Capítulo X

Las responsabilidades de su cargo pesaban poco sobre los hombros de Emil Scanlon, el médico forense. Alto, de mediana edad, siempre de buen humor, consideraba las truculencias de su cargo con el frío interés de un hombre de ciencia a sus conejillos de indias. Era hombre compasivo, pero reservaba sus simpatías para los vivos, a los que podía hacer algún bien, y se sentía indiferente ante los macabros restos sobre los que con tanta frecuencia se le llamaba a informar.

Declaró abierta la investigación como quien preside una reunión de amigos, paseando su penetrante mirada por la concurrencia que llenaba la sala.

—El jurado ha examinado ya los restos —dijo—, y estamos en condiciones de recibir su testimonio. Me propongo despojar a este acto de toda solemnidad. En otras palabras, voy a prescindir de toda clase de tecnicismos. Aparentemente este hombre no se suicidó. Hay tres personas detenidas por las autoridades. Estas personas son: Rosalind Prescott, la viuda; Rita Swaine, cuñada del difunto, y James Driscoll. Este último accedió a la extradición y se encuentra aquí. Miss Swaine y la viuda se negaron a ella, y, por tanto, no podrán ser llamadas como testigos. Oscar Overmeyer, en nombre del fiscal, representa los intereses del pueblo. Perry Mason representa a miss Swaine y a mistress Prescott, y Rodney Cuff actúa en nombre de míster Driscoll. Es evidente que si los señores abogados se enzarzan en tecnicismos y discusiones, estaremos aquí toda la noche. Esta investigación no tiene por objeto probar la culpabilidad de nadie, de modo que no deje lugar a dudas, sino simplemente averiguar cómo encontró la muerte la víctima. En otras palabras, queremos saber lo que causó la muerte de Walter Prescott. Y si de las pruebas resulta que alguien lo mató, trataremos de determinar quién fue ese alguien.

»Voy, pues, a iniciar esta investigación, y si alguna de las partes interesadas quiere cooperar conmigo, aceptaré gustosísimo tal cooperación. Pero no consentiré que este acto se tome como excusa para complicar las cosas. ¿Me han comprendido, señores?

—Los tres abogados asintieron.

—El primer testigo —dijo Scanlon— será George Wray.

Wray levantó la mano y prestó juramento.

—¿Vio usted los restos del fallecido? —preguntó Scanlon.

—Sí.

—¿Pudo usted identificarlo?

—Absolutamente. Son los restos de Walter Prescott, que fue mi socio en la firma Prescott & Wray.

—¿Qué clase de negocios?

—Tasadores de seguros.

—¿Cuándo le vio usted vivo por última vez?

—Anteayer.

—¿Habló usted con él ese día?

—Sí.

—¿Por teléfono?

—Sí.

—¿A qué hora?

—Aproximadamente a las doce menos cinco. Miré el reloj a aquella hora.

—¿Dijo en dónde se encontraba?

—No. Dijo que esperaba llegar a la oficina a primeras horas de la tarde, y yo miré el reloj cuando me estaba telefoneando porque había tenido una mañana muy ocupada y casi se me había olvidado el tiempo transcurrido.

—¿Qué hora era?

—Casi exactamente las doce menos cinco. Precisando más, creo que faltarían unos cinco minutos y medio para las doce.

—¿Por el reloj del despacho?

—Sí.

—¿Lo tiene usted comprobado?

—Sí, es un reloj eléctrico. No varía un segundo.

—Eso es todo —dijo el forense.

—¿Puedo hacer una pregunta? —inquirió Mason.

El forense dio su permiso, y Mason preguntó:

—¿Salió usted a comer poco después de esa conversación telefónica: míster Wray?

—Inmediatamente después —contestó el testigo.

—Nada más; gracias.

El doctor Hubert, cirujano, fue llamado a continuación. El testigo identificó tres balas, una de las cuales había sido extraída del cadáver, y encontradas las otras dos en la habitación, después de haber atravesado el cuerpo de la víctima.

El cirujano describió la trayectoria de las balas. Una de ellas había ocasionado una herida que no habría sido necesariamente fatal. Las otras dos produjeron heridas mortales. Las huellas de la pólvora indicaban que los disparos habían sido hechos a corta distancia. El doctor describió, también, cómo se encontró el cadáver, y afirmó que la muerte había sido instantánea. En cuanto a la hora de la muerte, la fijó entre el mediodía y las dos y media de la tarde. El cadáver fue descubierto poco antes de las cinco.

