáticas; que el amor, como cualquier otro fuego, se consume por sí mismo, a menos que se le añada nuevo combustible, y muchas personas no entienden el arte de añadir nuevo combustible al romance, cuando este romance ha culminado en el matrimonio.
—¿Quiere usted que diga eso? —preguntó ella, extrañada.
—O palabras parecidas.
—¿En el estrado de testigos?
—Probablemente no será usted llamada a declarar. Pero mucho antes de que se celebre la vista de la causa será usted interrogada por los periodistas y…
—Ya he concedido muchas entrevistas —dijo ella.
—¿Qué les dijo usted?
—Nada. Usted me aconsejó que no dijera nada, y eso es exactamente lo que hice.
—Muy bien. Ahora vamos a cambiar de procedimiento. Ahora va usted a hablar y a hablar libremente. Usted no cree que Rita haya cometido tal delito, aunque no ha tenido ocasión de cambiar impresiones con ella después de abandonar el hogar conyugal. Recuerde que tiene que decir a los periodistas que usted y Rita no hablaron de lo ocurrido mientras estuvo ella en la casa.
Rosalind hizo gestos de asentimiento.
—Confesará usted francamente que ama a Jimmy Driscoll. Recuerde que todo el mundo simpatiza con los amantes. Pero insista en que fue otro romance y no la transgresión marital de una mujer ligera. Usted, amó a Jimmy; luego riñeron. Usted había arrojado resueltamente a Jimmy de su vida, esforzándose por todos los medios para que su matrimonio fuese un éxito. Gradualmente se agotó el venero. Llegó usted a ver que Walter y usted no habían nacido el uno para el otro. Él no llenaba su vida. Y, además, no lo intentaba. Su vida matrimonial se convirtió en un infierno. Usted se sentía desesperadamente desgraciada. Durante todo ese tiempo el recuerdo de Jimmy Driscoll no acudió a su imaginación más que como amigo. Luego Jimmy le escribió a usted, no como amante, sino como amigo, como un amigo que había manejado sus asuntos financieros. En esa carta él la aconsejaba terminar de una vez y no tratar de prolongar una situación insostenible. Luego, cuando Jimmy se presentó en la casa y le miró a usted a los ojos, se dio usted repentinamente cuenta de que le amaba y de qué siempre le había amado. Pero eso fue después de comprobar que no podía continuar con Walter Prescott; después de haber quedado los dos de acuerdo en separarse y obtener el divorcio. ¿Comprende usted, Rosalind?
—¿Qué tengo que decir respecto a los doce mil dólares?
—Absolutamente nada, excepto que dio usted a Walter algún dinero para invertirlo. Su imprevista muerte impidió a los dos el arreglo de cuentas.
—Bien, pero, ¿y mis doce mil dólares? —insistió ella.
—No los mencione para nada —contestó Mason—. Usted hereda todos los bienes. Ahora que las autoridades han decidido no procesarla por asesinato, estoy gestionando las cuentas de administración. ¿Existen parientes?
—No. De otro modo, él se lo hubiera dejado todo a ellos. Era un hombre…
—Olvídelo —interrumpió Mason—. Recuerde que Walter era nervioso. Walter trabajaba demasiado. Era Walter un hombre a quien no interesaba la sociedad ni la compañía, pero solamente a causa de que se sentía capaz de bastarse a sí mismo. El que ustedes no congeniasen no quiere decir que tuviera mal carácter.
—Me repugna la mentira —rezongó Rosalind—. Me estafó mi dinero. Era un hombre…
—No importa cómo era —machacó Mason—. Ha muerto. Recuerde lo que le dije de él. Conserve esa actitud siempre que hable de su marido. No dejó parientes, y usted, como esposa, hereda todos sus bienes. De ese modo recuperará usted sus doce mil dólares.
Repiqueteó el teléfono privado colocado sobre la mesa. Sólo tres personas tenían el número de aquel teléfono, y era utilizado únicamente en casos de urgencia.
Mason alzó el receptor y oyó la voz de Drake:
—Perdona que llame por esa línea, Perry, pero tengo que comunicarte algo muy importante. Creo que hemos encontrado a Jason Braun, o Carl Packard, o como quieras llamarle.
