Capítulo VII

El motor cesó en su monótono y rítmico zumbido. El morro del aeroplano se inclinó bruscamente.

—Ya estamos en Reno —dijo Della Street, aplastando el rostro contra la ventana.

Mason asintió. Observaron juntos las luces, mientras el aeroplano describía un estrecho círculo y se deslizaba hacia abajo en la oscuridad. El ruido del viento en los tensores se convirtió en agudo silbido. El piloto planeó y tomó tierra de modo impecable. El motor rugió entonces una vez más en ensordecedor crescendo, mientras el aeroplano rodaba hacia el aeropuerto.

El rostro de Della Street resplandecía de emoción al aparecer entre el fuselaje. Mason le tendió la mano. Ella la aceptó y saltó ligeramente a tierra.

—¿Alguna pista o vamos a ciegas? —le preguntó.

—Vamos a ciegas. Busque un coche mientras yo doy instrucciones al piloto.

Mason se separó de la joven y se aproximó al aparato, del que ya había saltado el piloto.

—Provéase de gasolina —le dijo—, y esté preparado para el primer aviso. No se aleje usted del aeropuerto.

Ya en el taxi, Mason dijo a Della:

—Recorreremos las casas de juego. No conozco a Rosalind, pero Rita Swaine no me pareció una muchacha capaz de quedarse en su habitación del hotel… en una población como Reno.

—¿Qué haremos cuando la localicemos? —preguntó Della—. Supongamos que diga que inmediatamente nos arrojemos al lago.

—Entonces la trataremos con dureza —rió Mason.

—¿Con qué dureza es usted capaz de tratar a una mujer, jefe? —preguntó Della, mirándole de través.

—Con mucha —contestó Mason—. Usted sólo me ve por el lado bueno, pero soy terrible.

El conductor del taxi volvió la cabeza.

—Al barrio principal —contestó Mason.

—¿A Virginia Street?

—Adónde sea más animada la vida nocturna.

—En esta ciudad hay animación durante las veinticuatro horas del día —dijo el conductor con orgullo—. Daremos una vuelta por Virginia y ustedes elegirán el lugar que más les guste.

No obstante lo avanzado de la hora, la calle principal estaba atestada de gente de las más diversas condiciones sociales. Vaqueros con altas botas, que caminaban haciendo temblar el pavimento. Hombres en mangas de camisa, recogidas hasta el codo, sin corbata, se rozaban con individuos que habrían servido de figurines. De vez en cuando pasaban parejas en traje de noche, mientras grupos de mujeres, evidentemente de los ranchos, circulaban contoneándose, con las largas y fáciles zancadas de los que viven al aire libre.

El conductor pasó junto a un arco en el que se leía en grandes letras luminosas:

«La más grande pequeña ciudad del mundo».

—Bien —dijo Mason—; vuelva lentamente. Saldremos por el otro lado de la vía.

El conductor aventuró una sugestión.

—Si desean ustedes conseguir una licencia, yo podría…

Della Street se echó a reír.

—¿Por qué hablar de amor —dijo—, cuando hay tanto que trabajar?

La joven pasó un brazo por el de Mason, y, juntos, recorrieron algunas manzanas, visitando bares y casas de juego. El tercer local donde entraron era el Bank Club. Allí el faro, la ruleta, las ruedas de la fortuna y la veintiuna, proporcionaban la principal atracción a la Diosa de la Suerte, cada una de las cuales tenía su pequeño círculo de curiosos espectadores.

Della Street oprimió el brazo de Mason.

—¡Allí está! —exclamó.

—¿Dónde? —preguntó Mason.

—Junto a la rueda de la fortuna. Lleva un elegante abrigo de lana beige sobre un traje estampado de color castaño.

—Se ha cambiado de traje desde que estuvo en el despacho —observó Mason.

—Claro que sí. Debió de venir aquí en aeroplano. Aquella pareja la acompaña.

—¿Se refiere usted a los que están a su izquierda?

—Sí.

Mason observó atentamente el pequeño grupo de gente que colocaba posturas de cinco centavos a un dólar mientras la rueda de la fortuna giraba incesantemente.

La mujer inmediata a Rita Swaine tenía cabellos caoba, ojos pardos, inquietos y vivaces. Llevaba traje negro con cuello blanco y un sombrero negro de atrevida forma. Mientras Mason la observaba ganó un billete de diez dólares correspondiente a una postura de cincuenta centavos. La joven echó hacia atrás la cabeza y rió.

—No lleva anillos —observó Mason—. Puede significar algo o nada.

Trasladó la mirada al joven que la acompañaba, un hombre de veintitantos años, de estatura más que mediana, de anchas espaldas, estrechas caderas y fácil gracia de atleta. La luz arrancó reflejos de sus negros y rizados cabellos cuando movió la cabeza. Sus ojos eran también negros y parecían arder en intenso fuego interior. En conjunto, era un hombre que, una vez visto, era fácil de recordar, hombre muy capaz de tomar a una mujer entre sus brazos, indiferente a los espectadores, a los maridos y a las consecuencias.

—Apostaría cualquier cosa a que es un buen bailarín —dijo Della Street entre dientes.

