El sol de la mañana se filtraba por las ventanas del despacho cuando Mason abrió la puerta del pasillo y se quedó mirando a Della Street con jovial sonrisa.
La joven estaba en pie junto a la mesa, dando los últimos toques a una colección de mapas y circulares que cubrían por completo el tablero.
—¡Ah del barco! —exclamó Mason—. ¿Estamos ya en Java, en Singapur o en el Japón? Baje la plancha, que voy a subir a bordo.
Ella hizo un ademán de dar vueltas a un cabrestante.
—Bien, jefe —dijo—; cuidado donde pisa. Es peligroso saltar a esos champans. Ya está usted aquí. Ahora trepe por esta escala. Bien. Déme la mano.
La joven alargó la mano derecha, agarrándose a la mesa con la izquierda. Mason se cogió a su mano y dio un salto para colocarse a su lado.
—Ya está usted a bordo —dijo la joven—. ¿Qué le parece esto?
—¡Maravilloso! ¿Es ésta mi silla de cubierta? —preguntó indicando la del despacho.
—Sí. Siéntese cómodamente y contemple el panorama. Aquello es Honolulú. Y lo que se ve más allá de la playa de Waikiki es Diamond Head. ¿Ve los indígenas cruzando las rompientes con sus canoas? El folleto dice que alcanzan una velocidad de cuarenta a cincuenta millas por hora. Mire el surco que deja la proa en el agua.
—A mí me gustaría ser el individuo que va a remolque sobre la plancha, remontando las olas —dijo Mason.
—Dicen que eso exige mucha práctica.
—Sería divertido aprenderlo. ¿Adónde vamos desde aquí?
La joven indicó otro de los folletos de propaganda.
—A Tokio —dijo—. Es decir, el barco hace escala en Yokohama. Podemos ver Yokohama y luego seguir a Tokio. Luego cruzaremos el mar Amarillo y remontaremos el río hasta Shanghai.
—¿Haremos alguna excursión entre barco y barco? —preguntó Mason.
—Las haremos si usted quiere, pero lo que usted necesita es descanso. Nada de teléfonos, ni de mujeres histéricas, ni de canarios cojos.
—Ya que hablamos de canarios cojos —dijo Mason—, ¿qué le parecería si enviásemos un cablegrama a Paul Drake preguntándole las novedades?
—Podríamos, en efecto, cablegrafiarle, pero sería preferible que no se preocupe usted de eso durante el viaje.
—¿En dónde nos encontramos ahora? ¿En Kobe?
—No. Estamos en Shanghai, la última escala. Pero, ¿por qué molestarnos con cablegramas? ¿No sería mejor utilizar el teléfono a larga distancia?
Della fingió que realizaba los preliminares para conseguir la comunicación.
—Oiga, Mabel, aquí Della —dijo ya al aparato—. El jefe quiere hablar con Paul… Bien, que se ponga… Oiga… Espere un momento, Paul. El jefe quiere hablar con usted.
—Oye, Paul —dijo Mason—. ¿Qué hay de nuevo bajo el Sol?
—¿Leíste los periódicos? —preguntó Drake.
—Sí. Veo que la policía ha tomado en serio lo de Packard y está dando mucha publicidad a su desaparición.
—No solamente eso —dijo Drake—, sino que no ha adelantado nada hasta ahora. No es extraño que yo no pueda localizarle con los limitados recursos de que dispone una agencia de detectives particulares. La policía ha removido cielo y tierra y no ha hallado ni el menor rastro de ninguna clase.
—Pero seguramente habrá podido averiguar algo en Altaville —sugirió Mason.
—Nada en absoluto. Al menos, nada que pueda utilizarse. Packard es el testigo más importante en este caso y debe de estar vagando por la ciudad, medio atontado. Lo probable es que le haya vuelto la amnesia y que no sepa ni quién es.
—¿Has perdido en absoluto las esperanzas de encontrarle?
—Casi, casi. He recorrido los hospitales, las cárceles, las clínicas… La policía ha hecho otro tanto. Ha registrado la ciudad de punta a punta en busca de un atacado de amnesia. Ha encontrado borrachos, idiotas, degenerados; pero ni rastro de Packard.
—¿Qué hay de su coupé?
—La policía se imaginaba que habría avisado a algún garaje para que fuese a retirar el coche, pero ha recorrido todos los garajes que tienen coche remolque y no ha conseguido nada.
—¿Han retirado los restos del vehículo?
—No. Los han dejado allí, con la esperanza de que Packard vuelva o envíe a buscarlos. Si asoma por la calle, le echarán mano.
Mason quedó pensativo con el receptor al oído.
—Ven aquí, Paul —dijo al fin—. Tengo una idea y necesito hablar contigo. —Colgó el receptor, indicó su mesa y añadió con gesto lloroso—: Lo siento, Della: las vacaciones han terminado.
