Rita Swaine se sentó frente a Perry Mason en la sala de visitas de la prisión del distrito. Una larga tira de fuerte tela metálica dividía la mesa en dos partes. Rita se sentó a un lado y Perry Mason al otro.
—¿Puedo hablar aquí? —preguntó ella.
—Pero en voz baja —dijo Mason—, y, sobre todo, no se excite. Nos observan. Aunque hable usted de otra cosa, mueva la cabeza enfáticamente una o dos veces, como si negase su culpabilidad. Ahora hable y dígame la verdad.
—Rosalind le mató —afirmó la joven.
—¿Cómo lo sabe usted? ¿Lo dijo ella?
—No de palabra. ¡Oh, es terrible! Es mi propia hermana, y ahora se vuelve contra mí. Ella y Jimmy Driscoll lo hicieron y se han puesto de acuerdo para que Jimmy me eche la culpa, porque le quiere tantísimo que no puede sufrir la idea de que le ocurra nada, y no tiene escrúpulo en acusarme a mí con tal de salvarle a él.
—¿Cómo sabe usted que ellos lo mataron? —preguntó Mason.
—Porque sí. Walter entró y sorprendió a Jimmy allí, y Jimmy le pegó un tiro.
—Siga usted —dijo Mason con voz que parecía un monótono murmullo—. Dígame lo que sepa. Pero antes mueva usted la cabeza… así.
—Rossy me llamó por teléfono, me dijo que había sucedido algo espantoso y me pidió que fuese a su casa inmediatamente. Yo contesté que no podía ir en aquel momento. Entonces ella me dijo que bajase al teléfono de pago de la droguería y llamase a un determinado número. Lo hice así, porque no quería que el muchacho de la centralilla se enterase de lo que estábamos hablando.
—Muy bien —dijo Mason—. Bajó usted a la droguería y llamó a su hermana. ¿En dónde estaba ella?
—En el aeropuerto. Me dijo que Jimmy había estado en la casa con ella; que la había abrazado de un modo demasiado apasionado; que había ocurrido un accidente de auto frente a la casa y que la policía había tomado el nombre y la dirección de Jimmy para citarle como testigo. Me dijo también que Jimmy le había dado un revólver poco después del accidente y antes de ser interrogado por la policía, y que lo había guardado detrás del cajón de la mesa del solarium; y que la señora Anderson lo había visto y seguramente se lo contaría a Walter.
—¿Qué hizo usted entonces? —preguntó Mason.
—Ella me dio todos los detalles, me dijo que había dejado en su dormitorio la bata que llevaba puesta y que el canario andaba revoloteando por el solarium. Yo le prometí que iría inmediatamente y que representaría la comedia en beneficio de la señora Anderson, pero que tenía miedo de tropezar con Walter. Ella me contestó que sabía de un modo absoluto que Walter no estaría allí.
—¿Le dijo a usted cómo lo sabía?
—No.
—¿Y qué sucedió cuando se presentó usted allí?
—Cuando subí al dormitorio a ponerme el vestido de Rossy encontré la puerta de la habitación de Walter ligeramente entreabierta. No me llamó la atención por el momento, me quité mi vestido, me puse el de Rossy, bajé al solarium, cogí el canario y representé mi pequeña comedia para la señora Anderson. Luego volví a subir a cambiarme otra vez de ropa. Entré en el cuarto de baño a lavarme las manos y sufrí una gran emoción. Encontré manchas de sangre en la pila… pero no de sangre pura, sino de sitios en donde las gotas de agua sanguinolenta se había secado sobre la porcelana, dejando unas huellas rosadas, y en algunos las gotas no se habían secado todavía.
»Empujé la puerta, asomé la cabeza al interior, y allí estaba Walter, tendido sobre el lecho, de espaldas, con los brazos abiertos, la americana desabrochada, manándole la sangre de unas heridas de bala. Pasado el primer momento de estupor, grité: “Walter, ¿qué te pasa?”, y corrí hacia el lecho, me arrodillé y puse mis manos sobre los hombros de mi cuñado.
»En seguida comprendí que estaba muerto.
La joven hizo una pausa, respirando trabajosamente por las dilatadas aletas. Sus labios temblaban.
—Prosiga —la animó Mason—. Cuénteme lo que falta.
—Crea, míster Mason, que no sé lo que me impulsó a lo que hice después. Estaba tan nerviosa y horrorizada, que apenas podía respirar. De pronto, empecé a darme cuenta de lo que significaría para mí y para Rossy…
—Deje a un lado la psicología —le interrumpió Mason—. ¿Qué hizo usted?
—Me acordé de la carta que Jimmy había escrito. Sabía que Walter pensaba denunciar a Jimmy, me imaginé las consecuencias para Rossy si alguien registraba el cadáver, encontraba la carta y…
—¿Pero qué hizo usted?
—Le abrí el bolsillo interior, le saqué la cartera y busqué la carta.
—¿La encontró usted?
—Sí.
—¿Qué hizo usted con ella?
