Capítulo V

El doctor James Wallace estaba todavía de servicio en el hospital de la Buena Samaritana cuando llegaron Mason y Drake. El doctor escuchó las pretensiones de Mason con cortés atención.

—Recuerdo perfectamente al paciente —dijo—. Tuvo entrada a las diez y doce de esta mañana. La mayor parte de sus heridas eran craneanas y superficiales, pero presentaba un estado interesantísimo algo frecuente en casos de esta clase. El herido padecía amnesia traumática.

—Traducido al inglés, ¿qué significa amnesia traumática? —preguntó Drake.

El doctor le favoreció con una sonrisa de condescendencia.

—Perdón, no quise emplear terminología técnica. Amnesia es pérdida de memoria. Las víctimas de amnesia no saben nada de su pasado, no pueden decir su nombre y no recuerdan nada de sí mismas. Y traumática, significa, naturalmente, que la causa de la amnesia fue superinducida por herida, es decir, por violencia externa.

—Veamos si comprendo, doctor —dijo Mason—. Cuando Packard recobró el conocimiento tenía anulada la memoria, ¿es así?

—Así es —convino el doctor—. No existían fracturas y, por lo que he oído del accidente, el individuo escapó maravillosamente bien. Solamente unas cuantas equimosis, uno o dos cortes superficiales en el rostro, la posibilidad de una distensión ligamentosa y, naturalmente, los efectos del shock. Mi tratamiento de las heridas físicas llevó solamente unos minutos.

»Según las declaraciones del individuo que lo trajo aquí, la colisión fue algo imponente. El herido estaba sin conocimiento cuando le subieron al camión. Lo recobró cuando le llevaban en la camilla hacia la enfermería, pero presentaba pérdida completa de la memoria. No pudo decirnos su nombre, su profesión, su origen, si era casado o soltero, ni ningún otro detalle relacionado con su persona. Le registramos los bolsillos y le encontramos tarjetas que indicaban que era Carl Packard, de Altaville, California. Yo tuve mucho cuidado de no llamar su atención sobre estas tarjetas ni de hacer nada que pudiese refrescar su recuerdo, hasta que hubo pasado el efecto de la conmoción y estuve completamente seguro de que no eran graves las heridas. Entonces le di una copa de aguardiente, hablé con él unos momentos y luego le pregunté, casualmente, cómo iban las cosas por Altaville.

Hubo un momento de dramático silencio, mientras el doctor Wallace sonreía, esperando el efecto de sus palabras.

—Si yo hubiese dado indebida importancia a la pregunta —siguió explicando el doctor Wallace—, el herido se habría percatado de que yo ponía demasiado énfasis en ella e inconscientemente habría sabido por qué. Por tanto, la parálisis temporal de la memoria se habría agravado por un proceso de autoconsciencia, tal como sucede a veces en casos graves de espanto. Nosotros…

—Eso no nos interesa —interrumpió Mason—. ¿Recobró la memoria?

—Sí —contestó el doctor, y el tono del monosílabo fue como una protesta a la brusquedad del abogado.

—¿Recordó su nombre?

—Sí.

—¿Tuvo usted que decírselo o lo recordó él por su propia iniciativa?

—Lo recordó por sí solo —dijo el doctor Wallace con dignidad—. Si me permite darle un informe completo, creo que tendrá usted una idea más adecuada de lo sucedido.

—Adelante, pues —dijo Mason, sacando la pitillera.

Drake paseó la mirada por la habitación, suspiró, se dejó caer en un sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.

—Cuando le pregunté cómo marchaban las cosas en Altaville —dijo el doctor Wallace—, me esforcé por dar a mi pregunta un tono casual. Su contestación fue igualmente indiferente. Le pregunté entonces si conocía al presidente de la Banca Nacional en Altaville, y dijo que mucho. Charlamos unos momentos y luego le pregunté dónde vivía en Altaville. Me dio una dirección que coincidía con la de su licencia de conducir. Entonces inquirí su nombre. Me lo dijo. Y así, por etapas, le fui llevando a lo del accidente, que recordó perfectamente.