—¿Dónde? —preguntó Mason.
—En el campo. He enviado un hombre con un coche.
—¿Dónde estás ahora?
—Voy a abandonar el despacho. Te encontraré en el ascensor.
—De acuerdo.
Mason colgó el receptor, se puso en pie y dijo a Rosalind Prescott.
—Volveré dentro de una hora. Entretanto, recuerde lo que le dije. Cambie de actitud con los periodistas. Hable mucho, pero no les diga nada.
Della Street metió los lápices y el cuaderno de notas en su bolso de mano.
—¿Me necesita usted jefe? —preguntó.
—Repase la lección a la señora Prescott —dijo Mason—. Finja que es una periodista. Hágale preguntas y que ella conteste. Dentro de una hora estaré de vuelta o telefonearé.
Cogió el sombrero, abrió la puerta del pasillo y salió. Drake le esperaba en el ascensor.
—¿Cómo fue? —preguntó Mason al verle.
—La primera noticia la tuvimos por el informe de un accidente de automóvil —replicó Drake—. Yo me enteré en el Departamento de Tráfico. No creo que la policía haya caído todavía en la cuenta.
—¿Qué clase de accidente?
—Un coche se despeñó en las montañas entre Santa Mónica y Triunfo. Lleva un par de días en el fondo del cañón.
—Y el hombre que lo guiaba…
—Bajo el coche. Más aplastado que una oblea.
El ascensor se detuvo. Drake empezó a decir algo mientras penetraba en la jaula, pero Mason le interrumpió, dirigiendo una significativa mirada al muchacho que abrió la puerta.
Hasta que no se encontraron rodando por el Boulevard Wilshire en un coche conducido por uno de los hombres de Drake, el detective no se decidió a dar nuevos detalles al abogado.
—El informe se recibió en el Departamento de Carreteras. No te quiero molestar con minucias. Pero, una de las posibilidades que yo me imaginaba era que Packard hubiese desaparecido porque le hubiese sucedido algo. Por eso dediqué algunos de mis hombres a que se informasen de todos los casos de asesinatos y accidentes. Tan pronto como se recibió el parte del último ocurrido, mis hombres se presentaron en el lugar del suceso. Y se encontraron con que el sombrero de la víctima llevaba la marca de una camisería de Altaville y las iniciales «C. P.» en la badana. No se encontraron documentos de identificación en los bolsillos. Según mis noticias, el cadáver está hecho un verdadero amasijo. No obstante, podremos realizar la identificación por las huellas digitales. La Cámara de Aseguradores contra Incendios tiene las huellas de todos sus empleados y ha conseguido proporcionarme una copia de las de Jason Braun.
—Comprenderás, Paul —dijo Mason—, que si el hombre ha muerto no vamos a adelantar nada con que lo descubramos antes que la policía, a menos que existan algunas circunstancias relacionadas con su muerte que nos proporcionen una pista. Después de todo, lo que yo quiero es averiguar qué vio aquel hombre en la ventana de la casa de Prescott que distrajo su atención hasta el punto de dejarse atropellar por un camión.
—Con Packard muerto, eso se ha hecho imposible. Pero averiguaremos cuanto podamos y hasta quizá tomemos algunas fotografías. He traído una máquina.
—¿Dónde está el lugar del suceso?
—Arriba, en la montaña. Tenemos que salir a Santa Mónica, subir por la carretera de la costa hasta Oxnard y luego torcer por uno de los caminos laterales. Mi hombre nos esperará en el cruce para guiarnos.
Mason encendió un cigarrillo y fumó pensativo unos momentos, mientras el conductor, rehuyendo los caminos de mucho tráfico, hacía subir la temblorosa aguja del marcador de velocidad.
—He averiguado incidentalmente —continuó diciendo Drake— la causa de que la policía se mostrase tan activa cuando recibió la denuncia de que la señora Anderson había visto a un hombre ocultando un revólver.
—Desembucha.