E. Q. James, criminólogo, al servicio de la fiscalía, identificó un revólver, junto con microfotografías de las balas de pruebas disparadas con aquella arma, las cuales demostraban que eran idénticas a los tres proyectiles puestos en evidencia por el cirujano que realizó la autopsia.

El forense llamó a Stella Anderson. Ésta subió al estrado de testigos con cómica rigidez, levantando la barbilla, llameantes los ojos, arrebolado el rostro por la satisfacción de verse en el centro de la escena. Mientras declaraba su nombre y residencia, los fotógrafos periodísticos le sacaron algunas instantáneas, previos cegadores fogonazos.

Interrogada por el forense, la mujer repitió lo que había visto, punto por punto, en casa de Prescott el día anterior.

—¿Y vio usted a un joven entregar un revólver, a la muchacha? —preguntó Scanlon.

—Sí, señor, le vi entregarle un revólver. Ella abrió el cajón de la mesa y lo metió muy al fondo, y después cerró el cajón.

—¿Quién era aquel hombre?

—Ese que está sentado ahí. El del traje azul.

—¿Se refiere usted a James Driscoll…? Póngase en pie, míster Driscoll… ¿Es éste el hombre, señora Anderson?

—Sí…, ése es, el mismo que vi que salía corriendo poco después del accidente y el que vi con el revólver. Las ventanas de enfrente tienen cortinas muy finas y se puede ver a través de ellas tan claramente como si no existiesen. Bueno, no del todo, pero muy claramente. Estoy completamente segura de que el hombre que vi con el revólver era este joven. James Driscoll.

—¿Y quién era la mujer?

La señora Anderson unos minutos antes de contestar titubeó.

—No lo sé —contestó—. Creí que era Rosalind Prescott. Pero más tarde apareció Rita Swaine en la ventana con un traje exactamente igual, y tratando de hacerme creer…

—No nos interesa lo que trató de hacerle creer —intervino el forense—. Díganos escuetamente nada más lo que vio.

—Bien, yo tengo mi opinión propia —dijo la señora Anderson, apretando los labios.

Recorrió la sala un rumor, prontamente acallado por el mazo del presidente.

—Concrete, y nada más, lo que vio, señora Anderson —repitió.

—Vi a Rita Swaine junto a la ventana cortando las uñas al canario.

—¿Qué pata, la derecha o la izquierda?

—La derecha.

El forense le dio las gracias e hizo un gesto a Driscoll, que se sentaba entre un policía y Rodney Cuff.

—Míster Driscoll —dijo—, como mera fórmula, voy a pedirle que ocupe el estrado y conteste algunas preguntas. Me doy cuenta, naturalmente, de que su abogado no le permitirá contestarlas, pero sólo como cuestión de trámite me interesa que conste en acta su negativa a contestar.

Rodney Cuff, puesto en pie, sonrió con melosa finura. Su voz, al parecer poco más elevada del tono normal, llenó la atestada sala de vibrantes resonancias.

—Creo —dijo— que Su Señoría interpreta mal nuestra posición. Es solamente el culpable quien necesita refugiarse en argucias y tecnicismos. En lo que a James Driscoll concierne, contestará sin titubear a cualquier pregunta que se le haga por esa presidencia o por el representante del fiscal.

Recorrió la sala un murmullo de sorpresa. Emil Scanlon cambió maliciosas miradas con el representante del fiscal, luego tomó solemne juramento a Driscoll como testigo.

—¿Conocía usted al difunto, míster Driscoll? —preguntó.

—Sí, le vi una o dos veces.

—¿Conocía usted a la señora Prescott?

—Sí.

—¿Desde hace cuánto tiempo?

—Desde hace unos dieciocho meses.

—¿Estuvo usted prometido con ella?

—Sí.

—¿Qué fue de ese compromiso?

Driscoll se humedeció los labios con la lengua.

—Reñimos y lo rompimos —contestó.

—¿Al cabo de cuánto tiempo se casó ella con el difunto?

—Al mes.

—¿Escribió y envió usted una carta a la señora Prescott en la que sugería abandonase a su marido y pidiese el divorcio?

—La carta misma es la mejor prueba —indicó Perry Mason.

—Comprendo perfectamente la indicación de míster Mason —dijo Cuff, sonriente—. Pero las preguntas y las respuestas nunca comprometerán a este testigo, porque es completamente inocente. No titubee y conteste la pregunta, Jimmy.

Driscoll se lanzó a ello valiente.

—Escribí tal carta, la firmé, le puse el sello, dirigí el sobre y la envié a mistress Prescott. Esto ocurrió hace cuatro o cinco días, me parece.

—¿En esa carta aconsejaba usted a mistress Prescott que abandonase a su marido? —preguntó el forense.