—¿Qué dijo del suceso?

—Pues que fue suya toda la culpa. El conductor del camión, míster Trader, había afirmado lo mismo, añadiendo que, de ser él el responsable, la Compañía aseguradora pagaría los daños. Packard dio como disculpa que en aquel momento se encontraba distraído por algo que vio en la ventana de una de las casas de la derecha; que para verlo mejor alargó el cuello y que en aquel instante sintió algo que se acercaba por su izquierda. Casi simultáneamente se produjo el choque y ya no recordaba más.

—¿Dijo qué fue lo que vio en la ventana?

—No, pero parecía un poco… un poco turbado. Lo atribuí a timidez.

—¿Fue una mujer? —preguntó Drake.

—No lo dijo.

—¿Y tampoco manifestó lo que se proponía hacer en relación con su coche? —inquirió Mason.

—Indicó que iba a echarle un vistazo para ver lo que podía salvarse.

—¿Estaba Packard asegurado?

—Creo que no, por lo que pude entender.

—¿Cuánto tiempo estuvo aquí?

—Quizás unos veinte minutos.

—Cuando se marchó, ¿iba en buen estado?

—Oh, perfectamente… es decir, excepto unos cuantos cortes superficiales y rozaduras.

—¿Anotó usted su dirección? —preguntó Mason.

—Oh, sí. Un momento y se la diré.

El doctor Wallace consultó su fichero, tomó una ficha y leyó una dirección.

—Mil ochocientos treinta y seis, Robinson Avenue, Altaville, California.

—Ésa es evidentemente su residencia habitual —comentó Mason—. ¿Pudo usted enterarse de dónde se hospedaba aquí?

—No. Me pareció entender que solamente se encuentra de paso.

—¿Tiene usted esa impresión por alguna manifestación del herido o únicamente por conjeturas…?

—Oh, no —replicó Wallace con dignidad—. En mi profesión uno no se guía por conjeturas, excepto cuando es absolutamente necesario. Le pregunté cuándo había llegado aquí y me contestó que esta misma mañana y que esperaba estar en San Diego esta noche.

—¿No le preguntó usted dónde se alojó la noche pasada?

—No. Se me pasó por alto que eso pudiera ayudarme a llegar a un diagnóstico o a prescribir un tratamiento. Deben ustedes recordar, caballeros, que mi interés en el asunto es puramente desde el punto de vista médico… Incidentalmente, puedo decir que se trataba de un asunto que exigía delicado manejo. El hacer entrever a Packard que era víctima de amnesia le habría producido un repentino espanto que se habría sumado a la conmoción ocasionada por el accidente. Ya sabrán ustedes, señores, que en un accidente de motor no sólo hay que tener en cuenta el shock que resulta de las heridas, sino también esa momentánea sensación de un desastre inminente que se experimenta una fracción de segundo antes del verdadero impacto.

—Comprendo —dijo Mason—. ¿No tiene usted ninguna otra información de valor que comunicarme?

—Sólo puedo repetir que las heridas no eran graves. Indudablemente ustedes representan a una Compañía aseguradora y…

—No —le interrumpió Mason—, yo no represento a ninguna Compañía aseguradora. Me interesa el asunto y nada más. ¿Puede proporcionarme la dirección de Harry Trader?

—Sí. La Trader’s Transfer Company está establecida en el número mil ochocientos diecinueve de Centre Street.

—Gracias, doctor —dijo Mason, poniéndose en pie—. Vamos, Paul.

El doctor Wallace los acompañó hasta el pasillo y allí se despidieron. Al abandonar el hospital y cruzar hacia el coche preguntó Drake en tono de sorna:

—¿Has adelantado mucho, Perry?

—No lo sé —contestó Mason—. No puedo decir nada hasta que averigüe lo que sucedió en el domicilio de Prescott. Por ahora me muevo en las tinieblas.

—Bien, voy a llamar al despacho por si hay más noticias —dijo Drake.

—Te esperaré en el coche —anunció Mason—. Dile a tu secretaria que llame a mi despacho y diga a Della Street que me espere.