—Prescott había telefoneado a la policía que tenía razones para creer que alguien trataba de matarle, pero que no podía o no quería decir quién era. La policía le hizo unas cuantas preguntas, y entre otras cosas quiso saber si deseaba un permiso para llevar armas. Él contestó que no, pero que había observado que alguien rondaba su casa hacía algunas noches, y que si llegaba a tener que telefonear a la policía, quería que acudiese a auxiliarle rápidamente. Dijo también que tenía en casa una escopeta de dos cañones y que estaba dispuesto a defenderse si alguien intentaba entrar violentamente.
—Eso suena a falso —dijo Mason con gesto de incredulidad.
—Es cierto —convino Drake—, pero tal es la causa de que la policía dedicara tanta atención a la denuncia de haberse visto a Driscoll entregando un revólver a la muchacha.
—Quizá Prescott pensara —insinuó Mason— que Driscoll iba a estar merodeando en torno a la casa, y creyó que con una queja a la policía tendría justificado el meterle unas onzas de plomo después.
—Como conjetura no está mal —comentó Drake.
Mason fumó en silencio largo rato, y luego añadió, pensativo.
—Sigamos conjeturando… Hay algo extraño en la conducta de Walter Prescott, Paul. No acierto a poner el dedo en lo que es, pero hay algo. Ese detalle de llevarse el dinero de su mujer para invertirlo en el negocio y negarlo después; los grandes depósitos que, al parecer, hizo en el Banco, no obstante los beneficios relativamente pequeños que obtenía de aquél… Pero, ahora que recuerdo, Trader mencionó que iba a entregar ciertos paquetes al garaje de Prescott. ¿Qué paquetes eran? ¿Has investigado por ese ángulo?
—Recuerda que ocurrió el accidente y marchó directamente al hospital —observó Drake—. Pero no, tienes razón, Perry; los entregó más tarde. Ahora lo recuerdo. Dijo que abandonó el hospital para volver al garaje.
—Y recordarás también que Prescott le dio las llaves.
—Es cierto.
—Por tanto, Trader tenía la llave del garaje.
—¿Y qué haría con ella? Que yo sepa, a Trader nadie le ha pedido cuenta de eso.
—No estaría mal profundizar un poco en esa dirección.
—Pretender que Trader se explique —comentó Drake— es como querer sacar sangre de un nabo.
Mason asintió.
—Abandonó el hospital antes de que Packard recobrase el conocimiento. Packard estuvo allí unos treinta y cinco minutos. Llegó al hospital hacia las doce y diez. Eso significa que Trader tuvo que entregar el encargo entre la una menos cuarto y la una.
—Antes de que se presentase Rita Swaine —añadió Drake.
—Sí. Y cuanto más pienso en ello, Paul, más interés siento por saber lo que contenían los paquetes. Trader no quiso darnos el menor detalle cuando hablamos con él, pero ahora ha ocurrido un asesinato y la situación es diferente.
Drake sacó un cuaderno de notas, se apoyó en el marco de la ventanilla y trató de escribir legiblemente. Luego contempló los garabatos, sonrió y dijo:
—Cuando vea algo que no se pueda leer, significará «averiguar lo de la mercancía entregada en el garaje».
Mason, buscando comodidad, se recostó en los cojines del coche.
—¿Qué averiguaste de Prescott? —preguntó al detective.
—Muchas cosas —contestó Drake—. Puedo decirte todo lo que hizo desde la una hasta que fue encontrado muerto. Y aun te podré hablar de su comportamiento en la escuela.
—¿Brillantes estudios?
—Regulares. Consiguió hacerse ingeniero químico y luego derivó hacia tasador de Seguros.
—¿Y de su personalidad?
—Poco recomendable. Tuvo siempre muy pocos amigos, tanto en el colegio como fuera. George Wray era el socio productor de la firma. Prescott era una especie de enciclopedia ambulante de los conocimientos más variados. Tenía una gran imaginación para los detalles. Su ayuda era valiosísima para llevar adelante los negocios que proporcionaba Wray.
—¿Qué me cuentas de Driscoll?
