Al entrar Perry Mason en su despacho particular, Della Street indicó con un gesto la puerta que daba al antedespacho, y dijo sonriendo satisfactoriamente:
—Abner Dimmick, de la razón social Dimmick, Gray y Peabody, y un joven ayudante llamado Rodney Cuff, le esperan a usted.
Mason emitió un silbido.
—¿Por qué silba usted? —inquirió la secretaria.
—Dimmick, Gray y Peabody —contestó Mason—, son, como si dijéramos, la aristocracia del foro. Representan a algunos grandes Bancos. ¿Qué diablos querrán de mí?
—Quizá nada importante —dijo Della.
—Cuando vea usted entrar en mi despacho a Abner Dimmick puede usted asegurar que es asunto importante —replicó Mason.
—¿Los hago pasar?
—Ahora mismo, y con todos los honores y trompetería debidos a la realeza.
A mitad del camino de la puerta, Della se detuvo para decir:
—¿No cree usted que representan al Banco, jefe?
—¿Se refiere usted a la Caja de Préstamos y Ahorros?
—Sí.
—No es mala idea —convino Mason—. Estése por aquí y escuche lo que digan. Si toso ruidosamente, empiece a tomar notas de la conversación.
Della asintió, desapareció al otro lado de la puerta y regresó a los pocos segundos acompañando a un hombre de blancos cabellos, de áspero continente, con un pesado bastón en la mano derecha, con el que puntuaba sus pasos al andar. Le seguía un joven de unos veintitantos años, en cuyos ojos azul china bailaba el diablillo de la petulancia, a pesar de la seriedad con que procuraba mantenerse a uno o dos pasos detrás del anciano.
El caballero de los blancos cabellos atravesó lentamente el despacho.
—Usted es Mason —iba diciendo—. Yo soy Dimmick… Dimmick, Gray y Peabody. Quizás haya usted oído hablar de nosotros. Yo mucho de usted. —Se pasó el bastón a la mano izquierda, alargó la derecha, y añadió—: Tenga cuidado. Recuerde que soy un viejo. Padezco de reumatismo en esa mano. No me triture los huesos. Le presento a Cuff, Rodney Cuff, mi pasante. Está en el despacho conmigo. Todavía no sé si servirá para algo. No se adapta a nuestra clase de trabajo. Estamos metidos en un verdadero lío. Quizás esté usted enterado.
Mason estrechó la mano de Cuff, condujo a sus visitantes a unos asientos y aseguró a Dimmick que no estaba enterado de nada.
Dimmick rodeó con sus entrelazados dedos el puño del pesado bastón y se dejó hundir lentamente en un gran sillón de cuero. Cuff se acomodó en una silla, cruzó las piernas, apoyó un codo en el respaldo y se puso a contemplar a Della Street.
Abner Dimmick tenía una frente prominente, con enmarañadas cejas que subían y bajaban puntuando sus observaciones. Le colgaban rugosas bolsas de los ojos. Su boca tenía la energía de las mandíbulas de un cepo de acero. Un poblado mostacho blanco, que hacía juego con las cejas, daba a su rostro un aspecto de fría austeridad.
—¿De qué se trata? —preguntó Mason.
—¡Dimmick, Gray y Peabody interviniendo en una causa criminal! ¿Puede usted imaginárselo? ¡Es lo único que me quedaba por ver!
—¿Cree usted que podré ayudarle en algo? —preguntó Mason.
Dimmick hizo un gesto afirmativo.
Rodney Cuff tosió desaprobadoramente, Dimmick disparó una mirada y dijo:
—Puede usted toser hasta que se le salga la cabeza, joven. Yo sé bien lo que me hago.
Cuff guardó silencio y encendió un cigarrillo. Della Street trasladó su regocijada mirada a Perry Mason.
—Somos asesores de la Caja de Ahorros y Préstamos —explicó Dimmick—. Ellos son depositarios de unos bienes testamentarios. El único beneficiario es un muchacho llamado James Driscoll. ¿Se va usted dando cuenta del asunto?
Mason se retrepó en un sillón giratorio, encendió un cigarrillo y atisbo a sus visitantes con cansada mirada.