—¿No vamos ya a Shanghai?
—No. Tendremos que dejar que el buque zarpe sin nosotros, y regresaremos en el Clipper.
—Ya me lo temía yo —dijo Della.
—No se apure —la consoló Mason—, terminaremos la excursión cuando aclare este caso del canario cojo, que cada vez parece más complicado.
Paul Drake dio unos golpecitos en la puerta del pasillo, y Della Street acudió a abrir. Drake cruzó la habitación y se acomodó en el gran sillón de cuero.
—¿Qué se te ha ocurrido, Perry? —preguntó.
—Sencillamente —dijo Mason—, que aquel doctor del hospital me pareció demasiado petulante y demasiado seguro de su diagnóstico.
—¿Y qué deduces de eso?
—Que la amnesia traumática diagnosticada por él, presenta caracteres extraños. Nuestro hombre había sufrido un accidente. Se le presentó la amnesia. Inmediatamente el doctor decidió que era traumática. Novecientas noventa y nueve veces de cada mil no habría sido, pero esta vez bien pudo equivocarse el diagnóstico. Ahora bien, supongamos que no fue amnesia traumática, sino un caso de amnesia crónica. Supongamos que fue una amnesia de esas que dejan a un hombre en la línea de las fronteras de la normalidad.
—¿Hay frecuentemente casos de amnesias de esa clase?
—No lo sé. No trato de estudiar medicina: trato de enumerar causas y deducir resultados. Yo nunca he padecido de amnesia, pero muchas veces he olvidado nombres que necesitaba recordar, y supongo que un individuo que olvida su propia identidad, presenta casi los mismos síntomas que el que olvida la de otra persona. En otras palabras, que tiene períodos durante los cuales casi la recuerda. El nombre bulle en su imaginación, pero se desvanece tan pronto como trata de concentrar el pensamiento.
—Comprendo lo que quieres decir, continúa —dijo Drake.
—Si tal es el caso —prosiguió Mason—, ese Packard es una especie de vida intermitente. Se despierta por las mañanas y no puede recordar quién es. Empieza a dar vueltas al problema. Casi puede recordar, pero no por completo. Piensa que es Carl Packard, de Altaville, y la asociación de ideas vuelve a traerle a la memoria el nombre de Packard. Por un momento cree que es Packard, pero tan pronto como se desvanece el efecto de la sugestión, vuelve a olvidársele quién es.
—Lo que tú quieres decir —aclaró Drake— es que el nombre del individuo puede ser algo parecido a Packard y que probablemente proviene de Altaville.
—Eso es —convino Mason—. Ahora bien, no hay muchos nombres que suenen como Packard. Pero Packard es el nombre de un automóvil. Supongamos ahora que envías algunos hombres a trabajar a Altaville y que éstos se dedican a averiguar todas las personas desaparecidas y particularmente las que respondan al nombre de Ford o Lincoln o Auburn, y que se encuentran realizando alguna excursión y no hayan escrito a sus amigos desde hace algunas semanas.
—Es una buena idea —convino Drake.
—Pues ahí va otra —dijo Mason—. Supongamos que este hombre tiene alguno de aquellos intervalos de amnesia y que no hay ningún doctor a mano para sugerirle suavemente que es realmente Carl Packard, de Altaville. Se encontrará entonces en condiciones de adoptar algún otro nombre. Ahora bien, nosotros no sabemos el tiempo que lleva en la ciudad. Se impone, pues que además de Altaville, tus hombres se dediquen a averiguar las personas desaparecidas durante los dos últimos meses. En otras palabras: si un hombre sale de un hotel o departamento y no regresa, pero abandona sus cosas bajo circunstancias que no indique que se proponía dejar sin pagar la cuenta del hotel, puede constituir una buena pista. No creo que sea muy difícil descubrir esos casos, porque la policía los tendrá registrados todos. Ponte en contacto con la Oficina de Personas Desaparecidas y echa un vistazo a sus libros. Date prisa, porque la policía puede tener la misma idea y me gustaría hablar con Packard antes que el fiscal del distrito. Y no olvides que el doctor Wallace dijo que nuestro hombre se proponía marchar a San Diego. Haz alguna gestión por ese lado también.
—Todo se hará —aseguró Drake—. Pero hay algo más, Perry; he descubierto muchas cosas sobre Prescott. La mayor parte no tiene significación particular y no nos dirán nada hasta que logre reunir algunos detalles más para completar el informe. Pero he aquí algo de que tú podrás sacar mejor partido que yo: Prescott tenía una cuenta en la Caja de Préstamos y Ahorros «La Fidelidad». Esta entidad no está, naturalmente, dispuesta a comunicar a cualquier extraño detalles sobre las cuentas de sus clientes, pero yo he podido enterarme de algunos bastante extraños: Prescott hizo grandes depósitos en metálico, lo cual indica que, a menos que su negocio fuese una mina de oro, tenía que proporcionarse ingresos por otra parte.