—Es un niño mimado. Su madre murió cuando él tenía quince años. Le dejó una fortuna de un par de millones, la mayor parte en metálico. Pero los bienes están sujetos a una complicada tutoría y administrados por el Banco. Driscoll no puede tocar el capital principal hasta que tenga treinta y cinco años. Las rentas van a parar a él con arreglo a las condiciones de la tutoría, una de las cuales es que no podrá cobrar más de trescientos dólares al mes, a menos que él gane una cantidad igual en alguna ocupación próspera y legítima. Entonces podrá cobrar más, pero también queda a la discreción de los depositarios.
—Eso parece indicar que el muchacho tenía algún defecto de carácter —dijo Mason—. Es mucho tiempo desde los quince a los treinta y cinco años.
—De acuerdo —dijo Drake—, pero, al parecer, la idea de su madre fue que empezase a trabajar y aprendiese el valor del dinero antes de entrar en posesión de la herencia. Y, como ves, las medidas no están mal tomadas. Con trescientos dólares al mes, el muchacho no podía dedicarse a pasear por la ciudad. En cambio, si ganaba otros trescientos, los apoderados le recompensaban por lo menos con otro tanto, y ya podría ir viviendo. Me imagino que lo que temía la buena señora era que se entregase a la bebida. De todos modos, no hay duda de que puso una valla muy tupida en torno al muchacho.
—¿Y cómo se le ocurriría a la testadora utilizar los servicios de Dimmick, Gray y Peabody?
—Habían sido sus abogados durante muchos años. Dimmick, etcétera, etcétera, aceptó el depósito, y de paso proporcionó un buen cliente al Banco. Por eso muestran tanto interés por el muchacho.
—Es evidente que la señora Driscoll tenía una gran confianza en Abner Dimmick —contestó Mason.
—Por lo visto, Dimmick era el único que tenía contacto con ella. Aunque formaba parte de una sociedad, la señora Driscoll sólo quería entenderse con él. Por cierto —añadió incidentalmente Paul Drake— que me han dicho que ese joven Cuff representó a Driscoll con mucho acierto. ¿Fue así?
—No sé qué decirte —contestó Mason—. A veces estuvo acertado, pero otras cometió torpezas incomprensibles aun en un principiante. Por cierto que trató de impresionarme diciendo que las autoridades no podrían conseguir la extradición de Rosalind Prescott y que sería una feliz idea por mi parte procurar mantenerla alejada del Estado.
—Pero eso sería encizañar contra ella a la opinión pública —objetó Drake.
—Sospecho que eso es lo que pretende —dijo Mason—. Sus procedimientos contrastan en todo con los míos. Yo me siento en la audiencia con una brazada de argumentos legales y los voy arrojando a la máquina en cuanto veo un par de ruedas prestas a moverse. Cuff es uno de esos abogados que aparentemente quieren cooperar constantemente. En la investigación se mostró tan amable que parecía que se le derretía la manteca en la boca. Sin embargo, enseñó varias veces la oreja y trató de cargar a Rita Swaine todo el peso del saco.
Caminaron durante algún tiempo en silencio. Drake preguntó de pronto:
—¿Qué fue de tu corazonada sobre la pelirroja del despacho de Prescott, Perry?
—Sigo opinando que vale la pena una investigación. ¿Averiguaste algo?
—Lleva una doble vida —dijo Drake con acento misterioso.
—¿Y en qué consiste esta doble vida?
—Por el día es Rosa Hendrix. Trabaja en el despacho con ese nombre, vive en una habitación de treinta y cuatro dólares al mes, en la Avenida Alvord, mil ciento veinticinco. A la salida del trabajo permanece en ella durante una media hora, luego llama un taxi y se hace conducir a un pisito de Bellefontaine, en una de las casas más coquetonas de la ciudad.
—¿Y qué hace allí?
—Pasa la noche, luego regresa a la Avenida Alvord, se viste y vuelve al trabajo.
—Pero, ¿qué misterio es ése? —insistió Mason.
—No lo sé —contestó Drake—. Todavía no lo he podido aclarar.
—¿Paga algún hombre el pisito de Bellefontaine?