Mason se colocó en primera fila y deslizó un dólar sobre el cuadrito del tapete que marcaba veinte a uno. Rita Swaine, sin apartar la mirada, se apartó un poco para hacer sitio al recién llegado. La otra joven lanzó a Mason una mirada interrogadora y luego se volvió al hombre que la acompañaba y le dijo algo en voz baja. La rueda giró rápidamente mientras la lengüeta de cuero emitía una sucesión de chasquidos al chocar contra los salientes metálicos. Lentamente, la rueda casi se detuvo. La lengüeta titubeó un momento, y luego, con perezoso salto, se alojó en la subdivisión veinte por uno.

Era inevitable que Rita levantase la mirada para ver al hombre que acababa de ganar veinte dólares. Al hacerlo, Mason se inclinó para recoger la ganancia y musitó casi a su oído.

—¿Me va usted a presentar a sus amigos?

Por un momento los ojos de Rita Swaine reflejaron el pánico, luego la joven se dominó, empujó una ficha sobre el tapete y contestó:

—Voy a jugar a su número, no sea que se repita… Rossy, aquí está Perry Mason.

Mason se volvió para contemplar unos ojos pardos que ya no se reían, en su rostro de expresión casi suplicante.

—Me pareció reconocerle —dijo sencillamente—. Acababa de decírselo a Jimmy por si estaba equivocada.

—Aquí míster Driscoll —añadió Rita, siguiendo con las presentaciones.

Mason le estrechó la mano y sintió el impacto de sus negros ojos y el ardor de los largos y firmes dedos al abarcar los suyos. Su rostro era tan inexpresivo como el del croupier sentado a la mesa del faro.

—¿Cómo por aquí? —preguntó Rita Swaine a Perry Mason.

—Es un secreto —contestó el abogado—. ¿Dónde podemos hablar?

—En la habitación de Rossy en el Riverside… oh, no había visto a miss Street. Buenas noches, miss Street.

Della sonrió. Mason la presentó a Rosalind y a Jimmy Driscoll. Como si fuesen turistas casuales, que saltan de un sitio a otro en busca de diversión, salieron formando grupo del Bank Club y se dirigieron al hotel Riverside.

Mason se quedó un poco rezagado y dijo a su secretaria:

—Lo siento, Della, pero usted no va a subir con nosotros. Este asunto está cargado de dinamita. Quédese en el vestíbulo y tenga a mano uno de los teléfonos de la casa. Si entra alguien con aspecto de policía y que pregunte por Rita Swaine o Rosalind Prescott, llámeme en seguida a la habitación.

La joven hizo un gesto de conformidad.

—Procure que nadie sospeche lo que va usted a hacer —añadió Mason.

Al entrar en el vestíbulo del hotel Della Street se aproximó a su jefe.

—Perdóneme —le dijo—. Voy a entrar en el comedor a ver si me dan un emparedado y una taza de café. No he comido nada y tendré un terrible dolor de cabeza si no tomo algo.

—Bien, Della —dijo Mason—. Suba cuando termine. ¿Cuál es el número de su cuarto, señora Prescott?

—El treinta y uno.

Fue Jimmy Driscoll quien cerró cuidadosamente la puerta de la habitación, después de haberse asegurado que no había nadie en el pasillo. Luego abrió sus brazos a Rita y dijo:

—No te apures, querida, todo se arreglará.

Mason atravesó el dormitorio, se sentó en el lecho, apoyó un codo en la baranda de metal y dijo con indiferencia:

—No se molesten en seguir fingiendo.

—¿Fingiendo? —saltó Rita Swaine, volviéndose rápidamente.

—Me refiero a esa fingida escena de amor —aclaró Mason—. Su hermana puede sentirse celosa, Rita.

—¿Qué es lo que quiere usted decir? —preguntó la joven.

—Ya lo sabe usted —dijo Mason.

Luego los tuvo a todos en suspenso mientras sacaba la pitillera y, tras ofrecer un cigarrillo, eligió uno y lo encendió.

—Después de todo —añadió—, yo no soy la señora Anderson.

—No estoy dispuesto a aguantar impertinencias, Mason —intervino amenazadoramente Driscoll.

—Nadie ha hablado con usted —replicó Mason, sosteniéndole la mirada.

—Bien, supongamos que usted se explica… o se disculpa.

—Pero, ¿qué creen ustedes que van a adelantar con esa farsa? —preguntó el abogado.

—Creo que míster Mason tiene razón —intervino Rosalind Prescott, irguiéndose en su asiento.

—¡Rossy! —exclamó Rita.

Driscoll no apartó los ojos del abogado.

—Yo no lo creo así —replicó—, y, además, no me gustan sus modales.

—¡Vaya usted al diablo! —protestó Mason—. Como tiene usted buen físico, las mujeres han sido cosa fácil para usted toda la vida, pero ahora se ve usted en un aprieto y prefiere esconderse detrás de unas faldas a dar la cara.

Driscoll avanzó hacia Mason. El abogado se puso en pie, preparado para repeler la agresión. Rosalind agarró a Driscoll por un brazo.