Mason permaneció cinco minutos recostado en el almohadillado del coche de Drake, fumando, pensativo. Al ver llegar a su compañero se puso en pie con ansiedad.

—¿Algo nuevo? —preguntó mientras Drake abría.

—¡Mucho! La Brigada de Homicidios se presentó en el domicilio de Prescott porque Walter ha sido encontrado muerto en su dormitorio. Estaba vestido de calle y alguien le metió unos balazos en el pecho con un revólver del calibre treinta y ocho. Fueron tres los disparos. Todos con efecto. Uno de ellos atravesó el corazón. Debieron hacerle fuego a corta distancia, porque se han encontrado quemaduras de pólvora en las ropas y en la piel. La policía registró el cajón de la mesa donde la señora Anderson vio que la muchacha escondía el revólver. No encontraron ningún arma en el cajón, pero más al fondo, en un pequeño escondite, había un «Smith» del calibre treinta y ocho, con tres cápsulas vacías en el cilindro y otras tres sin descargar. El olor del arma indica que ha sido recientemente disparada.

—¿Qué se sabe de la joven Swaine? —preguntó Mason.

—La están buscando. Abandonó la casa a eso de las dos y media, llevándose un maletín y una jaula con un canario. La policía cree que se propone abandonar el país y no quiso que el animalito se muriera de hambre.

—En ese caso —indicó Mason— tiene que estar segura de que su hermana, Rosalind Prescott, no va a volver.

—La policía busca también a la hermana.

—¿Resultado?

—Nada por ahora.

—¿Han identificado al hombre que estuvo en la casa?

—Sí. Es un muchacho llamado Driscoll. Lo están buscando.

—¿Alguna pista?

—Todavía no.

—Dedica un par de hombres a recoger todos los informes que puedas de Driscoll.

La boca de Drake se retorció en lenta mueca.

—Me he ahorrado un níquel —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Que envié un par de operarios a seguirle la pista tan pronto como me dieron su nombre por teléfono, así que no tendré que volver a llamar.

Mason hizo un gesto de aprobación.

—Entra, Paul —dijo señalando el asiento a su lado—. Vamos a la caza de Harry Trader. Pasaremos primero por su despacho. Quizá se encuentre allí.

Harry Trader, individuo de abombado pecho, con olor permanente a sudor y tabaco, estaba todavía en su despacho, escribiendo algunas cartas. Al ver entrar a sus visitantes los miró casi sin levantar los ojos.

—¿Qué les trae a ustedes por aquí? —preguntó.

—Estamos haciendo una investigación —contestó Mason.

Trader sacó de sus grasientos pantalones un taco de tabaco, cortó un trozo y se lo introdujo en la boca. Luego, con delicada calma, volvió el tabaco al bolsillo, cerró la navaja y se la guardó igualmente.

—Sí —dijo—, cuando un prójimo empieza haciendo preguntas es que está haciendo una investigación. Pero eso no significa nada. ¿Representa usted al señor Packard?

—No —contestó Mason—. Estoy investigando otro ángulo del caso.

—¿Qué ángulo?

—Un ángulo que es completamente incidental.

Trader revolvió el trozo de tabaco en la punta de la lengua y escupió por entre los labios apretados.

—Gracias por la franqueza —dijo.

—¿Llevó usted a Packard al hospital? —preguntó Mason.

—Sí.

—¿Y lo fue a buscar?

—No. Tenía que entregar un paquete. Le dejé confiado al doctor.

—¿No sabe usted qué día era cuando abandonó el hospital?

—No.

—¿Ni si eran graves sus heridas?

—Estuve por allí hasta que me aseguré que no eran de gravedad.

—¿Sufría amnesia… pérdida de memoria?

—Estaba como si hubiera recibido un directo a la mandíbula… si es eso únicamente lo que quiere usted decir.

—¿Cómo ocurrió el accidente?

Trader sujetó el trozo de tabaco entre sus molares, lo masticó con un movimiento apenas perceptible y miró a su interlocutor con marcada desconfianza. Un reloj de pared batía segundos sin cesar.