—Ya lo creo que se los proporcionaba —dijo Mason, sonriendo—. A su mujer le sacó doce mil dólares, y yo únicamente espero que sus cuentas revelen dónde los depositó.
—Si mi información es correcta —observó significativamente Drake—, doce mil dólares no son más que una gota de agua en un caldero. Desde primeros de año, Prescott depositó más de sesenta y cinco mil dólares en la Caja.
—¿Qué depositó…? —preguntó Mason.
—Más de sesenta y cinco mil dólares. Naturalmente que sólo son informes particulares, porque el personal del Banco no puede dar ninguna información oficial.
—Pues quien te proporcionó a ti ésa —repuso Mason—, no hizo más que conjeturar a su capricho.
—Eso me figuré yo al principio —confesó Drake—, pero mi información no es mera conjetura, como tú supones. De todos modos, he aquí mi idea: tú representas a la viuda. Ella tiene derecho a las cartas de administración, si no hubo testamento, o a ser la ejecutora si lo hubo, al menos, claro está, que el testamento la desherede específicamente. Pero aun así, parte de esos bienes son gananciales. Supongamos que te presentas en el Banco, que charlas con el director, que pones las cartas sobre la mesa y que tratas de ver si puedes conseguir la información.
—Probablemente —replicó Mason— no querrán soltar prenda hasta que se cercioren del derecho que asiste a mi representada.
—No esté tan seguro —dijo Drake—. La cuenta es demasiado jugosa y no querrán mostrarse demasiado exigentes con la persona que va a heredarla una vez que se convenzan de que es ella quien le va a heredar.
—Bien vale la pena intentarlo —murmuró Mason.
Sonó el teléfono colocado sobre la mesa de Della Street. La secretaria descolgó el receptor, escuchó un momento y se volvió a Perry Mason.
—Perdone que le interrumpa, jefe. Pero Karl Helmond está al aparato. Está tan excitado que apenas puede hablar. Quiere verle a usted ahora mismo, inmediatamente.
Mason cogió el teléfono de su mesa y preguntó:
—Bien, Karl. ¿Qué sucede?
—¡Venga a verme en seguida! —contestó Helmond explosivamente, y colgó el receptor.
Mason dejó el teléfono en su soporte y sonrió maliciosamente al detective.
—La mayoría de los casos en que intervenimos —dijo— se inician como una madeja de complicadas circunstancias que se van simplificando gradualmente a medida que las desenredamos. El que nos ocupa ahora empezó por un canario cojo y se va transformando en un ovillo abandonado por un gato. Cada vez que encontramos un nuevo hilo se enmaraña más y más.
—Es cierto —asintió Drake—. Pero escucha otra cosa, Perry: podrías pasar por el Doran Building y entrevistarte con George Wray, el socio de Prescott. Aunque no puedas averiguar nada en el Banco, no sucederá lo mismo con Wray, porque tendrá que rendir cuentas a la viuda, y tú, como abogado suyo puedes molestarle bastante si quieres. Se trata de una sociedad y, según tengo entendido, a la muerte de uno de los socios el sobreviviente tiene que liquidar el negocio. ¿Es cierto?
Mason hizo un gesto afirmativo, recogió su sombrero, sonrió a Della Street y dijo:
—Me marcho, Della. Éstos son los inconvenientes de contratar los servicios de un detective particular de alta categoría. El detective se presenta en mi despacho con un montón de informes rutinarios y yo tengo que lanzarme a la calle a hacer las gestiones que le corresponden a él. Voy a hacerme afeitar; si llega algo urgente y me necesita usted, estoy en el Doran Building o en la Caja de Ahorros y Préstamos. Vamos, Paul; ven conmigo hasta el ascensor. Todavía tengo que hacerte un par de preguntas. ¿Qué hay del revólver que encontró la policía? ¿Era el arma con que se cometió el crimen?
—Parece que sí. Por lo menos se ha demostrado que pertenece a Driscoll por el número de fábrica y la factura de venta. Con él se hicieron tres disparos fatales y a corta distancia. Había quemaduras de pólvora en las ropas y en la piel.
—¿A qué hora ocurrió la muerte? —preguntó Mason, sosteniendo la puerta para que pasase el detective.
—El médico que hizo la autopsia no concreta demasiado. Ya sabes cómo se hacen estas cosas, Perry. Antes, los médicos acostumbraban a sondear el aparato digestivo de la víctima, hablaban de rigor mortis y fijaban una hora, como si hubiesen estado junto a la víctima, con un cronómetro en la mano, esperando a que diese la última boqueada. Pero el caso de Thelma Todd, y algunos otros famosos como ése, han hecho ver a los doctores lo arriesgado de tales cálculos, y ahora se muestran reacios en fijar concretamente el momento en que se produjo una defunción.