—Sí.

—¿No le era simpático?

—No. Me parecía un pillo y un estafador.

—¿Estaba usted celoso de él?

—En cierto modo, sí.

—¿Tenía usted razones para odiarle?

—Francamente, sí.

El presidente se quedó mirando a Cuff, luego al representante del fiscal y murmuró:

—En mi vida he oído cosa semejante.

Overmeyer asintió. Rodney Cuff dijo cordialmente:

—Siga interrogando Su Señoría. Lo hace muy bien. ¿O prefiere que haga yo mismo las preguntas?

—No —dijo el forense—; yo las haré. Escuche, míster Driscoll, ¿estuvo usted en casa de Walter Prescott ayer por la mañana?

—Sí.

—¿Hacia qué hora?

—Hacia la mencionada por la señora Anderson. No miré al reloj, pero faltaban unos minutos para las once cuando llegué.

—¿Sabía Walter Prescott que iba usted a ir?

—No.

—¿Iba usted con el propósito de ver a su mujer?

—Sí.

—¿La vio usted?

—Sí.

—¿Y se armó usted antes de ir a la casa?

—Sí. Walter Prescott había amenazado con matar a Rosalind y yo le creía capaz de hacerlo. Quería protegerla de él.

—¿Utilizando aquella arma?

—No creí que tuviera necesidad, pero quería que Rosalind la conservara en su poder por si se veía en la precisión de defenderse.

—¿Hizo usted a mistress Prescott alguna protesta de amor o afecto?

—Sí, por cierto —dijo Driscoll con cierta timidez—. No podía sufrir la idea de que era desgraciada. Mi emoción al verla me hizo perder la cabeza. La cogí en mis brazos y le dije que todavía la amaba, que siempre la había querido.

Driscoll estaba ahora sentado al borde del asiento, respirando fatigosamente. Se adelantaron los fotógrafos de la Prensa. Chasquearon las cámaras.

—Que no haya mala interpretación en lo que voy a preguntarle, míster Driscoll —recalcó el presidente—. ¿Mató usted a Walter Prescott?

—No.

—¿Sabía usted que había muerto?

—Lo supe bastante tiempo después de abandonar la casa.

—¿Quiere usted describirme lo que hizo a partir de las once y media?

—Estuve hablando con la señora Prescott sobre sus asuntos financieros y el desfalco de doce mil dólares de que le había hecho víctima su marido. Éste había manejado deliberadamente sus bienes para poder robar cuando quisiera este dinero.

—¿Debo entender que comunicó usted tales sentimientos a la mujer de Walter Prescott?

—Exactamente —dijo Driscoll con vehemencia—. Su esposo la ha estafado con los más burdos engaños. Se casó con ella solamente por el dinero. A mí me pareció que estos actos le habían despojado de todos sus derechos como esposo.

—¿Pero usted sabía que la Ley le consideraba como su marido legal y que continuaba revistiéndolo de todos los derechos de tal?

—Sí.

—¿Sabía usted que no había entablado demanda de divorcio?

—Sí.

—Y, sin embargo, antes de abandonar la casa, ¿proyectaba usted huir con aquella mujer?

—Yo proyectaba llevarla a Reno, donde pudiera entablar una demanda de divorcio. Al principio pensé que fuese sola. Después decidí acompañarla en el viaje.

—¿Y lo hizo usted así?

—Sí.

—¿Sabía usted que Walter Prescott había muerto cuando abandonó la casa?

—No.

—Volvamos a lo que hizo usted después de las once y media.

—Perdí el dominio de mis nervios y tomé a la señora Prescott en mis brazos y le dije que la amaba. La señora Anderson, que nos observaba desde la casa de al lado, puede atestiguarlo.

Stella Anderson hizo enérgicos movimientos afirmativos con la cabeza.

—No se moleste, señora Anderson —dijo el presidente—. No está usted en el estrado de testigos. Ya ha prestado usted su declaración. Prosiga, míster Driscoll. Díganos lo que sucedió después.

—Después penetré en la otra habitación para telefonear al aeropuerto que reservasen una plaza para la señora Prescott. Apenas acababa de telefonear cuando ocurrió el accidente de automóvil frente a la casa. Corrí a prestar mi auxilio y luego regresé. Sabiendo que, a causa del accidente, podía ser citado en cualquier momento como testigo, y deseando no dejar a Rosalind Prescott sin mi protección, saqué de mi bolsillo el revólver y se lo di. Es el «Smith Wesson», calibre treinta y ocho traído aquí como prueba. Fue mío, pero cuando se lo di a la señora Prescott no había sido disparado. Ella me dijo que su marido le había amenazado de muerte, y yo quería que ella tuviese algún medio para defenderse.