—¡Basta Jimmy! —gritó—. ¿Me oyes? ¡Basta!

—Déjele que intente algo contra mí —desafió Mason—. El escándalo atraerá a la policía y tendremos el gusto de verle salir con un par de lindas pulseras.

—Ajustaremos cuentas en otra ocasión —dijo Driscoll con temblorosos labios.

—Ya lo creo que las ajustaremos, y tendrá usted que aceptar las mías, le gusten o no. ¡Siéntese y hablemos!

—Por favor, Jimmy —suplicó Rosalind.

—¿Por qué habla usted de ese modo? —preguntó Rita, encarándose con el abogado.

—Debiera usted saberlo. Hay dos razones. Una es que no me gusta que mis clientes me engañen.

—Nadie trató de engañarle.

—Oh, ciertamente que no —repuso sarcásticamente Mason—. Cuando me dijo que era usted la muchacha que la señora Anderson vio con Jimmy no trató de engañarme. Se limitó a dejar volar su imaginación. Supongo que usted —añadió mirando a Rosalind— será más veraz que su hermana.

—Cállate, Rossy —aconsejó Driscoll en voz baja—. El asunto va en serio.

Mason le fulminó con la mirada.

—Sería usted diferente si fuese usted capaz de salir con bien de él —dijo—, pero no sabrá si podrá. Sólo contando conmigo escapará, quizá, de las manos del fiscal del distrito. ¿Por qué diablos no empiezan ustedes por decirme la verdad y me dejan luego aconsejarles lo que tienen que hacer? ¿Es que no se dan cuenta de que caminan de torpeza en torpeza y que esto no puede terminar más que en una catástrofe? Primero la burda comedia de la ventana. Luego Rosalind, desaparece y deja su vestido donde Rita puede ponérselo. Rita coge el canario, se aproxima a la ventana para asegurarse de que la señora Anderson pueda verla, y acaba de cortar las uñas al canario. Pero se encuentra demasiado excitada para advertir que las de la pata derecha estaban ya cortadas. Es la pata izquierda la que está sin terminar. Y así es cómo Rita se toma el trabajo de cortar dos veces las uñas de la pata derecha mientras deja sin tocar las de la izquierda.

—No es cierto que yo… —interrumpió Rita Swaine, indignada.

—Tiene usted razón, míster Mason —anunció Rosalind Prescott.

—Usted y yo nos entendemos —dijo el abogado, trasladando su mirada a Rosalind—. Dígame lo que sucedió y de prisa. Quizá no dispongamos de mucho tiempo. Su hermana dejó un rastro muy claro. Yo lo seguí y otros pueden seguirlo.

Driscoll hizo un gesto de hablar, pero Mason le contuvo con un gesto.

—Reñí con mi marido —dijo Rosalind—. Él se disponía a pedir el divorcio. Encontró una carta que Jimmy me había escrito. La carta tenía dos interpretaciones. Él eligió la peor. Salió de casa para ver a un abogado. A mí me entró miedo y perdí la serenidad. Telefoneé a Jimmy para decirle lo que sucedía y comunicarle que me disponía a marchar. Entonces Jimmy perdió la cabeza y se presentó en mi casa. Y, para acabar de empeorar las cosas, llevaba un revólver, con la fantástica idea de defenderme de Walter. Mi marido me había amenazado con matarme si reclamaba mi participación en sus negocios.

—¿Le contó todo eso a Driscoll? —preguntó Mason.

—Sí, por teléfono.

—Bien, recuérdelo. Driscoll creyó que se encontraba usted en verdadero peligro. Él llevaba un revólver sólo con el fin de protegerla. Ahora siga adelante.

—Se presentó Jimmy. Estábamos en el solarium. Yo traté de que hablásemos razonablemente. Pero él se dejó llevar de su temperamento, me agarró en sus brazos y yo…

—Conozco este detalle —le interrumpió Mason—. La señora Anderson me lo contó todo. Siga su relato.

—Jimmy dijo que tenía que marcharme y que iba a reservar plazas en un aeroplano. Entonces ocurrió aquel accidente de automóvil. Jimmy bajó a la calle y ayudó a sacar al hombre del coupé y a subirlo al camión. Luego volvió a mi lado y se me ocurrió de pronto que podrían llamarle como testigo, que podría volver el conductor del camión para tomar su nombre y dirección, y que el coche de Jimmy estaba estacionado un poco más abajo de la calle. Entonces le dije a Jimmy que debía marcharse en seguida y que yo empaquetaría mis cosas y le seguiría más tarde. Jimmy no quería marcharse. Insistí. Me rogó que guardase su revólver, como protección, para el caso de que Walter volviese. Le contesté que no necesitaba el revólver para nada y que nunca lo utilizaría, pero él insistió en que yo debía tener a mano alguna arma para caso de necesidad. Me decidí, pues, a aceptarlo y lo escondí detrás del cajón de mi mesa, donde sabía que Walter no lo encontraría. Nunca pensé utilizarlo, ni aun como último recurso. Lo cogí únicamente para tranquilizar a Jimmy y para que se marchase. Es muy obstinado a veces… y en aquella ocasión se puso muy terco.