—Empiezo a ver claro —dijo.
—¡Bueno! —prosiguió Dimmick—. Según las condiciones del depósito, tenemos que dar a Driscoll toda la ayuda legal que necesita. Él no puede utilizar otros consejos, a no ser con el permiso de los depositarios. Ahora bien, el joven se ve complicado en un caso de asesinato, y aquí empieza el conflicto.
—Pero, ¿por qué se dirigen ustedes a mí?
—Porque necesitamos su ayuda.
Rodney Cuff volvió a toser.
—¿Debo interpretar que desean ustedes que actúe como abogado de James Driscoll? —preguntó Mason.
—No es eso exactamente —dijo Dimmick—. Queremos que coopere usted con nosotros. Usted representa a Rosalind Prescott. Sus intereses son idénticos y…
—Perdone que le interrumpa —dijo Mason—, pero no estoy conforme en que sus intereses sean idénticos.
—Es lo que yo le había dicho —intervino ávidamente Rodney Cuff—. Es evidente que…
—¡Cállese, Rodney! —le interrumpió Dimmick, sin apartar la mirada de Mason—. ¿Qué le hace a usted decir que sus intereses no son idénticos, míster Mason?
—Porque no creo que lo sean.
—¿Opina usted, entonces, que Rosalind Prescott puede ser culpable de algún delito de que James Driscoll no lo sea? Eso es imposible.
—Me reservo mi opinión —dijo Mason.
—Personalmente, míster Mason, esto es muy desagradable para mí. Muy desagradable. Nunca creí que mi nombre se vería relacionado con una causa criminal. Pero el Banco insiste en que tengo que intervenir en la defensa, personalmente. Puedo hacer que algún abogado, especializado en esta clase de asuntos, se siente conmigo si quiero, pero, según las cláusulas de nuestro contrato, estoy obligado a encargarme del asunto personalmente. Puede usted imaginarse lo que eso significa para mí.
Mason hizo un gesto de comprensión.
—Por eso queremos que colabore usted con nosotros —añadió Dimmick insinuadoramente.
Mason tosió, y Della Street, cogiendo una pluma, giró disimuladamente en su silla de manera que su codo derecho descansase sobre la mesa.
—Ha indicado a su secretaria que tome nota de lo que va usted a decir —se apresuró Rodney Cuff a avisar a su jefe.
Dimmick frunció las cejas para lanzar una feroz mirada a la pluma de Della Street, y luego se volvió a Mason y dijo:
—Nada me importa, si es cierto. Cállese, Rodney.
Hubo un momento de tenso silencio. Luego, Abner Dimmick rodeó más estrechamente con sus manos el puño del bastón y añadió:
—El Banco me telefoneó que estuvo usted allí haciendo unas averiguaciones.
Mason hizo un gesto afirmativo.
—Sería una gran cosa, juntar nuestros informes; podríamos, unidos los dos, acordar un buen plan de campaña.
—Gracias, no me interesa —dijo Mason—. Quiero tener la libertad de representar a mi cliente como mejor me parezca con arreglo a las circunstancias que vayan surgiendo.
—¿No ve usted, míster Dimmick —intervino impaciente Rodney Cuff—, que va a achacárselo todo a Driscoll si se le presenta la ocasión?
Dimmick continuó mirando sin pestañear a Perry Mason.
—No sirvo para esta clase de asuntos —repitió—. Generalmente dejo que los otros vengan a mí. Esta vez yo he venido a usted. Sé algo de su habilidad ante los tribunales. Sé que es usted un valioso aliado y un peligroso enemigo. Si usted se decidiera…
—Lo siento —le interrumpió Mason—, pero no puedo comprometerme. Quiero presentarme en los estrados en plena libertad para hacer lo que me parezca conveniente. No quiero comprometer los intereses de mi representado firmando convenios con nadie.
—¿Quiere usted indicar con eso, míster Mason, que tratará de achacar el asesinato a Driscoll? —preguntó Cuff.
—Si creo que es culpable, sí.
—¿Y cree usted que lo es?
—No lo sé.
—Si él es culpable, su cliente es culpable —arguyó Cuff.