—¿Qué hizo usted a continuación?

—Al abandonar la casa tropecé con dos agentes de un coche patrulla. Me tomaron el nombre, el número de la licencia y la dirección, y me dijeron que me llamarían como testigo. Yo les dije que había estado telefoneando y que no había presenciado lo ocurrido, pero no me hicieron caso. Luego volví a casa de Prescott, dije a Rosalind que mi identidad había sido descubierta y que temía que Walter sacara partido del incidente, por lo que sugerí que marchásemos en seguida a Reno.

—¿Qué dijo ella?

—Se mostró conforme.

—¿Preparó una maleta?

—Nada más que un maletín con cremas y cosas. Se cambió de vestido y salimos en seguida por la puerta lateral.

—¿Hablaron algo de lo que la señora Anderson pudiera haber visto?

—Sí. La señora Prescott estaba segura de que Stella Anderson nos estuvo espiando; que lo había fisgado todo.

Stella Anderson se puso en pie de un salto y exclamó indignada:

—¡No estuve espiando! ¡Nunca espío! Yo sólo me meto en mis asuntos.

El mazo del presidente reclamó silencio.

Siéntese y estese callada, señora Anderson, o tendrá que abandonar la sala.

Jimmy Driscoll no pareció conceder la menor importancia a la interrupción.

—Antes de nuestra marcha —añadió, con el aire del que tiene que cumplir un desagradable deber, pero que está decidido a cumplirlo hasta el fin— discutimos lo que podíamos hacer para impedir que la señora Anderson le dijese a Walter Prescott lo que había visto. Rosalind concibió la idea de hacer venir a su hermana, vestirla con su mismo traje y ponerla junto a la vidriera, de modo que la señora Anderson pudiera verle bien la cara. Telefoneamos a miss Swaine desde el aeropuerto. Yo escuché la conversación de Rosalind y oí las instrucciones que dio a miss Swaine.

—¿Qué hicieron ustedes después?

—Volamos a Reno.

—¿Sabía usted que Walter Prescott estaba muerto en aquel momento?

—No… y lo que es más, puedo probar que no le maté y que no tengo nada que ver con su muerte.

Cuff se puso en pie, desafiador.

—Pido que se dé a mi cliente la oportunidad de probar su inocencia —dijo.

—Nadie se lo impide —replicó Scanlon, con toda naturalidad.

—Quiero que conste en acta y que comprenda el abogado —inquirió el representante del fiscal— que el propósito de la fiscalía es realizar una investigación imparcial e independiente. Nosotros no tratamos de endosar a nadie este crimen. Buscamos los hechos y nada más.

—Prosiga —dijo Rodney Cuff a Driscoll.

Perry Mason se agitó inquieto en su asiento y pareció ir a decir algo, pero guardó silencio.

—Walter Prescott estaba vivo a las once cincuenta y cinco —prosiguió Driscoll—. A aquella hora telefoneó su socio. Cinco minutos después, empezando a sonar las sirenas del mediodía, ocurrió un accidente de automóvil frente a la casa. Me lancé a la calle y ayudé a sacar al herido del coupé. Luego regresé a la casa y entregué a Rosalind Prescott el revólver con el que, según las pruebas, tuvo que cometerse el asesinato. Ese revólver quedó escondido detrás del cajón de la mesa y allí fue encontrado por la policía. Ahora bien, desde entonces hasta que abandoné la casa, nos estuvo observando la testigo Stella Anderson. Ella no vio que nadie sacase el arma de detrás del cajón. A las doce y cuarto Rosalind y yo abandonamos la casa por la puerta lateral… es decir, por la que da a la calle Catorce, y nos dirigimos al aeropuerto, donde tomamos el primer aeroplano para Reno.

—Queda todavía sin justificar un lapso de tiempo entre las once cincuenta y cinco y las doce —objetó Emil Scanlon—. No es mucho tiempo, es cierto, pero lo suficiente para hacer un disparo.

—Durante ese tiempo estuve ocupado en telefonear —dijo Driscoll.

—¿Podría usted probarlo? —preguntó el representante del fiscal.

—Sí —dijo Rodney Cuff, contestando por Driscoll—. Podría probarlo si se me permite que presente a un testigo.

Scanlon titubeó un momento, miró al representante del fiscal, luego a Rodney Cuff y otra vez a Oscar Overmeyer.