—Aparentemente, no. Lo alquiló a nombre de Diana Morgan, tiene unos cuantos amiguitos que suben a verla, pero no más de los que convienen a una respetable señora. Todo es manejado muy discretamente y con corrección. Pero de vez en cuando la joven anuncia que se va de excursión a México, a San Francisco o a Reno. Avisa a una agencia de transportes, hace llevar sus baúles al depósito y no aparece durante una semana o así. Luego regresa con su procesión de baúles y reanuda la vida acostumbrada.
—¿Qué hace durante su ausencia? —preguntó Perry Mason.
—Continúa trabajando en las oficinas de Prescott y Wray por un salario de ciento veinticinco dólares al mes. Su pisito de Bellefontaine le cuesta trescientos noventa y cinco.
Mason quedó pensativo.
—¿Qué te preocupa tanto? —le preguntó Drake—. La joven podrá ser una farsante, pero todavía no tiene nada que ver con nuestro caso.
—Es muy posible —murmuró Mason—. Pero en este asunto hay algo absurdo, algo que no tiene sentido. Por eso nos conviene ahondar en todo lo que tenga el menor viso de irregularidad. Me repugna bucear en la vida privada de nadie, pero necesito un informe completo de las actividades de esa mujer.
—La estoy vigilando como un halcón —dijo Drake—. Da la casualidad de que el gerente de Bellefontaine es un cliente mío. En cierta ocasión trabajé para él y me ha permitido poner uno de mis hombres en el ascensor.
El coche salió a la carretera y se lanzó a gran velocidad. Mason siguió en silencio, pensativo, hasta terminar su cigarrillo. Luego arrojó la colilla en el cenicero, movió la cabeza y dijo:
—No sé lo que me preocupa, Paul. Me siento como si tuviese al alcance de mi mano una cosa importante que se me escapa velozmente cada vez que trato de asirla.
—Es un aviso interior, Perry —rió Drake—. Lo que a ti te preocupa es que han acumulado sobre Rita Swaine suficientes cargos para colgarla y no ves el modo de sacarla del apuro.
—No olvides Paul —dijo Mason, sin apartar la vista de la carretera—, que la evidencia circunstancial miente a veces, y creo que esta ocasión de ahora es una de ellas.
—¿No crees en la culpabilidad que se le imputa a Rita?
—No.
—¿Quién lo hizo entonces?
—¡Ojalá lo supiera! Mi única esperanza es encontrar el cuerpo de Jason Braun, algo que nos ponga sobre la pista de la persona con quien estuvo hablando durante los días en que permaneció oculto. Él vio algo en una de las ventanas. Tiene que haber dicho a alguien lo que vio.
—Bien, lo sabremos dentro de unos minutos. Ahora vamos devorando millas.
Mason se recostó de nuevo y guardó silencio. No pareció recobrar la conciencia de lo que le rodeaba hasta que el coche aminoró la marcha al pasar por delante de un pequeño roadster estacionado a un lado de la carretera, junto al cual un hombre agitaba frenéticamente los brazos.
—¿Es tu hombre, Paul? —preguntó.
El detective hizo un gesto afirmativo.
—Él nos guiará —dijo.
Mason avanzó hasta el borde del asiento, observando las curvas del camino, que serpenteaba sin cesar montaña arriba.
—¿Qué diablos haría Jason Braun por aquí? —preguntó el abogado.
—No puedo figurármelo —dijo Drake—, a menos que viniera a entrevistarse con alguien. Recuerda que estaba investigando un caso y que…
—De querer asegurarse el sigilo, lo habría logrado lo mismo citándose veinticinco millas más cerca de la ciudad —interrumpió Mason.
El coche piloto transpuso una nueva curva y su luz de parada lanzó un rojo aviso.
Un poco más lejos, un motociclista con capacete, polainas y chaqueta de cuero hacía señas para que se detuviesen. Un coche remolque estaba estacionado unos cincuenta metros más allá, y un grueso cable descendía hasta las profundidades del cañón. El motor del coche giraba lentamente y el cable iba adujándose gradualmente en los tambores.
Mason y Drake saltaron a tierra. Drake mostró su tarjeta al agente de tráfico.
—Estoy investigando este asunto —dijo.