—Es natural —dijo Mason, oprimiendo el timbre para pedir el ascensor—. Pero, ¿a qué hora opinan, aunque inconcretamente, que ocurrió el asesinato?
—Entre el mediodía y las dos y media; es todo lo que pueden decir.
—¡Válgame Dios! —exclamó Mason—. Y encontraron el cadáver bien yerto antes de las cinco, ¿no es eso?
—Hacia esa hora sería, pero opinan que la muerte ocurrió entre el mediodía y las dos y media, y de eso no hay quien los saque. A la policía le parece de perlas, porque coincide con la hora en que fue visto Jimmy Driscoll en la casa con el revólver.
Mason volvió a tocar mecánicamente pidiendo el ascensor. Sus ojos tenían una expresión pensativa. El ascensor se detuvo suavemente. La puerta se deslizó hacia atrás y Mason entró en la jaula.
—Bien, Paul —dijo—; no debes de trabajar en los otros aspectos. Telefonéame en seguida si descubres algo.
Al entrar en la pensión para animales iba todavía abstraído en sus pensamientos.
—Bien, ¿qué pasa? —preguntó al emocionado propietario.
—Se lo llevaron, señor abogado. ¡Se lo llevaron! —contestó Helmond, temblando.
—¿Se refiere usted al canario?
—¡Ja, ja! Vino la policía, me hicieron preguntas y se llevaron el canario.
—¿Le preguntaron acerca de la cojera?
—No. ¡Pero le miraron las patas!
—¿Parecían entender de canarios?
—No. ¡Pero le miraron las patas!
—Bien, no se preocupe usted, Karl. No tiene importancia. Yo pensé llevarme ese canario, pero no podía hacerlo sin comprometerle a usted y no me decidí.
—¿Es alguna prueba de convicción? —preguntó Helmond, todavía tembloroso.
—Por lo menos, ellos lo creen —contestó Mason—. Bien, Karl, muchas gracias por haberme avisado con urgencia.
Mason entró en su barbería y se hizo afeitar. Luego tomó un coche, fue al Doran Building, vio en la guía que la firma Prescott & Wray estaba en el despacho trescientos ochenta y dos, tomó el ascensor hasta el tercer piso, recorrió un largo pasillo, empujó la puerta de entrada y dijo a una muchacha pelirroja que levantó hacia él sus ojos azules.
—Soy Perry Mason. Necesito ver a George Wray. Dígale que es importante.
Observó distraídamente a la muchacha mientras sus hábiles dedos accionaban una llave telefónica y la oyó transmitir el mensaje. A continuación la joven señaló con un gesto una puerta cercana donde se leía «Privado».
—Míster Wray ruega a usted que entre —dijo.
Antes de que Mason hubiese llegado a la puerta se abrió ésta al empuje de un rechoncho individuo de unos cuarenta años, que estrechó la mano del abogado en cordial saludo.
—¡Míster Mason! —exclamó—. ¡Es un verdadero placer! He oído hablar mucho de usted, he leído sus hazañas en los periódicos, pero no esperaba tener la fortuna de conocerle personalmente. ¡Entre! ¡Entre y tome asiento!
Mason volvió la cabeza para decir a la pelirroja:
—Si llama alguien preguntando por míster Mason, ¿tendrá usted la amabilidad de conectar?
—Descuide —dijo la joven, mirándole con visible interés.
Mason dejó que Wray le condujera a un sillón. La puerta se cerró automáticamente con enérgico chasquido.
—Bien, bien, celebro verle a usted —siguió diciendo Wray en tono cordial—. Pensé ir a su despacho, pero me di cuenta de lo ocupadísimo que estaría usted y no quise molestarle. ¡Es un suceso desgraciadísimo! Doblemente desgraciado por estar complicada la mujer de Walter. No puedo comprender cómo la policía pudo sospechar de ella.
—¿Usted no? —preguntó Mason intencionadamente.
—Ciertamente que no —contestó Wray con vehemencia—. La conozco desde hace ocho o nueve meses y me parece toda una señora.
—¿Entonces, la conoció usted antes de casarse?
—Sí, casi al mismo tiempo que Walter. Llevaban casados unos seis meses, iba para siete, me parece.
—¿Fueron unas relaciones breves?
Wray asintió y se puso repentinamente serio, oscurecidas sus cordiales maneras por un velo de cautela.
—Claro está —siguió diciendo Mason— que, dadas las circunstancias, los asuntos de trámite del negocio tendrán que ser aplazados por el momento, pero tarde o temprano la señora Prescott tendrá derecho a una parte de los bienes, según que Walter Prescott haya dejado o no testamento. He pensado que quizás usted no tendría inconveniente en hablar conmigo de este asunto, aunque sea a modo preliminar.
Wray recobró su afabilidad inmediatamente.