Overmeyer asintió con un movimiento de cabeza, casi imperceptible, y Emil Scanlon dijo:

—Muy bien; le concederemos permiso para llamar a ese testigo. El procedimiento es algo irregular, pero éste es un caso peculiar y estamos deseosos de aclarar lo sucedido.

Rodney Cuff se puso en pie, con aire de triunfo.

—Nada más, míster Driscoll —dijo—. Puede usted abandonar el estrado por el momento y llamaré a Jackson Weyman como primer testigo.

Un individuo corpulento, de unos cuarenta años, se levantó de su asiento y se dirigió hacia la puerta.

—Ése es Weyman —dijo Rodney Cuff—, y le necesito como testigo.

Un ujier detuvo a Weyman en la puerta. Weyman se revolvió diciendo:

—Yo no quiero ser testigo. No he venido aquí para declarar.

Tenía el ojo izquierdo amoratado. Un trozo de gasa, retenido con esparadrapo, le cubría la parte alta de la frente, y otro trozo menor la parte de la mejilla derecha.

—Pido que sea llamado como testigo —insistió Cuff.

—Venga y preste juramento, míster Weyman —ordenó el presidente.

—No haré tal cosa —replicó el rebelde—. No quiero ser testigo y nadie me puede obligar. ¡Bonita facha tengo para subir al estrado a exhibirme!

La multitud rompió a reír, y Scanlon no hizo nada por contener las risas. Cuando cedieron, dijo:

—De todos modos, venga y preste juramento, míster Weyman.

—No diré nada —refunfuñó míster Weyman, testarudo.

La sonrisa bonachona no abandonó los labios del presidente, pero la mirada de sus ojos se endureció repentinamente.

—Está usted en un error en ese punto, míster Weyman. Tráigalo, ujier.

El ujier cogió a Weyman por un brazo. Weyman se revolvió y dio un golpe al funcionario. Un momento después se encontró agarrotado por el cuello y obligado a avanzar por el pasillo, hacia el estrado, mientras los espectadores mostraban su regocijo.

—Sujételo un minuto, señor ujier —dijo Scanlon—. Quiero decirle algo… Escuche, míster Weyman: ésta es una investigación. La presidencia tiene la facultad de requerir a los testigos y hacerles declarar. Si usted me desobedece, irá a la cárcel… ¿Ha estado usted bebiendo?

—Bebí una o dos copas —contestó Weyman con voz áspera.

—Levante la mano derecha y preste juramento —ordenó el presidente con severidad.

El ujier soltó su presa, y Weyman, sin dejar de refunfuñar, levantó la mano derecha para prestar juramento.

Scanlon indicó la silla de testigos, y Rodney Cuff se adelantó hacia ella.

—¿Recuerda usted, míster Weyman —preguntó—, el accidente de automóvil ocurrido frente a la casa de Walter Prescott?

—Sí, ¿y qué?

—¿Vive usted en la casa inmediata a la que habita Prescott?

—Sí.

—¿Y vio usted el accidente?

—Lo vi.

—¿Dónde estaba usted en aquel momento?

—En la calle Catorce.

—Había estado usted bebiendo, tuvo una pelea y llevó la peor parte, ¿es cierto?

—A usted no le importa nada eso.

Scanlon golpeó la mesa con su mano, frunció el ceño y dijo, volviéndose a Rodney Cuff:

—Este hombre es un testigo obligado. Yo le estoy forzando a declarar, pero no quiero molestarle innecesariamente. ¿Qué tiene que ver su pendencia con nuestro asunto?

—Sencillamente esto —dijo Rodney—: el testigo tiene costumbre de pelearse cuando está embriagado. Esta vez le golpearon hasta hacerle perder el conocimiento y tuvo que acudir a un médico para hacerse curar la cara y no quiso volver a casa, temiendo las recriminaciones de su mujer. Por eso se encontraba vagando por la calle Catorce, cerca de la avenida de Alsacia, cuando ocurrió el accidente. Yo pretendo demostrar que estaba allí en aquel momento y por qué.

—Muy bien —dijo Weyman con voz aguardentosa—. Yo estaba allí. ¿Y qué?

—¿Podía usted ver el pequeño gabinete donde está instalado el teléfono?

—Sí. ¿Y qué?

—¿Vio usted a míster Driscoll utilizar el aparato?

—Hubo un momento de tenso silencio, y Weyman dijo luego, de mala gana:

—Vi allí un hombre telefoneando, pero estaba vuelto de espaldas.

—¿Luego estaba usted en aquel punto de la calle cuando ocurrió el accidente?

—Sí.

—¿Qué estaba haciendo Driscoll en aquel momento?

—El hombre que yo vi seguía telefoneando.