—¿Con qué objeto? —preguntó el agente.
—Represento a una Compañía de Seguros —contestó Drake—. El director cree que la víctima puede ser un asegurado.
—¿Qué le hace creerlo? —preguntó el agente.
—Probablemente una corazonada —contestó Drake—, pero da la casualidad de que uno de sus asegurados ha desaparecido hace dos o tres días y sospecha que sea éste. De todos modos, hay diez dólares al día y gastos para mí, ocho y gastos para el fotógrafo y este individuo que nos acompaña, y no es cosa de perderlos así como así.
—Me entregará usted copia de todas las fotografías que saquen —dijo el agente.
—Pierda cuidado —prometió Drake.
—Y no toquen nada. El forense no ha llegado todavía.
—¿Cree que vendrá?
—Probablemente dirá que nos llevemos el cadáver, pero estamos esperando instrucciones definitivas.
—¿Dónde está el cadáver? —preguntó Mason.
—Junto a aquel árbol, cubierto con una lona. Pero no adelantará nada viéndole.
—¿Por qué no?
—Echele un vistazo a la cabeza y se enterará. Y el llevar al sol un par de días ha acabado de empeorar las cosas.
—Bien, gracias —dijo Drake—; le echaremos el vistazo. Vamos, muchachos, adelante.
Siguieron subiendo por la carretera hasta donde estaba el coche remolque. Éste tenía las ruedas traseras calzadas e iba elevando lentamente el peso colgado al otro extremo del cable de acero.
Iluminaba el sol la escena desde un cielo sin nubes. En el interior del cañón el aire era seco, caliente y pesado. Densos matorrales cubrían la pendiente, que descendía con cierta suavidad hasta unos cien pies por debajo de la carretera, para terminar bruscamente en un salto de cinco pies. El coche remolque había levantado ya los restos del coche accidentado algo por encima de este salto, y tiraba ahora de él, pulgada a pulgada, pendiente arriba. De vez en cuando chasqueaban explosivamente las ramas de algún arbusto y surgían pequeñas nubes de polvo.
—Somos investigadores —dijo Mason al hombre encargado de las operaciones, y se encaminó hacia la blanca lona extendida bajo un corpulento roble.
Cogió una punta de la lona y la echó hacia atrás. Zumbaron las moscas en airados círculos. Mason volvió a dejar caer la lona y dijo:
—No creo que podamos averiguar gran cosa.
Drake se arrodilló y sacó del bolsillo una almohadilla entintada.
—Quizá las huellas digitales nos digan algo.
Mason volvió a levantar la punta de la lona. El agente de tráfico continuaba estacionado en el mismo sitio para advertir a los turistas que se desviasen por un camino lateral. Los hombres encargados de sacar los restos del coche estaban completamente ocupados en su problema. Alguien gritó desde abajo. Los malacates dejaron de girar y se oyeron los golpes de un hacha cortando un arbusto importunamente interpuesto en el camino del destrozado vehículo.
Drake imprimió las huellas de los dedos del muerto en un pedazo de papel blanco y sacó del bolsillo una lupa y otra colección de huellas. Luego, de cuclillas junto al destrozado cadáver, hizo sus comparaciones.
—No trates de reducirlo a una certidumbre matemática —dijo Mason—. Todo lo que necesito es una hipótesis aceptable.
—Bien, pues ya la tienes —contestó Drake—. Éste es el individuo.
—¿Jason Braun?
—Sí. Alias Packard.
Salieron gritos de entre los matorrales de la pendiente. Uno de los hombres se asomó al borde de la carretera, agarrándose al cable de acero.
—Bueno, Paul —dijo Mason—, regístrale. Yo vigilaré.
—Es algo irregular —objetó Drake—. El forense es el único que puede…
—Olvídalo —le interrumpió Mason—. Regístrale los bolsillos rápido y minuciosamente. Ahora sube un coche por la carretera.
Drake hizo una seña a su ayudante. Levantada la lona, exploraron las ensangrentadas ropas del cadáver. Drake fue enumerando, sin levantar la voz, los objetos que iba encontrando.
