El coche de Drake estaba estacionado cerca de una deslucida fachada, frente a un gran edificio de dos pisos ante el cual estaban parados media docena de coches.
Mason detuvo su vehículo detrás de la máquina de Drake. El detective se reunió con él en la acera…
—¿Saben que estás aquí, Paul?
—Todavía no. Están todos dentro de la casa.
—¿Algunos periodistas?
—Sí, un par de esos coches son de la Prensa.
—Bien —dijo Mason—; no disponemos de mucho tiempo. En marcha. Tú visitarás a la señora Weyman, fingiéndote vendedor de máquinas de lavar, seguros de vida, o diciendo que estás investigando el accidente del automóvil. La señora Anderson corre por mi cuenta. Nos reuniremos aquí. Despacha pronto.
Drake desapareció detrás de la esquina. Mason recorrió una estrecha acera de cemento, subió los crujientes peldaños de un porche de madera y oprimió con el pulgar el botón de un timbre. Había llamado por tercera vez, cuando se abrió la puerta y apareció una angulosa mujer, cuya larga y huesuda nariz servía de tabique de separación a unos ojos escudriñadores e inquietos.
‘—¿Qué desea usted? —preguntó impaciente.
—Estoy investigando un accidente de automóvil que ocurrió aquí…
—Entre, entre —dijo la mujer—. ¿Es usted detective?
Mason hizo un gesto negativo.
La mujer pareció decepcionada, pero echó a andar hacia un gabinete de viejos muebles, cuyas sillas y sillones tenían cubiertos respaldos y brazos con labores de encaje.
—Siéntese —invitó la mujer—. Estoy toda emocionada y temblorosa con el accidente de esta mañana y con lo que han descubierto en la casa de Prescott. Mis nervios son una verdadera madeja.
—¿Qué han encontrado en casa de Prescott? —preguntó.
—No lo sé —dijo ella—, pero creo que es un asesinato. Ignoro si habré hecho bien en no ir a contar a los agentes lo que vi. Supongo que vendrán a interrogarme, ¿no le parece?
—¿Qué vio usted, señora Anderson? —inquirió Mason con su más amable sonrisa.
—Mucho —dijo la dama, sentándose muy erguida—. Precisamente acababa de decirme: «Algo ocurre en esa casa, y tú, Stella Anderson, harías bien en llamar a la policía».
—¿Pero no la llamó usted?
—Para ese asunto, no. La llamé por el accidente del automóvil.
—¿Y no les contó usted lo que había visto en la casa?
La mujer hizo un gesto negativo, apretó los labios y dijo con tono de verdadera indignación:
—No me lo preguntaron. Ni siquiera se acercaron a mi casa. No he tenido ocasión de decirles nada de lo que sé. ¡Ellos se lo pierden!
—¡Cómo! —exclamó Mason—. ¿Ni siquiera han venido a hablar con usted después de haberlos llamado?
—Puede usted creerlo. Vinieron y examinaron el coupé, tomaron el número de la matrícula y copiaron el certificado del registro, luego hablaron con el joven que salió de la casa de Walter Prescott y volvieron a marcharse en su coche. No se acercaron a mi casa.
—¿Y usted ha visto algo que podría haberles contado? —preguntó Mason.
—Ya lo creo que he visto.
Mason la abarcó con su tranquila y paciente mirada, cruzó una pierna sobre otra, se retrepó en su asiento y dijo con indiferencia:
—¡Oh, bien! De haber sido algo importante, se lo habrían preguntado a usted.
La mujer enderezó aún más su huesuda espalda y preguntó indignada:
—¿Cómo puede usted decir eso?
—Quiero decir —le aclaró Mason— que probablemente tenían todos los informes que necesitaban sobre el accidente del automóvil.
—Es que yo no me refiero al accidente de automóvil —rectificó la vieja dama.
—¿A qué, pues?
—Eso no le interesa a usted, joven. Usted está investigando el accidente, según ha dicho. ¿Qué desea saber acerca de él?
—Todo lo que sepa usted del asunto —dijo Perry Mason.
—Bien. Yo me encontraba aquí en casa a aquella hora.
—¿Vio usted, realmente, el accidente?
El rostro de la mujer expresó decepción.