—¿Y cuánto tiempo llevaba allí?

—No lo sé, quizá cuatro o cinco minutos.

—¿Qué hizo usted después de ocurrir el accidente?

—Eché a andar para ver lo que había ocurrido. Después decidí quitarme de en medio. Me alejé y me senté en el bordillo de la acera, viendo subir al camión al individuo que resultó herido. Este joven del traje azul salió corriendo y se puso a ayudar. Luego se volvió a meter en la casa y el camión se marchó.

—¿Y luego?

—A los pocos minutos vi que este hombre, Driscoll, volvía a salir de la casa. En aquel momento doblaba la esquina un coche patrulla y los agentes le detuvieron para interrogarle.

—¿Cuánto tiempo permaneció usted aún en aquel sitio después de eso?

—No seguí allí. No quería que los policías me interrogasen y me marché. Pasado un rato me hice a la idea de que tenía que aguantar la música de mi mujer y me metí en casa.

—¿Qué hora era?

—No lo sé. Había pasado mucho tiempo desde que comencé a sentirme mal.

Rodney Cuff indicó con un pequeño gesto que renunciaba a seguir interrogando, y recuperó su asiento con una sonrisa que denotaba gran satisfacción.

El presidente miró de reojo a Overmeyer, y el representante del fiscal se puso en pie, avanzó hacia el testigo y preguntó:

—¿Está usted seguro de que fue a míster Driscoll a quien vio en el teléfono?

—El teléfono cae frente a la ventana —dijo Weyman—. Aquel individuo estaba de pie, con la espalda apoyada en un lado del marco. Desde donde yo estaba le veía por detrás. Tenía el mismo pelo negro y rizoso que este Driscoll. Cuando salió de la casa pude verle la cara. El hombre que salió era Driscoll. Estoy seguro.

—¿Había estado usted bebiendo aquella mañana?

—Tenía unas copas en el cuerpo.

—¿Más que ahora?

—Bastante más.

—¿Está usted seguro en lo de la hora?

—No, no estoy seguro. Me dijeron que el accidente ocurrió al mediodía. Si es cierto o no, allá ellos. Yo no lo sé. Todo lo que puedo asegurar es que me encontraba por allí desde unos diez minutos antes del accidente y vi a un hombre telefoneando.

—Nada más —dijo Overmeyer—. Quizá necesite volver a hablar con usted, míster Weyman.

—¿Puedo dirigirle una pregunta? —intervino Perry Mason.

Scanlon asintió.

—¿Con quién habló usted de lo que vio?

—Se lo conté a mi esposa —contestó Weyman.

—¿A nadie más?

Weyman hizo un gesto negativo.

—¿Se lo contó usted tan pronto como llegó a casa?

—No —dijo Weyman con maliciosa mueca—. Antes hablamos de otras cosas.

—Eso es todo —dijo Mason.

—Puede usted retirarse, míster Weyman —ordenó el presidente.

Rodney Cuff se puso en pie, con ademán solemne.

—Deseo hacer constar que, en vista de la declaración de este testigo, y del hecho de que podemos sentar definitivamente que el accidente ocurrió casi exactamente a la hora del mediodía, fue imposible que Jimmy Driscoll matase a Walter Prescott.

»Espero que comprenderá usted lo que esto significa —prosiguió, dirigiéndose al representante del fiscal—. Significa que algún tiempo después de que Rosalind Prescott y mi cliente marchasen a Reno, y mientras Rita Swaine se encontraba en la casa, llegó Walter Prescott. No es difícil conjeturar lo que sucedió, y que Rita Swaine le mató. Por lo que mi cliente me ha contado de Rita, es de suponer que la provocación fuese grande. Quizá mató en defensa propia, o…

—Si el abogado quiere hacer una acusación —intervino Perry Mason—, yo deseo hacer otra.

—No va a hacer acusación alguna —le atajó Scanlon—. Siéntese, míster Cuff.

—Yo quería meramente hacer resaltar que…

Oscar Overmeyer parecía pensativo. De pronto levantó la mirada hacia el presidente y dijo:

—Yo pensaba demostrar, valiéndome del mismo canario, que probablemente no fue Rita Swaine a quien vio la señora Anderson en el solarium. La declaración del testigo Driscoll hace innecesaria mi intervención.

—En vista de lo manifestado por el señor abogado —intervino Mason—, pido permiso para volver a interrogar al cirujano que realizó la autopsia.

—No hay inconveniente —dijo Overmeyer—. Mi misión exige llegar al fondo del asunto tanto como la del señor forense.