—¿Y después? —preguntó Mason.

—Después… levanté la vista y vi que la señora Anderson nos había estado observando. Dios sabe el tiempo que llevaría en la ventana. Probablemente lo había visto todo. Apremié a Jimmy para que se marchase. Al salir tropezó con los agentes de un coche patrulla que le tomaron el nombre y la dirección. Entonces comprendí que estábamos perdidos.

—Espere un momento —dijo Mason—. ¿Volvió Jimmy a la casa después de que los agentes le tomaran el nombre y dirección?

—Sí.

—¿Y qué sucedió?

—Examinamos la situación y a Jimmy se le ocurrió la idea de hacer venir a Rita y ponerle mi vestido. Con el pretexto de terminar de cortar las uñas al canario podría situarse junto a la ventana de manera que la señora Anderson pudiera verla y reconocerla claramente. Mi hermana y yo nos parecemos tanto que la señora Anderson tuvo que dudar sobre a cuál de nosotras dos había visto a través de las cortinas.

—Adelante —apremió Mason.

—Llamé a Rita. Ella sabe el resto.

—¿Desde dónde la llamó usted?

—Desde casa, pero no me atreví a hablar mucho.

—¿Cuánto tiempo permaneció usted en ella después de telefonear?

—Apenas nada. Lo último que hice fue telefonear. Luego corrí al aeropuerto, desde donde volví a telefonear a Rita y se lo conté todo.

—¿Vino usted hasta aquí en un aeroplano de línea o en un aeroplano alquilado?

—No; volé hasta San Francisco y luego tomé un aeroplano hasta Reno.

Mason inclinó la cabeza hacia Jimmy Driscoll y le preguntó bruscamente:

—¿Y usted qué hizo?

—Vino conmigo —contestó por él Rosalind.

—¿En el mismo aeroplano?

Rosalind asintió.

—Entonces —preguntó Mason—, ¿cuándo recibió usted la primera noticia de que su marido ha sido asesinado?

Rosalind abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Walter…? ¿Asesinado?

—Sí. Asesinado —contestó Mason.

—Cuidado, Rosalind —intervino Driscoll—. Es una trampa. No ha sido asesinado o lo habríamos sabido.

—Usted lo sabía, Rita —dijo Mason, mirando fijamente a miss Swaine.

—No sé de lo que me habla usted —replicó la joven—, a menos que se trate de algún truco para cobrar mayores honorarios a Rossy.

—¿Es cierto eso? —apremió Rosalind—. ¿Ha sido asesinado o quiere usted engañarme?

Mason continuó mirando a Rita con ojos pensativos.

—¿Cómo vino usted aquí? —preguntó—. ¿Por el aeroplano de línea o por el servicio especial?

—Fleté un aeroplano y vine directamente.

—¿Cuánto tiempo después de abandonar mi despacho?

—A los pocos minutos. Dejé el canario en la pensión que me recomendó usted, tomé un coche y fui directamente al aeropuerto.

—¿Y no se enteró usted de que en el dormitorio de aquella casa quedaba el cadáver de Walter Prescott?

—¿Se refiere usted a la casa de Rosalind?

—Sí.

—Ni me enteré ni creo que estuviese allí.

Mason trasladó su escudriñadora mirada a Rosalind.

—¿De verdad que usted tampoco se enteró? —le preguntó.

—No, claro que no… es un golpe terrible para mí. No es que me interese. Le odiaba. ¡No puede usted formarse una idea de su sangre fría, de su crueldad, de su avaricia…! No podía inspirarme el menor afecto. Muerto o vivo, le odio todavía… pero así y todo, es un golpe terrible.

—Su marido —explicó Mason— fue encontrado en el dormitorio del piso de arriba. Estaba completamente vestido, dispuesto a salir a la calle. Le habían disparado tres veces con un revólver del calibre treinta y ocho. La policía encontró el arma detrás del cajón de la mesa, donde usted la escondió, y cree que con ella se realizó el crimen. Si después ha descubierto algo capaz de modificar su opinión, no ha llegado a mí noticia alguna. ¿Qué revólver dio usted a Rosalind? —preguntó dirigiéndose a Jimmy Driscoll.

—Un Smith and Wesson.

—¿De qué calibre?

Driscoll titubeó un momento y contestó:

—Del treinta y ocho… pero no es un calibre.

—¿Tenía alguna marca distintiva?

—¿A qué se refiere usted?

—Ya sabe usted a qué… a algo por lo que un revólver puede ser identificado: marcas, raspaduras…

—Sí. En la culata de nácar, cerca del cañón, se le había saltado un trozo en forma de V.

—¿Era pavonado o niquelado?

—Pavonado.

—Oigamos ahora su versión del asunto, Driscoll —dijo Mason con voz inexpresiva—. Pero espere un momento antes de decir nada. Yo soy el abogado de Rosalind Prescott. Probablemente represento a Rita Swaine también. No estoy seguro. Tendré que cerciorarme. Lo que sí puedo decir es que no le represento a usted ni voy a representarle.

—De eso puede usted estar seguro —replicó Driscoll con vehemencia—. Yo tengo mi consejero de confianza… un abogado cuyas normas profesionales son mucho más dignas que las de usted.