—La doblé y me la guardé en la media.
—¿Llevaba usted el vestido de Rosalind en aquel momento?
—No; ya me lo había quitado.
—¿Tenía usted puesto el abrigo?
—Entonces no; me lo puse después.
—¿Cuánto tiempo pasó hasta que se sacó usted la carta de la media?
—En cuanto bajé al piso inferior.
—¿Qué hizo usted con la carta?
—La quemé en la chimenea.
—¿Cómo la quemó?
—Pues con un fósforo encendido. Es lo natural.
—No es eso lo que he querido decir. ¿Qué hizo usted con las cenizas?
—Las dejé en la chimenea.
—¿Las esparció usted con un hurgón o con un palo u otra cosa?
—No; prendí fuego al papel, me cercioré de que ardía y luego me chamusqué el pelo ligeramente.
—¿Cómo iba usted vestida en aquel momento?
—Con mi traje gris.
—¿El mismo que llevó usted a mi despacho?
—Sí.
—¿Qué más hizo usted?
—Agarré el canario y me fui a verle a usted. Y esto lo hice por propia iniciativa, míster Mason, Rossy no me encargó que le buscase un abogado. Sólo me dijo que representase mi pequeña comedia para la señora Anderson, pero comprendí que era preciso buscar a alguien que protegiera sus intereses.
—En otras palabras: ¿sabía usted que se trataba de un caso de asesinato cuando acudió usted a mí?
—Sí.
—¿Y luego voló usted a Reno?
—Sí.
—¿Y después qué?
—Estuve esperando a que Jimmy se marchase a la cama para poder hablar con Rossy a solas. Le dije que había conseguido que aceptase usted ser su abogado y le conté lo de la señora Anderson. No le hablé de Walter ni le pregunté lo que sabía del asesinato. Estaba convencida de que Rossy no era la autora, sino Jimmy, y no quería hablarle del asunto hasta que él marchase de Reno, para que no pudiera obligarle a mentir.
—¿Dónde tiene usted su traje gris perla? —preguntó Mason.
—La policía se lo llevó. Me hicieron ponerme otro vestido.
—¿Y los zapatos?
—Se los llevaron también.
—¿Miró usted si tenían algunas manchas de sangre?
—No, no lo miré… Pero, por Dios, no irá usted a creer que yo…
—Creo —le atajó él— que probablemente tenía usted manchas de sangre en los zapatos. Y hasta quizá, también, en las ropas interiores. Creo, igualmente, que dejó usted sus huellas digitales en la cartera de Walter, y si no esparció usted las cenizas en la chimenea, creo que encontrarían fragmentos para fotografiar.
—¿Pero es que pueden fotografiar una carta quemada?
—Sí. Con el empleo de la fotografía moderna y de la luz ultravioleta e infrarroja se puede fotografiar con la mayor seguridad lo escrito en un papel carbonizado. Me pareció que Overmeyer actuaba un poco torpemente en la investigación. Ahora comprendo que tiene tantas pruebas contra usted que no quiso enseñar la oreja por anticipado. Le convenía que el veredicto del Jurado fuese un tanto indefinido. Quiere que crea usted que no tiene muchas pruebas, y así la sorprenderá en mentira. ¿Prestó usted declaración?
—No. Recordé lo que usted me recomendó y no dije nada.
—¿Negó usted algunas cosas?
—¡Oh, sí! Me acusaron de haber matado a Walter y lo negué con toda energía.
Mason frunció el ceño y dijo malhumorado:
—Ordené a usted que no dijera nada.
—Bien, pero me pareció que debía negar eso.
—¿Negó usted que supiera que había muerto?
—No. Después de mi primera negativa no dije más.
—¿Le preguntaron cuándo le vio por última vez?
—Sí, y les contesté que hacía una semana que no le veía. Eso es cierto, porque realmente no cuenta el ver a un hombre después de muerto y…
—Cuando los peritos —le interrumpió Mason— presenten al Jurado las fotografías bien ampliadas de sus huellas digitales encontradas en la cartera de Walter, tendrá usted tiempo sobrado para reflexionar en lo conveniente que hubiera sido seguir el consejo de su abogado.
La muchacha le miró con ojos de espanto, repentinamente consciente de toda la importancia de aquella observación. Luego levantó la barbilla y dijo con cómico descaro:
—Bien, no necesita usted frotármelo tanto. Soy yo quien sufrirá las consecuencias.
—¿Le mató usted?
—No.
—¿Sabe quién fue?
—No a menos que fuese Rossy.
—Si me miente —la amenazó bruscamente Mason—, le echarán una cuerda a ese lindo cuello, la precipitarán por una trampa y…
—No le miento —protestó la joven—. Y mire, míster Mason, después de todo, el cuello es mío.
La mirada de Mason mostró su aprobación.