—El forense va a llegar al fondo del asunto —dijo Scanlon jovialmente—. Doctor Hubert, tenga la bondad de volver al estrado.

Cuando el doctor se hubo sentado, Mason le dijo:

—En vista de las manifestaciones hechas, comprenderá usted, doctor, la importancia de estar absolutamente seguro de su testimonio respecto a la hora de la muerte. Usted ya ha contestado a esta pregunta, en efecto. Pero en vista de la importancia adquirida por esta fase del caso, necesito volverle a preguntar: ¿Es posible que Walter Prescott muriera antes de los tiempos límites fijados por usted anteriormente?

El doctor Hubert cruzó las piernas, entrelazó los dedos, se aclaró la garganta y contestó con calma:

—No quiero ser mal comprendido. El testimonio médico respecto al tiempo de la muerte nunca es absolutamente matemático. Existen ciertos factores variables cuya naturaleza y extensión no pueden ser inteligentemente correlacionados. La autopsia fija, por tanto, un tiempo probable de muerte. Tomando, pues, en consideración todos los factores variables, crea un margen de probabilidad a uno y otro lado del tiempo elegido. Si el que realiza la autopsia es hombre concienzudo, extiende este margen de probabilidad de modo que cubra toda posible combinación de factores variables. Luego fija la hora de la muerte en términos que abarquen esos tiempos posibles.

—¿Hizo usted eso? —preguntó Mason.

—Ciertamente.

—Y cuando usted dice que la muerte ocurrió entre el mediodía y las dos y media de la tarde, ¿debo entender que estima usted, de un modo puramente aproximado, que la muerte ocurrió alrededor de la una y cuarto; que es posible, no obstante, que ciertos factores variables, como usted los ha denominado, causen un error de deducción y que usted, por tanto, hizo una concesión máxima de una hora y quince minutos en una y otra dirección como el mayor margen posible de error en un cálculo?

—Eso es aproximadamente lo correcto —dijo el doctor Hubert—. Personalmente, yo diría que el hombre fue muerto entre la una y la una y media. Acertaría ocho o nueve veces de cada diez. Pero existe la posibilidad de una combinación de circunstancias diversas que alterarían la conclusión, quizás una vez de cada diez. Teniéndolo, pues, en cuenta, he extendido los márgenes suficientemente a uno y otro lado, de manera que incluyan hasta esa vez de cada diez.

—¿Y puede usted afirmar que las doce es la hora más temprana posible en que la víctima pudo encontrar la muerte?

—Sí.

—Así, pues, según su propio testimonio, doctor, el hombre pudo morir a las doce y un minuto.

—Es cierto.

—¿Pudo morir a las doce?

—Sí, señor.

—¿Y no a las once y cincuenta y nueve minutos?

—Oh, verá, verá —elijo el doctor—; eso es querer enredarme un poco.

—No lo creo yo así —replicó Mason.

—Bien, si vamos a hilar tan delgado, el hombre que pudo morir a las doce, pudo morir igualmente a las once y cincuenta y nueve minutos. Yo no lo creo, pero bien pudo ser.

—¿Y qué me dice de las once y cuarenta y cinco?

—Un testigo le oyó hablar por teléfono a las once y cincuenta y cinco —hizo notar el doctor Hubert con acritud.

—Exactamente —convino Mason—. Ahora ha comprendido usted mi punto de vista, doctor. Cuando fija usted como la hora más temprana en que el hombre pudo morir alrededor de las doce, toma usted en consideración que la víctima, según la declaración de uno de los testigos, se encontraba viva a las once y cincuenta y cinco, ¿no es cierto?

—No.

—Sin embargo, cuando le pregunto si no existe posibilidad médica de que el hombre hubiese muerto a las once y cuarenta y cinco, me contesta usted haciendo resaltar el hecho de que, según la declaración de un testigo, se encontraba vivo a las once y cuarenta y cinco. Así, pues, doctor, ¿testifica usted con arreglo a su conocimiento médico o según la opinión formada inconscientemente tomando en cuenta la declaración de un testigo?

—Yo testifico con arreglo a una opinión médica formada por el examen post mortem del cadáver.

—Enfoquemos el asunto desde otro ángulo, doctor. Usted ha mencionado un caso de cada diez en el que una combinación de factores variables pudiera exigir la ampliación de los márgenes de tiempo fijados. Ahora bien, ¿no es posible que se dé quizás, un caso entre mil, o uno entre diez mil, que exija que se amplíen esos márgenes de tiempo aún más que para cubrir ese entre diez que mencionó usted?