—Sí, ya veo que usted está por los modales finos, las ropas elegantes, una gran mesa de nogal y el acostumbrado decorado. Que le aproveche. Quedamos, pues, en que usted tiene su abogado. Yo soy el de Rosalind Prescott. ¿Tiene usted que decir algo?

—Claro que tengo que decir algo.

—Dígalo pues.

—Quiero corroborar en todo las afirmaciones de Rosalind.

Mason le dirigió una fría mirada.

—¿Mató usted a Walter Prescott? —preguntó.

—Por supuesto que no. Hasta ahora no me enteré del asunto.

—¿Vio usted a Walter Prescott mientras estaba usted en casa?

—No. Estuve con Rosalind todo el tiempo.

—¿Todo el tiempo…? —repitió Mason.

—Sí.

—¿Sin faltar un minuto?

—Sí.

—¿Está usted dispuesto a jurarlo?

—Sí.

—Compréndame bien —insistió Mason—. ¿Está usted dispuesto a jurar que estuvo con Rosalind todo el tiempo, minuto por minuto, desde que entró usted en la casa hasta que emprendieron el vuelo juntos?

—Sí.

—¿Qué dice usted, entonces, de su salida para ayudar al hombre del coupé y de su encuentro con los agentes? En aquellos momentos no estuvo usted con ella en absoluto.

—Eso fue mientras estuve fuera de la casa —dijo Driscoll con calma—. Pero yo he entendido que su pregunta se refiere al tiempo que estuve en la casa.

—¿Y todo el tiempo que estuvo usted en la casa lo pasó junto a Rosalind minuto tras minuto?

—Ya he contestado a eso dos o tres veces.

—Contéstelo otra vez. ¿Estuvo usted con ella?

—Sí.

Rosalind empezó a decir algo, pero se contuvo ante un gesto de Driscoll.

—Bien —dijo Mason—; entonces usted estuvo con ella en el dormitorio cuando se cambió de traje.

Driscoll inició una viva réplica, pero cambió de parecer, cerró los labios sobre las no pronunciadas palabras, miró apresuradamente a Rosalind y dijo:

—Bueno, verá…, ¿cómo fue, Rosalind?

—No estuvo conmigo mientras me cambié de vestido —aclaró Rosalind—. Ni tampoco mientras empaqueté mis cosas. Dice lo contrario porque quiere prepararse la coartada.

—Si eso es cierto —repuso Mason—, quiero que vea usted el precio que tendría que pagar por tal coartada. Jimmy Driscoll se verá obligado a jurar que estuvo en el dormitorio mientras se cambiaba usted de ropa o tendrá que confesar que la dejó sola en el dormitorio.

—Espere un momento —dijo Rosalind—; eso fue después de que Jimmy me dio el revólver. La señora Anderson tendrá que reconocerlo así.

—Bien —asintió Mason—; se cambió usted de ropa después. Pero, ¿qué me dice de Walter? ¿Estaba o no en aquel momento su cuerpo en el dormitorio de arriba?

—Pues…, no lo sé.

—¿Cuánto tiempo hacía que no entraba usted en su dormitorio?

—No estuve en él en toda la mañana. Su dormitorio está separado del mío por un cuarto de vestir y el de baño. Aquella mañana nos vimos a la hora del desayuno. Él se mostró particularmente ofensivo. Había encontrado una carta que Jimmy me había escrito. Una cosa así era lo que esperaba. Se había apoderado de doce mil dólares míos y yo no tenía medios de demostrarlo. Pero temía que yo le demandase y buscaba la oportunidad de cogerme en falta para entablar el divorcio. De esta manera aparecía que yo había inventado lo del dinero después de presentada la demanda para salvar mi reputación y hacerle aparecer a él como culpable.

—Supongo que se dará usted cuenta —dijo Mason— de que esto va a sonar muy mal ante un jurado.

Rosalind hizo un gesto afirmativo.

—Según la señora Anderson —prosiguió Mason—, estaba usted cortando las uñas al canario cuando Driscoll entró en el solarium y la tomó en sus brazos arrebatadamente.

Nuevo gesto de asentimiento por parte de Rosalind.

—La señora Anderson la observaba a usted desde unos minutos antes de que se presentase Driscoll. Éste no estaba en el solarium con usted, pero llevaba ya en la casa unos cuarenta y cinco minutos. La señora Anderson le vio entrar y se dio cuenta del tiempo transcurrido.

—¡Maldita mujer! —exclamó Rosalind.

—Todo lo maldita que usted quiera, pero la cuestión es que Driscoll no se encontraba en el solarium con usted. ¿En dónde estaba?

—Telefoneando —dijo Driscoll rápidamente.

—¿A quién?

—A mi despacho. La llamada telefónica de Rosalind me cogió en mi departamento. Corrí entonces a verla y dejé sin dar unas órdenes que había que ejecutar a primeras horas de la mañana; por eso telefoneé a mi despacho.

—¿Cuánto tiempo estuvo usted telefoneando?

—No lo sé exactamente; quizá cinco minutos, quizá diez.