—Tenga la seguridad, míster Mason, de que mi único deseo es cooperar con usted en todos los aspectos. La señora Prescott no tiene que preocuparse de bienes ni de testamentos.
Mason ofreció a Wray un cigarrillo, eligió otro para sí y encendió ambos.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Porque todo está previsto.
—¿Cómo?
—Walter se cuidó de ello. Tenemos contratado un seguro que cubre la muerte de cualquiera de nosotros. Prescott tiene asegurada la vida a mi favor por veinte mil dólares, y la mía está asegurada al suyo por otros veinte mil. Los artículos de la sociedad estipulan que en caso de muerte de uno de los socios, la esposa del fallecido recibirá los veinte mil dólares en metálico en lugar de todo otro interés en la sociedad.
—Veinte mil dólares, ¿eh?
Wray asintió.
—Es una cantidad algo considerable, ¿no le parece? Si usted liquida el negocio, ¿cree usted que el activo ascendería a la cifra de cuarenta mil dólares?
—¡Desgraciadamente… no! —contestó Wray—. Esa fue la idea de hacer el seguro lo suficientemente importante, para que la viuda del socio fallecido pueda cobrar en metálico en lugar de la mitad de los intereses del negocio. De este modo el socio sobreviviente puede continuar con él sin necesidad de liquidarlo. El pago de las pólizas del seguro lo hacíamos, naturalmente, con cargo a los fondos de nuestra sociedad, con lo que estas pólizas revisten el carácter de bienes sociales que aumentan automática y progresivamente nuestras participaciones.
—¿Y esto quedó establecido en un acuerdo social?
—Sí.
—¿Firmó la señora Prescott ese acuerdo?
—¡Oh, sí! Lo firmó, como mi esposa. Todo está en forma legal. Me sorprende que la señora Prescott no le haya hablado de ello. Probablemente no lo comprendió por completo. Y ahora tendrá tantas preocupaciones… Dígame, ¿es cierto que la tienen en la cárcel?
—La tienen detenida —contestó Mason.
—Bien, pues como iba diciendo, no debió comprender nuestro convenio social. Usted podrá explicárselo. Este seguro no forma parte del capital. El dinero vendrá a mí y yo se lo entregaré a la señora Prescott mediante renuncia de todos sus derechos a los beneficios de la sociedad.
—¿Tendría usted inconveniente en dejarme echar un vistazo a ese convenio? —preguntó Mason.
—Ninguno —contestó Wray—. Precisamente me he anticipado a sus deseos haciendo que Rosa lo saque de la caja.
—¿Rosa es la muchacha del antedespacho?
—Sí. Rosa Hendrix.
—¿Lleva con usted mucho tiempo?
—No mucho…, cuatro o cinco meses. Es muy apta y muy activa.
Mason asintió y desplegó el documento que le entregó Wray. Después de leerlo hizo un gesto de conformidad y dijo:
—Parece que está muy bien redactado y con todos los requisitos legales.
—Lo hicimos de acuerdo con la asesoría de la Compañía aseguradora, previo el informe de nuestro abogado.
—Si no he comprendido mal —dijo Mason—, cuando ustedes establecieron este convenio, congelaron automáticamente la mitad de los intereses de esta sociedad, valuándolos en veinte mil dólares. Si los bienes de la sociedad fueron muy inferiores a esa cantidad, la viuda del socio fallecido recibiría, no obstante, veinte mil dólares. Y si, por el contrario, los bienes de la sociedad aumentasen de valor, la viuda no recibiría más que los veinte mil dólares.
—Pensábamos remediar eso, aumentado el seguro en el caso de que los bienes sociales experimentasen algún repentino aumento —explicó Wray.
—Comprendo. ¿Tendría inconveniente en darme un cálculo, aunque fuese superficial, del valor natural de esos bienes?
Wray fijó unos momentos la mirada en el pulimentado tablero de la mesa.
—Es difícil hacerlo —dijo—. Comprenderá usted que ésta es una asociación de esfuerzos personales. Nosotros no tenemos bienes de la clase que se manejan en un negocio de mercancías, y…
—Comprendo todo eso —le interrumpió Mason—, pero lo que necesito saber es una evaluación, aunque sea muy por encima, de los beneficios de la sociedad.
—¡Oh! Depende eso tanto de las circunstancias, que no me atrevo siquiera a dar una cifra aproximada.
—Vamos a ver si nos entendemos de otro modo —dijo Mason—. ¿Tendría usted inconveniente en decirme cuánto sacó cada uno de ustedes del negocio durante el pasado año?
Wray rehuyó la mirada de Mason, se puso en pie y se dirigió a la caja de caudales, pero a mitad del camino cambió de intención, dio la vuelta y volvió a sentarse.
—Me parece que sacamos unos seis mil dólares cada uno —dijo.
—¿Seis mil dólares?