—Oh —replicó el doctor Hubert—, si lo enfoca usted de ese modo, digamos que murió entre las once y media de la mañana y las tres de la tarde, y arriesgaré mi reputación profesional a que murió dentro de esas horas y no pudo morir a las once y veintinueve. ¿Queda usted con ello satisfecho?

—No se trata de satisfacerme —replicó Mason—. Se trata de establecer los hechos.

—Bien, pues ya los ha establecido usted —replicó el doctor Hubert.

—Creo que todos estamos de acuerdo —intervino Scanlon—. Puede usted retirarse, doctor.

Hubo un momento de silencio.

—En vista de las circunstancias —añadió luego el presidente—, quiero volver a llamar a míster Driscoll para hacerle otra pregunta.

—Suba al estrado, Driscoll —dijo Rodney Cuff.

Scanlon miró fijamente al joven y le preguntó, recalcando las palabras:

—¿Es posible que estuviera alguien más en casa de Prescott mientras estuvo usted en ella, míster Driscoll?

—Yo creo que no —contestó el joven.

La voz de Scanlon se hizo menos enfática.

—¿Entró usted en todas las habitaciones de la casa? —preguntó.

Driscoll titubeó y luego contestó rápidamente:

—En los dormitorios de arriba, no, señor.

—¿Está usted seguro?

—¡Completamente!

—¿Y no entró usted en la bodega?

—No, si es que la hay.

—¿Es pues, completamente posible que alguna otra persona estuviera en la casa sin que usted lo supiera?

—Sí —dijo Driscoll; pero añadió—: Tal persona, no obstante, no pudo cogerme el revólver, disparar por tres veces sobre Walter Prescott y volver el arma a mi bolsillo sin que yo me enterara. En el caso de que Prescott fuese muerto con mi revólver, tuvo que ser después de que yo abandonase la casa.

—Comprendo perfectamente su punto de vista —dijo Scanlon—. Nada más, de momento, míster Driscoll: puede retirarse.

Unos diez minutos después el jurado emitió su veredicto, en el que declaraba que Walter Prescott había sido muerto de un disparo por persona o personas desconocidas.

—¿Qué le parece el veredicto, Mason? —preguntó Rodney Cuff, acercándose al abogado.

—Muy bien —contestó Mason—. Una de las cosas que deberá usted decir mañana a míster Dimmick es que, en mi opinión, no tiene por qué preocuparse de la calidad de la representación del joven Driscoll. Ha estado usted muy bien. El hacerle confesar el complot para sustituir a Rosalind Prescott por Rita Swaine es en todo un golpe de genio.

—Sí —dijo Cuff con blanda expresión—. Me había enterado de que los investigadores del fiscal se habían hecho cargo del canario, y deduje que podía significar sólo una cosa. Gracias a su hábil razonamiento deductivo, míster Mason, Driscoll sabía que se sospechaba la verdad, y yo le aconsejé que la declarase.

—¿Y cómo se enteró usted de que Weyman podía ser un testigo? —preguntó Mason.

Cuff se echó a reír.

—Se lo contó a su mujer: y su mujer se lo contó a Stella Anderson, y Stella Anderson guarda los secretos como el agua una criba. Me pareció que llamándole inesperadamente podría causar mejor impresión que si hubiese hablado con él para presentarle como testigo.

Mason hizo un gesto de aprobación, encendió un cigarrillo y dijo:

—¿Qué cree usted que le va a parecer a Rosalind cuando se entere de que Driscoll trató de desviar las sospechas de su persona compremetiendo a Rita Swaine?

—No creo que lo interprete usted así —dijo Cuff.

—Sí, eso es lo que hizo —insistió Mason.

Cuff reflexionó unos momentos.

—Una cosa que quizá pase a usted por alto, míster Mason —dijo al fin— es que antes de que empezase la investigación, el fiscal estaba preparando el procedimiento de extradición contra Rita Swaine y Rosalind Prescott. Tal como está el asunto, ahora procederá a solicitar la de Rita, pero no podrá hacer lo mismo con Rosalind… Porque no existen pruebas suficientes para justificar la petición.

—¿Y cree usted que eso es inconveniente? —preguntó Mason.

—A mí me parece que sí.

—¿Para quién?

—Para Rosalind Prescott en primer lugar.

—¿Y miss Swaine?

—Miss Swaine —sonrió Cuff— tendrá que cuidarse de sí misma… con la valiosa ayuda de usted.

—Por supuesto —dijo Mason—. Pero mire usted, Cuff; tiene un inconveniente eso de que un cliente se aventure a colocar las cartas sobre la mesa.

—¿Cuál? —preguntó Cuff.

—Pues que sólo Dios puede salvarle si miente.