—Bien —dijo—; veo que es usted valiente. Eso es bastante mejor que tratar con una mujer histérica que se hará pedazos en el estrado de testigos. Ahora fíjese en lo que voy a decirle y fíjese bien. El fiscal empezará tratándola con suavidad. Al principio fingirá que no tiene cargos contra usted, que la retiene solamente por ligeras sospechas, y que si usted se decide a hablar, probablemente la pondrá en libertad, pero que no puede hacerlo desafiando a la opinión pública, mientras usted se niegue a contestar. Luego, tras obligarla suavemente a pronunciar unos cuantos monosílabos, a negar esto y lo de más allá, empezará a soltar hechos y pruebas y a pedirle que los explique. Lo hará con gestos paternales, fingiendo que su libertad está a la vuelta de la esquina. A continuación empezará a apretar poco a poco los tornillos, hasta que la vea atacada de pánico loco. Entonces, cuando cese usted de hablar, le soltará una jauría de periodistas y ellos utilizarán todas las argucias de la profesión para conseguir que hable. Le dirán que la opinión pública es un factor poderoso; que mejoraría mucho la situación si la Prensa pudiera publicar una conmovedora historia en la que se relatase cómo trató usted de proteger a su hermana y se vio inadvertidamente complicada en un caso de asesinato. Le ponderarán lo beneficioso que sería para usted el mantener su nombre ante el público, para lo cual ellos reservarían un lugar destacado a la entrevista y darían un trato de simpatía al relato, y hasta pagarían grandes sumas por publicar sus memorias o su diario. Y utilizarían en fin, otras cien artimañas para hacerla hablar. El objeto es que empiece usted a hablar y que continúe hablando. ¿Comprende?
La joven asintió con un movimiento de cabeza.
—Bien —prosiguió Mason—; pues procurará usted cerrar la boca, suceda lo que suceda. Con las pruebas que el fiscal tiene contra usted, nunca la pondrán en libertad. La única manera de salir de la cárcel es tener un Jurado que diga «no culpable» o tres hileras de jurados que se muestren en desacuerdo para dictar el veredicto. ¿Comprende?
—Nuevo gesto afirmativo de la joven.
—Muy bien. Siempre que alguien le pida que diga algo, ya se trate del fiscal o de un periodista o de algún compañero que dé la casualidad que se encuentre en la misma celda que usted, contestará que no quiere hablar; que yo le he ordenado que no hable; que mientras yo sea su abogado tiene usted que obedecer mis órdenes; que cree que es una tontería; que usted quiere contar su historia sin ocultar detalle, pero que por cierta razón yo le he ordenado que se calle. En otras palabras, que tiene usted que aguantar estoicamente el chaparrón. ¿Tendrá suficiente energía?
—Creo que sí.
—Exigirá una gran dosis de fuerza de voluntad…
—Tampoco carezco de ella. Recuerde, míster Mason, que tengo veintisiete años.
—¡Bah! —dijo despectivamente Mason—. Porque ha vivido usted algún tiempo libre imagina que se ha formado una disciplina mental y una capacidad para cuidarse de sí misma. Ahora va usted a tener que habérselas con hombres que han manejado tantos casos similares que es cuestión de rutina para ellos. Estos hombres conocen todos los trucos que dan resultado y los que no lo dan. Usted es como una niña perdida en el bosque, excepto para decir que quiere hablar, pero que no la dejan. ¿Entendido?
—Entendido —dijo la joven, algo ofendida—. Pero no crea usted que los jovenzuelos son tan inofensivos como dice.
Mason se puso en pie y se alejó del enrejado pero dio la vuelta y volvió a sentarse.
—¿Hasta dónde puedo llegar en este asunto? —preguntó.
—¿A qué se refiere usted?
—Ya sabe a qué me refiero.
—No comprometa usted a Rossy —dijo la joven.
—Supongamos que tengo que hacerlo para salvarla a usted —inquirió él, observándola atentamente.
—Entonces no me salve.
—¿Sabe usted lo que dice?
—Claro que sí.
—A mí me parece que no. Pueden suceder muchas cosas. Con su cara, su ingenio y su figura, no es probable que un Jurado la mande ahorcar. Quizás escape usted con una condena a perpetuidad. Quizás obtenga un veredicto por asesinato en primer grado, lo cual implica automáticamente la pena de muerte. Está muy bien que ahora levante usted la barbilla y me diga que no comprometa a su hermana, pero, ¿qué sucederá cuando llegue la hora cero? ¿Me reprochará usted el haberla dejado atarme las manos?
La joven se puso en pie y miró severamente a Mason a través del enrejado.
—Míster Mason —dijo—, cuando yo hago una cosa la hago de todo corazón y no lo lamento después, cualesquiera que sean las consecuencias. Ése es mi código de vida. Mucha gente acostumbra a echar a los demás la culpa de sus errores. Yo no. Usted me preguntó antes si tendría energía. Ahora se lo pregunto yo a usted.
—Yo no flaquearé, Rita —sonrió Mason.
—Pues yo tampoco —replicó la joven, disponiéndose a acompañar a la matrona de la prisión, que avanzaba ya en su busca.