—Oí el ruido de los neumáticos al resbalar y corrí a la ventana en el momento en que se producía el choque. Los vehículos recorrieron un trecho empotrados. Luego chocaron contra el bordillo de la acera con un estruendo terrible. El hombre que guiaba el camión saltó al suelo y trató de abrir la portezuela del coupé, pero no pudo. Entonces se trasladó al otro lado del coche, y en aquel momento salió el joven de la casa de Prescott.
—¿Qué joven? —preguntó Mason.
—El individuo que yo había visto en la casa un poco antes.
Mason hizo un gesto de asombro y dijo:
—¡Oh! ¿Entonces había visto usted a un individuo?
—Claro que sí.
—Pues no dijo usted nada.
—Porque no me dio usted ocasión.
—Creí —observó Mason— haberle preguntado a usted lo que vio en la casa y que usted me contestó que no me interesaba… ¿Puedo fumar?
—Yo no le dije a usted tal cosa… y preferiría que no fumase usted. El olor del tabaco se adhiere a las cortinas y no hay quien lo quite.
—¿Dónde estaba usted cuando oyó por primera vez el patinazo de los neumáticos? —preguntó Mason.
—En el comedor —contestó la mujer.
—¿Es esa la habitación? —preguntó Mason, señalando hacia una puerta.
—Sí.
—¿Tendría usted inconveniente en enseñarme exactamente dónde se encontraba usted?
La mujer se puso en pie con fácil agilidad, siempre muy tiesa, y sin pronunciar palabra, atravesó el gabinete y penetró en el comedor.
—Coloqúese usted donde se encontraba cuando oyó el ruido de los neumáticos —dijo Mason.
Ella se volvió y se puso a mirar por la ventana del sur. Mason avanzó y se colocó a su lado.
—¿Es aquélla la casa de Prescott? —preguntó.
—Sí.
—¿Qué habitación es la de enfrente?
—El solarium.
—¿Y estaba usted aquí cuando oyó el patinazo de los neumáticos?
—Sí.
—¿En esa misma posición?
—Sí.
—¿Y qué hizo usted?
—Corrí hacia esa puerta, crucé la sala, eché a un lado las cortinas y me asomé.
—¿A tiempo de ver que el camión empujaba al coupé hacia la acera?
—Sí.
—¿Quién opina usted que tuvo la culpa?
—No lo sé. No vi lo suficiente. Y aunque lo hubiese visto, no podría decir mucho. Nunca aprendí a conducir un coche. Volvamos ahora a la otra habitación. Hay algo que me interesa y…
—¿Qué hizo después del accidente?
—Cogí mi teléfono y notifiqué a la policía que había ocurrido un accidente y que un hombre estaba herido. A los pocos minutos apareció un coche oficial. El joven que había ayudado a subir al camión al conductor del coupé, salía en aquel momento de la casa de Prescott. Los policías le dirigieron unas preguntas y le hicieron enseñar su licencia para conducir.
Se calló al oír que avanzaba un coche por la Avenida Alsacia. Lo siguió con la mirada hasta que aminoró la marcha y dobló la esquina de la calle Catorce.
—Con éste son siete los coches —dijo— que han venido en la última media hora. ¿Quién supone usted que puede haber venido ahora?
—No lo sé, señora —contestó Mason.
—Pues uno de los coches llevaba el «Homicide Squad» pintado en el costado. Se oía su sirena desde una milla de distancia.
—Quizás haya muerto el hombre que resultó herido en el accidente de automóvil —opinó Mason.
—No diga usted tonterías —saltó la mujer—. El hombre que resultó herido fue a un hospital. Los accidentes del tráfico no son homicidios. Y el coche era de la Brigada Criminal.
—¿Está usted absolutamente segura de que el joven salió corriendo de casa de Prescott? —preguntó Perry Mason.
—Segurísima.
—¿No es posible que estuviese sentado en un coche parado, al volver la esquina? Veo que la casa de Prescott hace esquina a la calle Catorce y…
—Ciertamente que no —interrumpió ella—. ¡Eso es absurdo! A ver si no voy a saber yo cuando una persona sale de una casa. Además, le vi en ella antes de que ocurriera el accidente.
—Lo que ocurriera en casa de Prescott nada tiene que ver con el accidente de automóvil. Me temo que está usted exagerando algunos sucesos triviales de la vecindad.
—¡Tonterías! —saltó ella—. Mire, joven…, ¿cómo se llama usted?
—Mason.
—Pues, mire, míster Mason, yo sé bien cuando una cosa es importante y cuando no lo es. Deje que le cuente lo que vi y luego me dirá si tiene importancia y lo equivocados que han andado los agentes de policía en no venir a hablar conmigo en primer lugar.