—¿No quiere usted contestar a eso? —preguntó Mason.

—Usted lo ha dicho. He mandado mi informe a mi Compañía de Seguros. Vaya a hablar con ella si quiere.

—¿Cuál es su Compañía aseguradora?

—Tampoco me agrada decirlo.

—Mire, Trader —dijo Mason—; por razones que no le interesan trato de aclarar este asunto de modo satisfactorio para todos. Nada perderá usted cooperando conmigo.

—Vaya a ver a mi Compañía aseguradora —repitió Trader.

—Pero no sabemos cuál es —intervino Drake.

—Averigüelo, amigo —rió Trader.

—¿Iba usted a hacer una entrega cerca del accidente? —inquirió Mason.

—Sí.

—¿A casa de Prescott?

—No sé qué importancia puede tener eso.

—La tiene el que usted fuese realmente a dar vuelta a la calle Catorce —repitió Mason.

—Sí, iba a casa de Prescott —confesó Trader—. Tenía que entregar unos paquetes en su garaje.

—Y tan pronto como ocurrió el accidente, usted y otro individuo sacaron a Packard del coche y le subieron a su camión. Usted, entonces, le llevó directamente al hospital, ¿fue así?

—Así fue.

—¿Quién era el otro individuo?

—No lo sé. Alguno que salió de la casa.

—¿De qué casa?

—De casa de Prescott.

—¿Conoce usted a Prescott?

—Sí.

—Pero, ¿le conoce bien?

—Le he hecho algunos encargos.

—¿Y al otro individuo no le había visto nunca?

—Nunca.

—¿Le reconocería si le volviera a ver?

—Sin duda alguna.

—Y cuando se enteró usted de que Packard no estaba gravemente herido, abandonó el hospital, volvió a la escena del accidente e hizo la entrega en casa de Prescott…, ¿fue así?

—Así fue.

—¿Estaba alguien en la casa?

—No lo sé. Mis instrucciones eran entregar los encargos en el garaje y allí los dejé.

—¿Quién le dio a usted las instrucciones de referencia?

—Prescott. Además me entregó la llave principal del garaje.

—¿Por qué?

—Pregúnteselo a Prescott.

—Cuando hizo la entrega, ¿el coupé averiado estaba todavía frente a la casa?

—Sí.

—¿Le hizo Packard alguna indicación respecto adónde paraba en la ciudad, a qué negocios se dedicaba o cuáles eran sus proyectos?

Trader volvió a apretar los labios, y, pasado un momento, expelió un delgado chorro de líquido amarillento hacia la escupidera que tenía junto a su mesa.

—¿No quiere usted contestar a esa pregunta? —insinuó Mason.

—Confesó que toda la culpa había sido suya —dijo Trader al fin—. Es todo lo que puedo decirles sobre la conversación que tuve con él.

—Mire, Trader —volvió a decir Mason—: no nos está usted ayudando gran cosa. Usted cree, por lo visto, que me propongo conseguir datos para una reclamación de perjuicios. Le repito que únicamente me interesa otro ángulo del asunto y que a usted no le va a perjudicar en nada facilitarme los detalles que me interesan.

—He dicho todo lo que tenía que decir.

—Vamos, Paul —dijo Mason, poniéndose en pie.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó el detective mientras cruzaban la acera.

—Llévame a buscar mi coche —dijo Mason—. Volveré a mi despacho. Entretanto, tú pondrás en movimiento unos muchachos para que busquen a ese Carl Packard.

—¿Tanto le necesitas? —preguntó el detective.

—Como el aire, Paul. En todo lo demás marchamos a remolque de la policía; si podemos encontrar a Packard marcharemos delante. Lo que él vio en aquella ventana puede salvar la vida de un inocente.

—O puede colgar un asesinato al cuello de tu cliente. ¿Has pensado en eso, Perry? —preguntó Drake mientras encendía los faros y ponía en marcha el motor.

—No —contestó el abogado—, y lo que es más, no quiero pensarlo ni por un momento.