—Alrededor de esa cantidad.
—¿Y Walter Prescott no invirtió algún dinero en el negocio?
—¡Ya apareció aquello! —exclamó Wray, riendo—. Se refiere usted a los doce mil dólares que Rosalind Prescott dice que entregó a Walter para que los colocase aquí.
Mason asintió.
—Pues, para decirle la verdad, míster Mason, la señora Prescott se engaña en eso. Su marido no metió dinero alguno en la sociedad recientemente.
—¿Y usted cree que ella efectivamente le dio los doce mil dólares?
—Es expuesto opinar sobre eso. Si ella dice que se los dio, me inclino a creerla.
—¿Cambiaría usted de opinión si supiera que Walter negaba haberlos recibido?
—Me pone usted en un aprieto.
—Agradecería mucho su parecer.
—Bien…, pues me atengo a lo que dije anteriormente.
—En ese caso —dijo Mason—, ¿qué cree usted que hizo Walter con el dinero?
Wray rió nerviosamente.
—Ahora me pide usted que tenga algún rasgo de clarividente.
—Sólo le pido que me diga lo que sospecha.
—No sospecho nada.
—¿Qué hay de mujeres?
—¡Oh, no! —afirmó apresuradamente Wray—. Nada de mujeres. Walter no era mujeriego.
—¿Qué le hace creerlo?
—¿Le conocía usted personalmente?
—No.
—Bueno, pues si le hubiese usted conocido, se daría cuenta de lo que quiero decir. Era un hombre demasiado frío…, daba la impresión de tener hielo en las venas. No hacía amigos fácilmente y casi pecaba de timidez. Yo he traído a la sociedad la mayor parte de los negocios. A mí me gusta alternar, frecuentar las amistades, mientras que Walter…
Fue interrumpido por el repiqueteo del teléfono que tenía sobre la mesa. Wray levantó el receptor con una avidez que demostró lo mucho que le agradaba la interrupción.
—Es para usted, míster Mason —dijo tras escuchar unos momentos.
Mason se llevó el receptor al oído y en seguida reconoció la voz de Drake, que le decía:
—¡Bravo, Perry! Ganaste.
—¿Qué es lo que gané? —preguntó Mason.
—Ganaste en tus suposiciones. He localizado a Carl Packard bajo otro nombre.
—¿Qué nombre es ése?
—Jason Braun.
—¿Brown?
—No. B-r-a-u-n. Jason Braun.
—Bien. ¿Y qué hay de ese Jason Braun?
—Desapareció hará unas dos semanas, tenía una habitación en la calle Treinta y Cinco. Un piso de solterón con doncella, renta pagada por adelantado, algunos amigos, buenas relaciones con la propietaria, suscripción a un periódico diario, un par de amiguitas que de vez en cuando caían por allí a tomar un combinado, y la acostumbrada instalación de un joven comerciante.
»Desapareció de escena, como he dicho. Los periódicos se apilaron delante de su puerta. La cama estaba sin deshacer. El correo dormía en el buzón. Un traje enviado a limpiar no fue recogido en la fecha fijada, a pesar de la prisa que al entregarlo demostró el cliente. Una de las amiguitas se entrevistó con la propietaria y le dijo que el inquilino tenía una cita con ella, a la que no había acudido. Estaba segura de que tenía que haberle ocurrido algo. Después de tales detalles, la propietaria avisó a la policía. Ésta averiguó que el inquilino había sacado su coche del garaje, como de costumbre, y había desaparecido. La propietaria dice que su inquilino se dedicaba a vendedor. En realidad, nadie parece saber exactamente lo que vendía. La policía trató de comprobar su personalidad y se encontró con que no está registrado como votante. Tampoco pudo descubrir en dónde estaba empleado. La policía espera que su jefe dará señales de vida si se trata de una verdadera desaparición. En la Oficina de Personas Desaparecidas, tienen detalles, sin duda alguna, completos del caso.
—¿Cómo sabes que es el individuo que buscamos? —preguntó Mason.
—Por el coche —contestó Drake—. Fui al garaje donde lo guardaba, me enteré de que le habían hecho recientemente algunas reparaciones, me puse al habla con el mecánico que hizo el trabajo, le llevé a ver el coche averiado, lo indentificó en absoluto, señalando algunas de las reparaciones realizadas por él. Allí estamos ahora. Te estoy telefoneando desde aquella droguería.
—¿Hay alguna explicación de por qué el coche figuraba matriculado a nombre de Carl Packard?
—No, pero no hay duda de que es el coche de Jason Braun, aunque los números de fábrica no coinciden con los que figuran en el certificado de registro.
—¿Estás seguro?
—Sí. El mecánico acaba de hacérmelo notar. Cuando hizo las reparaciones al coche, tenía otras placas de matrícula y estaba registrado a nombre de Jason Braun. Los actuales números de la licencia están de acuerdo con el certificado de registro a nombre de Carl Packard, y el modelo del coche es el mismo.