»Yo estaba en mi comedor, frente a aquella ventana, mirando. No miraba a nada en particular, pero ya sabe usted cómo son estas cosas. Yo no puedo dejar de ver lo que ocurre en el solarium de la casa de Prescott, a menos que estén echadas las cortinas. Y la señora Prescott nunca las echa. Bien, pues; a lo que iba diciendo. Aquel joven estaba allí con la hermana de la señora Prescott. Ella estaba sola en la casa con él.
—Probablemente, entraría un momento a saludarla —dijo ingenuamente Mason.
—¡Entraría un momento! —repitió burlona la mujer—. Cuando ocurrió el accidente llevaba allí exactamente cuarenta y dos minutos, y si usted hubiese visto lo que yo vi cuando Swaine dejó escapar el canario, cambiaría de modo de pensar.
—Pero, ¿qué la obligó a soltar el canario? —preguntó Mason, procurando borrar de su voz todo tono de interés.
—Ella estaba allí —explicó mistress Anderson—, frente a aquella ventana. Las cortinas estaban levantadas y ella debió comprender que yo podía verla desde mi comedor si se me antoja asomarme. No es que yo tenga la costumbre de fisgar las casas de los demás, ni de meter la nariz en los asuntos ajenos, pero si una joven deja las cortinas levantadas y se entrega a frenéticos transportes de amor ante mis propios ojos, no debe quejarse si miro. Yo no voy a bajar mis cortinas porque los vecinos no tengan vergüenza. Estas mujeres modernas no conocen el significado de la palabra. Cuando yo era joven…
—¿Así, pues, el joven le estuvo haciendo el amor? —preguntó Mason.
—En mis tiempos no lo llamábamos así —rezongó la mujer—. ¡Amor! En mi vida vi cosa semejante.
—¿Pero no estará usted algo equivocada en lo del canario?
—Nada de eso; sé bien lo que me digo. Rita Swaine tenía el canario en la mano. Había empezado a cortarle las uñas cuando el joven la abrazó. Y ella se agarró a él de un modo que me hizo enrojecer. Nunca vi escándalo semejante. Ciertamente que ella no aprendió a abrazar de ese modo en ningún colegio de señoritas.
—¿Y qué fue del canario?
—El canario estuvo revoloteando, asustado, y golpeándose contra las vidrieras.
—¿Y el hombre estuvo allí algún tiempo?
—Sí; y luego la soltó y ella se quedó confusa y nerviosa. Trató entonces de cazar el canario y no pudo. El joven desapareció en la habitación inmediata. Y entonces ocurrió el accidente.
—Y usted abandonó la ventana del comedor para correr a la de delante.
—Sí.
—¿Y qué sucedió después?
La mujer bajó la voz.
—Cuando el joven volvió a entrar en la casa de Prescott, yo volví a la ventana del comedor. Me seguía intrigando a más no poder lo que él y la señora Prescott habían…
—¿Pero estaba la señora Prescott allí?
—No, no era ella. Ésa fue mi equivocación. Por un momento lo creí. Y es que Rita Swaine se había puesto uno de los vestidos de Rosalind Prescott. Era una bata casera, rameada, que conozco tan bien como mis propios trajes, de tantas veces como la he visto. Las dos hermanas no son gemelas, pero se parecen como dos guisantes de la misma vaina. Y en aquel momento, al ver la bata y no distinguir claramente el rostro, creí que era la señora Prescott. Me equivoqué, pero me alegré mucho, porque hubiera sido un escándalo que una mujer casada…
—Quizá fuese la señora Prescott —dijo Mason.
—No, no lo era. Después tuve ocasión de verle detenidamente la cara.
—¿Y no era la señora Prescott?
—No —contestó la mujer, en un tono que revelaba su decepción—; no era ella.
—¿Está usted segura?
—Claro que sí. Tan segura como que estoy sentada aquí en este momento.
—¿Lo que me está usted diciendo, ocurrió después del accidente?
—¿Cuando yo descubrí que era la hermana soltera? Sí. En aquel momento el joven había vuelto a la casa. Parecía asustado por algo, y entonces fue cuando dio a Rita Swaine el revólver.
—¿Un revólver?
—Sí… ¡Oh, no quería decirle a usted eso! Quizá no he debido…
—¿Qué clase de revólver?