—No necesariamente…
Dimmick se apoyó con todas sus fuerzas en el bastón y se puso en pie.
—No crea usted, míster Mason —dijo Cuff con cierta acritud—, que vamos a estarnos quietos y permitir que lo achaque usted todo a Driscoll.
—No pienso hacer tal cosa —replicó Mason.
—No me gustan estas cosas —refunfuñó Dimmick—. No me gustan los criminales. No me gustan los jurados. No me gustan las causas criminales y soy perro demasiado viejo para emprender nuevas triquiñuelas. El padre de Rodney es un viejo amigo mío. Le prometí que encarrilaría al muchacho. Pero no le agradan nuestros métodos. Es un gran admirador suyo, Mason. No se le oye hablar de otra cosa que de procesos y vistas ante el Jurado… Vamos, Rodney, ésta es la ocasión de lucir sus habilidades.
—No crea usted que carezco completamente de experiencia, míster Mason —dijo Cuff, poniéndose en pie—. Intervine en bastantes procesos en un distrito distante. Mi padre quiso que me diese a conocer en la ciudad y míster Dimmick me prometió sacarme adelante. Usted se convencerá de que sé desenvolverme en una Audiencia.
—Me alegra saberlo —dijo Mason—. Celebro haberlos conocido.
Dimmick se encaminó renqueando hacia la puerta y esperó a que Rodney Cuff se la abriese para dejarle libre el paso.
—No me gustan estos asuntos —iba refunfuñando—. Es más, el médico me dice que no me excite. Conserve la calma. No se preocupe. No se disguste. Eso es lo que me dice. ¡Bah! Aquí me tienen, a los setenta y un años, metido en una causa criminal. Y si me excito, puede causarme la muerte. Vamos, Rodney. No debemos hacer perder más tiempo a míster Mason. Encantado de conocerle, míster Mason. ¡Adiós!
Apresuró el paso y el ruido de su bastón sobre las losas del pasillo se oyó distintamente hasta llegar al ascensor. Della Street miró a Perry Mason y rompió a reír.
—¡Bonita situación! —exclamó.
—Bonita —convino Mason—, pero muy poco de mi gusto.
—¿Por qué no accedió usted a colaborar con ellos?
—Porque no quiero atarme a Jimmy Driscoll… hasta que sepa, al menos, qué papel desempeñó en el drama. Revela demasiadas aptitudes naturales para esconderse detrás de las faldas de una mujer.
—Emil Scanlon, el forense, telefoneó y dejó un recado —dijo Della—. La investigación judicial tendrá lugar esta noche a las ocho y Scanlon dice que le dará a usted ocasión de hacer algunas preguntas si así lo desea. Él por su parte, emitirá un informe completo sobre el caso.
Mason asintió, pensativo.
—¿No disgustará esto a los de la fiscalía? —preguntó la secretaria.
—Así sucedería en circunstancias ordinarias —dijo Mason—. Pero tengo idea de que en esta ocasión el fiscal del distrito debe haber olido una rata; de otro modo no se habría incautado del canario como prueba. Si creyese que Rosalind guardó el revólver en lugar de Rita, le repugnaría acusar a Rita de asesinato. Por lo que yo deduzco, tiene grandes esperanzas de que nosotros le saquemos las castañas del fuego.
—¿Y seguirá usted resistiéndose a cooperar con los abogados de Driscoll?
—Allá veremos. No estoy dispuesto a que nadie me ate las manos.
—Bien, no olvide que tiene que ir a que le hagan las fotos para el pasaporte.
—Bueno, Della —sonrió Mason—. Ahora mismo iré.
—Yo le enseñaré mi foto si usted me enseña la suya —prometió ella.
—Quizá debamos hacerlas ampliar y colgarlas en el despacho, una al lado de la otra; de este modo los clientes pasarían un buen rato —sugirió Mason.
—Ya sabe usted cómo son las fotos de los pasaportes. Parecemos dos bandidos —rió la joven.
Mason se detuvo, con la mano sobre el pestillo de la puerta, y preguntó con gesto picaresco:
—¿Acaso somos otra cosa?