Mason quedó pensativo.
—Bien, Paul. Ahora parece que vamos a alguna parte. La documentación del otro coche puede darnos una pista. Sigue trabajando en esa dirección. Te llamaré dentro de un rato. —Mason colgó el teléfono y dijo, dirigiéndose a Wray—: Bien, volvamos a los negocios de esa sociedad. Decía que me interesaba saber…
—Perdóneme —interrumpió Wray—, pero mencionó el nombre de Jason Braun por el teléfono. ¿Le pasa algo?
Mason no hizo el menor gesto, recogió el cigarrillo de donde lo había dejado y preguntó indiferente:
—¿Le conoce usted?
—Ya lo creo y, por cierto, bastante bien —contestó Wray.
—¿Hace mucho que no le ve?
—Ayer mismo le vi.
—¿Por la mañana o por la tarde?
—Por la mañana. Dígame, ¿qué le pasa?
—Falta de su casa, y la patrona avisó a la policía —contestó Mason.
Wray soltó una risotada.
—¡Ésa es buena! —exclamó—. ¡Jason desaparecido!… Seguramente que andará dando vueltas por la ciudad. Le he visto dos o tres veces durante las dos últimas semanas, y ayer por la mañana estuvo en este despacho.
—¿A qué se dedica? —inquirió Mason, retrepándose tranquilamente en su asiento y cruzando las piernas—. ¿A seguros?
—No exactamente —dijo Wray.
Mason indicó que esperaba que Wray contestase a su pregunta con mayor detalle. El tasador de seguros se agitó intranquilo y añadió:
—Bueno, después de todo, usted representa a la señora Prescott, con lo que me parece usted de la familia y sé que puedo confiar en su discreción. Braun representa a los aseguradores.
—¿Una especie de agente? —preguntó Mason.
—No es eso precisamente. Investiga los incendios para determinar si han sido intencionados. Si lo son, ya sabe lo que hay que hacer. Está muy especializado.
—Sí, vamos: es algo así como un detective particular.
—Exactamente.
—¿Y de qué trató con usted ayer?
—¡Oh, de nada importante! Subió a charlar un poco sobre nuestros asuntos profesionales. Además, es primo de mi mujer.
—¿Tiene idea de dónde podría encontrarle?
—Se lo dirán en la Cámara de Aseguradores. Pero tenga cuidado de no hacerles sospechar que yo le he dicho a lo que se dedica. Es un asunto altamente confidencial, como usted comprenderá.
—¿No lo saben los otros tasadores de seguros?
—¡Oh, no, por Dios!
—¿Lo sabía su socio?
—No llegó a conocer a Braun. Jason ocultaba cuidadosamente su identidad, porque muchas veces tenía que pasar por fullero para atrapar a los que perseguía. Por eso me parece una broma lo de su desaparición. Sé que trabaja ahora en un caso muy importante. Han ocurrido nada menos que doce incendios en los últimos seis meses, y se atribuyen a una banda de incendiarios. No hay ninguna prueba, claro está, pero los aseguradores están completamente convencidos.
—Voy a pedirle a usted un favor, Wray —dijo Mason—, algo que redundará en beneficio de la señora Prescott. Quiero que se ponga usted en contacto con Jason Braun. Necesito que me proporcione usted, lo antes posible, una entrevista confidencial con él. Es preciso que yo le vea antes que nadie. ¿Cree usted que podrá hacerlo?
—Sin duda alguna —contestó Wray—. Puedo hacer que Clara…, mi mujer… lo localice dentro de una hora.
—Recuerde —dijo Mason— que dejó su habitación hace dos semanas y que no se ha vuelto a saber de él. Tenía una cita con una amiga y falló a ella. Confidencialmente, hay indicios que revelan que puede haber sufrido un ataque de amnesia. Circunstancias que no discutiré ahora, indican también que…
—¡Oh! Estoy seguro de que no hay nada de eso —dijo Wray—. Está trabajando en un caso y eso es todo. Clara dará con él. Yo mismo estuve hablando con Jason ayer por la mañana y estaba perfectamente normal y alegre.
—¿Le reconoció a usted entonces?
—Claro que me reconoció. No sé lo que busca usted, Mason, pero le aseguro que se ha equivocado de árbol. Jason está perfectamente. Es muy reservado en sus métodos, eso es todo.
—No lo tome usted a mal —insistió Mason—, pero es de vital importancia que yo hable con Jason Braun, y tiene que ser antes que la policía.
—¿La policía?
—Sí. Puede ser un testigo a favor o en contra de la señora Prescott.