—Un cuchillo, unas llaves, un pañuelo, parte de un paquete de cigarrillos, un cartón de fósforos del Café Lone Cabin, de Pasadena, un lápiz, una pluma estilográfica, cuarenta y ocho dólares en billetes, dos dólares y siete centavos en monedas. Y nada más. Nada de anillos, alfileres, reloj de pulsera…
—El coche está a punto de doblar la curva —avisó Mason—. Probablemente es el forense. Vuélvelo todo a los bolsillos. Haz un inventario si puedes.
Los hombres volvieron apresuradamente los objetos a los bolsillos del muerto.
—Daos prisa —añadió Mason—. Yo os avisaré cuando doble el coche la curva. Entonces os alejáis… Ya está aquí. ¡Largo!
El ayudante de Drake se puso en pie, sacó un cigarrillo, se lo insertó entre los labios y encendió un fósforo, cuya llama protegió con sus temblorosas manos. Drake volvió la lona a su sitio, dio dos vacilantes pasos hacia Mason, cambió de dirección bruscamente y se apoyó en un árbol. Su rostro tenía una palidez cadavérica.
El coche acortó la velocidad y se detuvo ante la mano levantada del agente de tráfico. Saltaron a tierra dos hombres. Hablaron, todos, unos momentos. Luego el agente hizo un gesto de asentimiento y se echó a un lado.
Mason observó a los recién llegados.
—¿Es el forense? —preguntó Drake, sin cambiar de postura.
—Vete hacia el coche remolque, Paul —dijo Mason—. Allí me reuniré contigo. Quitémonos de la vista.
—¿Es el forense? —repitió Drake, recostado todavía contra el árbol.
—Es Jimmy Driscoll y Rodney Cuff, su abogado —contestó Mason.
Se dirigieron los tres hacia el coche remolque. La pareja que subía por la carretera caminaba con paso decidido y apresurado.
—Dad la vuelta por detrás del remolque, muchachos —dijo Mason—. Moveos con toda naturalidad. No miréis hacia ellos. Tened los ojos fijos en el cable. Obrad como si formaseis parte del equipo de salvamento.
Alguien gritó desde abajo. El hombre que estaba junto a los tambores, empujó una palanca, y los malacates empezaron a girar lentamente.
Cuff y Driscoll se aproximaron al borde de la carretera, siguieron con la mirada la tensa línea del cable y luego volvieron sobre sus pasos y se dirigieron directamente a la rígida figura cubierta por la lona.
—Déjamelo esto a mí, Paul. Vosotros quedaos aquí —dijo Mason a Drake.
Esperó unos treinta segundos, hasta que vio que Cuff introducía los dedos en los bolsillos de la chaqueta del muerto, luego avanzó con toda naturalidad y dijo:
—Se me figura que al forense no le agradará verse suplantado, Cuff.
Rodney Cuff se puso en pie de un salto. Driscoll se quedó mirando a Mason, con la agónica expresión de un marinero bisoño que está a punto de marearse.
El rostro de Cuff continuó tan inexpresivo como siempre, pero por un momento se dilataron sus ojos azules. El joven abogado sonrió luego y alargó una mano.
—¡No creía encontrarle a usted aquí! —dijo.
Mason le estrechó la mano y preguntó:
—¿Le interesa este caso, Cuff?
—No andemos con rodeos —repuso el joven—. ¿Era este hombre Carl Packard?
—Nunca vi a Carl Packard —contestó Mason.
—Hay tinta en los dedos de su mano izquierda —observó Cuff.
—¿Qué le trajo a usted aquí? —preguntó Mason a su vez.
—Me parece —dijo Cuff— que nuestros procesos mentales fueron idénticos. Dígame: ¿es Packard?
—Sí, Cuff, es Packard —contestó Mason.
Cuff dirigió una rápida mirada a Jimmy Driscoll, luego la volvió a Mason.
—Entonces —dijo lentamente—, nunca sabremos lo que Packard vio en la ventana.
—No esté muy seguro de eso, Cuff —dijo Mason, mirando a Driscoll.
El rostro de Driscoll no cambió de expresión en lo más mínimo.