—¿Y mientras él telefoneaba —preguntó Mason, dirigiéndose a Rosalind—, entró usted en el solarium para cortar las uñas al canario?

—Sí.

—¿Y antes no había entrado Driscoll a demostrarle a usted su afecto?

—No me había abrazado, si es eso lo que quiere usted decir.

—Eso es. Tenemos, pues, otro período de tiempo durante el cual Driscoll se encontraba en la casa y usted no podía responder de lo que estuvo haciendo.

—Cierto.

—Eso es una mera apreciación de usted —dijo Driscoll hostilmente.

—No puedo apreciarlo de otro modo —replicó Mason, sin apartar la mirada de Rosalind—. ¿Y fue durante esta conversación telefónica cuando ocurrió el accidente de automóvil en la calle?

—Sí.

—¿Y usted dejó escapar el canario y corrió a la ventana de delante?

—No, espere un momento. Yo dejé escapar el canario cuando Jimmy me cogió en sus brazos. Luego Jimmy me soltó; yo estaba muy nerviosa, y Jimmy me dijo que iba a llamar para que reservasen plaza en el primer aeroplano para Reno. Fue, pues, a telefonear, y yo me preparé para coger el canario, y entonces ocurrió el accidente.

—¿Y antes de eso Driscoll había estado telefoneando a su despacho?

—Me parece que sí. Todo está muy confuso en mi imaginación. Me puse muy nerviosa con la disputa con Walter, y luego la huida con Jimmy… No puedo recordar las cosas con detalle. Hay en mi cerebro muchas impresiones borrosas.

—Pero, al menos, tendrá usted idea de que estuvo telefoneando varios minutos y en dos veces separadas.

—Sí.

—Pero, ¿no puede usted jurar que estuvo en el teléfono?

—No.

—¿A qué hora ocurrió el accidente?

—Eso sí que lo recuerdo. Fue al mediodía. Empezaban a tocar las sirenas de las doce cuando oí el estruendo.

—Entonces bajó Driscoll a la calle, ayudó a sacar del coupé al herido y volvió a la casa. En ese momento ya estaba usted en el solarium. ¿Fue así?

—Sí.

—¿Cuándo se dio usted cuenta por vez primera de que la señora Anderson la estaba observando?

—Después de que Jimmy me dio el revólver.

—Y entonces decidió usted que se marchase Driscoll y que se reunirían más tarde…

—Sí. Yo me proponía dirigirme al aeropuerto. Él quedó en escribirme a Reno.

—Pero al salir, Driscoll se encontró con los agentes y tuvo que darles su nombre y dirección y, visto el giro que tomaban las cosas, opinó que era mejor que le dejase acompañarla a Reno. ¿Fue así?

—No exactamente. Driscoll me contó lo sucedido. En seguida me di cuenta de que el incidente nos ponía en un grave apuro, y entonces nos sentamos y tratamos de discurrir algún medio para salir de él. A Jimmy se le ocurrió que debíamos hacer venir a Rita para que se pusiera a cortar las uñas al canario donde la señora Anderson pudiera verla. Vestida con una bata mía, se completaría el engaño.

—Una bonita idea —dijo Mason, mirando de reojo a Jimmy Driscoll—. Pero algo comprometedora para Rita.

—Míster Mason —replicó Driscoll—, tendrá la bondad de recordar que en aquel momento yo no sabía que nadie hubiese sido asesinado. Pensé simplemente que era un medio de impedir que el nombre de Rosalind se viese arrastrado por el lodo a causa de mi vehemencia.

—Reserve usted esa explicación para el jurado —exclamó Mason, indiferente—. Tendrá más interés en escucharla que yo. ¿Sabe alguno de ustedes lo que ocasionó aquel accidente de automóvil?

Driscoll desdeñó, pero Rosalind hizo un gesto negativo.

—Les diré lo que he averiguado —dijo Mason—. Harry Trader, que guiaba uno de sus camiones, iba a entrar en la calle Catorce para entregar unos encargos que Walter Prescott le había ordenado llevar al garaje. Para entrar en la calle hizo un amplio viraje. Packard, que conducía el coupé, se metió en el círculo sin mirar adónde iba. Lo primero de que se dio cuenta fue de que el camión se le echaba encima por la izquierda. Pero ya era demasiado tarde. Packard no pudo modificar la dirección de su coche y ambos vehículos chocaron. Escuchen ahora bien: la razón de que Packard no mirase por dónde iba fue que había visto algo en una ventana de una de las casas de la derecha que había atraído su atención. La casa de Anderson no pudo ser, porque la señora Anderson era la única persona que se encontraba en ella, y en aquel momento estaba en su comedor observando a Rosalind. Por lo tanto, lo que vio Packard tuvo que ser algo que ocurría en su casa, mistress Prescott. ¿Tiene usted idea de lo que pudo ser?

—Ni la menor idea —contestó prontamente Rosalind Prescott.

—En casa de Prescott tampoco pudo ser —afirmó positivamente Driscoll—, porque Rosalind y yo estábamos solos en la casa. Ella en el solarium y yo telefoneando.