—Bien; no lo será en contra —afirmó Wray—. Puede estar seguro de ello, porque Jason Braun dirá la verdad, y la verdad no perjudicará a Rosalind Prescott. Yo no sé quién mató a Walter, pero puede usted apostar que no fue ella. Si Jason Braun sabe algo, dirá la verdad. Nadie puede influir en él en uno u otro sentido.
—¿Cree usted que podrán proporcionarme la entrevista antes de que se me adelante otro?
—Estoy absolutamente seguro.
Mason se puso en pie y sacó una tarjeta.
—Ahí tiene usted el número de mi teléfono —dijo—. Cuando llame usted, pregunte por miss Street. Es mi secretaria. Dígale quién es usted y le pondrá en línea inmediatamente si me encuentro allí, y si estoy fuera hará que me llegue el aviso, y yo le llamaré a los pocos minutos.
Wray rodeó la mesa para estrechar la mano de Mason.
—Esté seguro, míster Mason, de que haré cuanto pueda en su obsequio —dijo—. Y si la señora Prescott necesita algún dinero para…, bueno, francamente, para pagarle a usted, yo no tengo inconveniente en anticipárselo. Por otra parte, creo que cobraré dentro de unos días el importe del seguro.
—No creo que sea necesario —contestó Mason, pero es particularmente importante que yo encuentre a Braun. Si consigue usted proporcionarme una entrevista confidencial con él, tanto la señora Prescott como yo, le quedaremos muy agradecidos.
* * *
Frederick Carpenter, primer vicepresidente de la Caja de Ahorros y Préstamos «La Fidelidad», volvió sus acuosos ojos a Perry, escuchó la petición del abogado con inexpresivo continente, se frotó cautamente la calva con la palma de la mano y declaró:
—No veo razón, míster Mason, para que el Banco se anticipe a los procedimientos legales en el asunto de esta testamentaría. Cuando la señora Prescott sea nombrada albacea o administradora, podrá presentar una copia certificada de sus poderes y nosotros tendremos mucho gusto en poner a su disposición todos los fondos de la cuenta de míster Prescott.
—¿Podría usted decirme a cuánto ascienden esos fondos?
—No veo razón para hacerlo así.
—El tribunal tendrá que tomar en consideración el importe de esos bienes para legalizar la testamentaría —arguyó Mason.
Carpenter se frotó la calva durante unos segundos.
—Por supuesto —dijo—, pero las circunstancias en este caso son algo desacostumbradas.
—¿En qué aspecto?
—La señora Prescott será, probablemente, acusada del asesinato de su marido.
—Eso no puede afectar a ustedes en lo más mínimo.
—Necesitamos la opinión de nuestro asesor.
—¿Cuánto tiempo les llevaría obtener tal opinión?
—No podría decirlo.
—Mire, señor —se aventuró a decir Mason con audacia—, no sé el dinero que habrá aquí, pero puede ser una cantidad bastante importante. Tarde o temprano, la señora Prescott tendrá que entrar en posesión de ella, y reconocerá usted que su actitud no es para inspirarle deseos de seguir cooperando con ustedes.
—Lo lamento —dijo Carpenter.
—Eso no significa nada.
—Lamento las circunstancias —amplió Carpenter.
—Sigue sin significar gran cosa —insistió Mason.
—Es cuando puedo decir.
—Bien, pues como representante de la señora Prescott —replicó airadamente Mason—, yo sí que le puedo afirmar que su actitud será apreciada debidamente. En cuanto a la señora Prescott sea nombrada albacea retirará sus fondos de esta entidad.
—Será muy de lamentar —observó Carpenter blandamente.
Mason salió del Banco con visibles muestras de mal humor. En el despacho, Frederick Carpenter continuó acariciándose la calva, pensativo. De pronto, alargó la mano para coger el teléfono de su mesa.
Mason se detuvo camino de su despacho para telefonear a Paul Drake.
—Escucha —dijo al detective—, creo que has descubierto algo por el lado de ese Jason Braun. Yo estoy trabajando el asunto desde otro ángulo. Confidencialmente puedo decirte que el individuo es un investigador de la Cámara de Aseguradores contra incendios. Se ocupa ahora en un caso importante, y su desaparición puede haber sido deliberada, en cuyo caso aquello de la amnesia quizá fuese un truco. Ahora bien, la Cámara de Aseguradores quizá no se muestre dispuesta a dar informe alguno si sabe lo que buscas. Pero si te las arreglas para aparecer como que posees ciertos detalles de una serie de incendios ocurridos en los dos o tres últimos meses, quizá se decidan a enviarte a Jason Braun para que te las entiendas con él. Date prisa, porque quiero terminar esta gestión antes de que se le ocurra hacerla a la policía.
—Bien —dijo Drake.
—Otra cosa —añadió Mason—: ocúpate de una tal Rosa Hendrix, que trabaja en el despacho de Prescott y Wray. Es una pelirroja con aspecto de mosquita muerta. Entérate de lo que lleva dentro.