—Eso es lo que usted dice —repuso Mason—. ¿Qué supone usted que declarará Packard cuando lo encuentren?

—Ni lo sé ni me importa. ¿De qué se trata? ¿Es que no pueden encontrarle?

—Se marchó del hospital y desapareció. Y, a propósito, Driscoll, ¿dónde estaba usted cuando Packard abandonó el hospital?

—¿A qué hora?

—Una hora después de ocurrido el accidente poco más o menos.

Rosalind se echó a reír de todo corazón.

—Por esta vez —dijo—, todo nos favorece, míster Mason. Jimmy estaba conmigo en el aeropuerto… y hasta me parece que volábamos ya hacia San Francisco.

—Todavía hay algo más —añadió Mason—. A ustedes los busca la policía. Lo sé positivamente. Rita dejó un amplio rastro a causa del canario cojo. Yo la encontré por él, y otro tanto puede hacer la policía. Pues bien, si llega a saber que hablé con ustedes aquí y que no los denuncié, sabiendo que eran ustedes fugitivos de la justicia, podrían procesarme como encubridor. ¿Puedo contar con su silencio?

—Naturalmente —se apresuró a contestar Rita.

—Pero nosotros no somos fugitivos de la justicia, míster Mason —protestó Rosalind.

—Bien, pero lo parecen. ¿Por qué vinieron ustedes aquí con tan inexplicable apresuramiento?

—Yo vine aquí —replicó Rosalind— para ponerme fuera del alcance de Walter. Creía además que en Reno podría presentar una demanda de divorcio por mi cuenta. Después me he enterado de que no es posible hasta que lleve seis semanas de residencia. Pero como no quería que Walter se enterase de mi paradero, porque tenía miedo de que me matase, este refugio me pareció muy apropiado para mi propósito.

—¿Y Driscoll vino acompañándola?

—Sí.

—¿Y por qué vino usted, Rita?

—Para traer algunas cosas imprescindibles que necesitaba Rossy.

—¿Tuvo que fletar un aeroplano para eso?

—Tenía también que decir a Rossy que todo había resultado admirablemente; que había conseguido engañar a la señora Anderson y que usted estaba conforme en representar a mi hermana y se disponía a ponerse al habla con ella. Pensé también que podría telefonearle a usted y concertar una entrevista.

—¿No estuvo usted en aquel dormitorio de arriba mientras permaneció en la casa? —preguntó dubitativo Mason.

—En el dormitorio de Walter, no. Rossy me había dejado el vestido sobre la cama de su habitación. Allí me cambié de ropa, y luego bajé, cogí el canario, hice la comedia para la señora Anderson, empaqueté algunas cosas de Rossy y me las llevé cuando abandoné la casa. Otros objetos los envié por un propio.

—¿Fue a buscarlos el mensajero mientras estaba usted en la casa?

—Sí.

—¿Adónde envió usted los objetos?

—A Mildred Owens, General Delivery, Reno. Es la dirección que me indicó Rossy para ponerme en comunicación con ella sin que nadie, en absoluto, se enterase.

—Muchas y muy complicadas precauciones parecen con el solo fin de eludir un marido algún tiempo —comentó Mason.

—Es posible, pero ésta es la verdad.

Mason trasladó su mirada a Driscoll.

—¿Y usted, Driscoll, no dirá a nadie que he estado aquí?

—Usted no parece tener mucha confianza en mí y yo no tengo por qué tenerla en usted; así que no le prometo nada —contestó el joven.

—¡Jimmy! —exclamó Rosalind—. ¿No ves que míster Mason se expone sólo por protegernos?

Sonó el teléfono. Mason se anticipó a Driscoll para alcanzar el receptor.

—Diga.

Oyó la excitada voz de Della Street.

—El sargento Holcomb y dos agentes locales, con grandes sombreros y atezados rostros, entran ahora en el ascensor, jefe.

—Tome un coche y corra al aeroplano —ordenó Mason a la secretaria—. Allí nos reuniremos. Si no me presento dentro de una hora, regrese al despacho. ¡Cuelgue el teléfono!

Mason golpeó repetidamente el gancho con un dedo hasta que la operadora del hotel dijo impaciente:

—¿Qué pasa? No hay necesidad de armar tanto ruido.

—Tengo prisa —dijo Mason—. Aquí Perry Mason, abogado. Quiero denunciar que en la habitación número treinta y uno hay tres personas a quienes busca la policía de Los Ángeles. Estas personas son: Rosalind Prescott, registrada bajo el nombre de Mildred Owens, Jimmy…

Jimmy Driscoll se lanzó sobre él. Mason, sin dejar de aplicar el receptor al oído con la mano izquierda, disparó la derecha y alcanzó a Driscoll en la barbilla. Y mientras el joven retrocedía tambaleándose, Mason continuó hablando por teléfono, como si no hubiera habido interrupción:

—… Driscoll, ambos perseguidos por el asesinato de Walter Prescott en Los Ángeles. Está también en ella Rita Swaine, hermana de Rosalind Prescott, a quien se busca para interrogarla en relación con el mismo asesinato.

Driscoll, recobrado el equilibrio, volvió al ataque. Mason colgó de golpe el receptor y dijo:

—¡Deténgase, imbécil! Y escuche lo que voy a decirle: Rosalind, Rita y usted van a ser interrogados. No contesten a ninguna pregunta. No renuncien a la extradición. Manténganse en sus derechos constitucionales. No hagan nada, a menos que yo…

Unos perentorios golpes sobre la puerta le interrumpieron.

—¡Abran en seguida! —dijo la voz potente de un hombre.

Driscoll se quedó mirando a Mason. Rosalind Prescott le observaba con una interrogación en los ojos. Mason echó a un lado a Rita Swaine y abrió la puerta.

El sargento Holcomb, acompañado por dos individuos de bronceados rostros y amplios stetsons, dio unos pasos y se detuvo de pronto, sorprendido, al ver a Perry Mason.

—¡Usted! —exclamó.

—En persona —confirmó Mason.

—Pues no quisiera encontrarme en su lugar. Usted sabía que estas personas eran buscadas por la policía. Usted les hizo que atravesaran la línea divisoria y…

—Espere un momento —le interrumpió Mason—. Yo no tengo nada que ver con ese paso.

—Eso es lo que usted dice —se mofó Holcomb.

—Lo que digo y lo que puedo probar —replicó Mason.

—Bien. Pero lo cierto es que le atrapamos a usted aquí, conspirando con ellos para burlar a la policía.

—No era esa mi ocupación, como le voy a demostrar.

—¿De veras? Tendrá usted que contárselo a la Junta de Agravios de la Asociación de Abogados.

—Nada tengo que contar a tal Asociación. Vine aquí porque tenía motivos para creer que una persona registrada en este hotel como Mildred Owens no era otra que Rosalind Prescott, a quien yo sabía que buscaba la policía por asesinato. El hecho de que sea mi cliente en relación con otro asunto, no es razón para que yo la encubra.

—Pruébemelo —desafió Holcomb.

—Tan pronto como descubrí los verdaderos hechos —prosiguió Mason—, decidí entregarla a la policía.

—No me haga usted reír, que me duele el costado —se burló Holcomb—. He oído muchas historias graciosas, pero no tanto como ésta.

Mason indicó con un gesto el teléfono.

—Si tiene usted la bondad de llamar a la telefonista se convencerá de que minutos antes de llegar ustedes aquí le pedí que avisase a la policía.

—Voy a dejarle a usted clavado —dijo Holcomb— antes de que tenga ocasión de sobornar a la muchacha para que cometa perjurio. —El sargento levantó el teléfono y preguntó—: ¿Intentó alguien desde esta habitación avisar a la Jefatura de Policía?

El receptor carraspeó y el rostro de Holcomb puso expresión de contrariedad.

—¡Está bien: olvídelo! La policía está aquí —dijo el sargento, colgando el aparato, y añadió, mirando a Mason—: Hay algo raro en todo esto. Lo pasaremos por el momento… pero no lo doy por terminado. ¿De manera que representa usted a Rosalind Prescott?

—Sí.

—¿A Driscoll?

—No.

—¿Y a Rita Swaine?

—Sí.

—Bien. ¿Renunciarían a la extradición?

—¿Los va a detener?

—Sí. Como sospechosos de asesinato. ¿Se opondrá usted a la extradición?

—Me opondré a todo.

—¡Salga de aquí! —ordenó autoritariamente Holcomb.

Mason recogió su sombrero y dijo a sus representadas:

—Recuerden que no tienen que contestar a ninguna pregunta, a menos que yo esté presente para aconsejarlas. Nadie puede obligarles a hablar si no quieren. No quieran. Yo hablaré por ustedes. No accedan a la extradición. No firmen nada. No den detalle alguno y recuerden el viejo truco de la policía de decir a cada detenido que el otro ha confesado y que…

Los tres policías se arrojaron sobre él con gesto amenazador. Mason se deslizó diestramente al pasillo.

—Buenas noches, señores —dijo cerrando la puerta de golpe.

No encontró rastro de Della Street en el vestíbulo. Alquiló un coche, se dirigió al aeropuerto y buscó al piloto.

—¿Ha visto usted a la joven que vino conmigo? —le preguntó.

—No —contestó el piloto—. Creí que estaría con usted.

—Saque el aparato y téngalo todo preparado para emprender el vuelo —ordenó Mason.

Los motores llevaban girando varios minutos cuando surgió de la oscuridad una borrosa figura y tocó ligeramente a Mason en el brazo.

—¿Todo va bien, jefe? —preguntó en voz baja.

—¡Buen susto me ha dado usted! —dijo el abogado—. Creí que la habrían sorprendido.

—No; pero juzgué conveniente quitarme cuanto antes de en medio, no fuera que salieran en mi busca. ¿Y usted qué hizo?

—Me cubrí rápidamente telefoneando a la policía. Gracias a su aviso, tuve la oportunidad de preparar la escena antes de que Holcomb llamase a la puerta. Holcomb sospecha, pero no puede probar nada.

—Todo está listo —anunció el piloto—. ¿Marchamos ya?

—Vamos —dijo Mason, encaminándose al aparato.