—Pavonado. Él lo sacó del bolsillo de la cadera y lo entregó a Rita, y ella abrió un cajón de una gran mesa que tienen en un rincón del solarium, lo guardó muy al fondo y cerró el cajón.
—¿Qué sucedió después? —preguntó Perry Mason con interés.
—Yo ya había telefoneado a la policía que había ocurrido un accidente y había resultado un herido. Lo del revólver me proponía contárselo cuando viniesen aquí al objeto de interrogarme; pero no vinieron.
—¿Estaba todavía el herido en el coupé cuando usted telefoneó?
—No. Lo habían llevado al hospital.
—¿Cuánto tiempo cree usted que pasó desde que usted telefoneó hasta el momento en que se presentaron los agentes?
—No creo que pasasen más de cinco minutos. Pudieron ser siete u ocho, pero a mí me parecieron cinco.
—¿Y qué hicieron los agentes?
—Examinaron el coupé, tomaron nota del número de la matrícula, y como el joven salía en aquel momento de la casa, le preguntaron su nombre y domicilio y le hicieron enseñar su registro de conductor. Luego le dejaron marchar, subieron a su coche y se retiraron sin interrogarme. No lo comprendo. Yo fui la persona que los llamó. Ni siquiera me preguntaron si sabía algo más del asunto.
—En realidad —objetó Mason—, usted no vio el accidente.
—Vi lo bastante —replicó ella—. Y, además, ¿cómo podían saber ellos eso? Pude haberlo presenciado todo. Pudo haberme sorprendido asomada a la ventana.
—Es cierto —dijo Mason, pensativo—. ¿Ha hablado usted a alguien de esto?
—A nadie… excepto a la señora Weyman.
—¿Weyman?
—Sí. Es una vecina de la casa de al lado de la calle Catorce. Hace seis meses que vive en ella. Nuestras puertas traseras están a unos pasos. Es una bellísima persona. ¡Lástima que se lleve tan mal con el marido!
—¿Qué le sucede con el marido? —inquirió el abogado.
—¡Bebe! Cuando está sereno, todo marcha bien, pero cuando está embriagado, empiezan los conflictos. Siempre está armando camorra con la gente. Se presentó cuando yo estaba hablando con su mujer, y quisiera que le hubiese usted visto. Apestaba a whisky, se tambaleaba y sus ropas eran un puro pingajo. Había reñido con no sé quién y había llevado la peor parte. Quizá le sirva de lección.
—¿Lo confesó él? —preguntó Mason, sonriendo.
—No tuvo que confesarlo. Tenía un corte en la mejilla, un ojo amoratado y le sangraba la nariz. Tan malo estaba, que tuvo que ir a casa de un médico a hacerse curar. Clama al cielo ver a una mujer tan buena y distinguida como la señora Weyman, cegándose los ojos a fuerza de llorar, mientras él se embrutece por ahí con la bebida.
Mason hizo un gesto de conmiseración.
—Volviendo a lo que sucedió en casa de Prescott —dijo, mirando distraídamente por la ventana—, afirmó usted que tuvo ocasión de mirar detenidamente a Rita Swaine. ¿Está usted segura de no haberse equivocado?
—No cabe equivocación. La joven cogió el canario y se aproximó a la ventana. Parecía necesitar mucha luz para lo que estaba haciendo. ¡Cualquiera la hubiera tomado por un cirujano en una operación de cerebro, según el cuidado que ponía para cortar las uñas al pájaro!
—Es maravillosa la facilidad que tiene usted para recordar detalles —comentó Mason.
—Creo que mis facultades de observación son completamente normales, joven.
—¿Podría usted, por ejemplo, decirme qué pata estaba arreglando cuando buscó tan cuidadosamente la luz para su trabajo? —preguntó Mason.
La señora Anderson frunció los labios, arrugó la frente y dijo sin titubear un instante:
—La derecha.
—¿Está usted segura?
—Sí; parece que veo a la joven con los ojos de la imaginación, de pie junto a la ventana, cogió el canario con la mano izquierda, con las patitas al aire… Sí, era la derecha la que le estaba arreglando.
—¿Y eso fue después de la marcha del joven?
—¡Oh, sí! Después de volver yo de hablar con la señora Weyman… Bien, aquí viene alguien. ¿Qué querrá? Jesús, ¡qué día más agitado!
Mason se puso en pie y permaneció junto a la silla, mientras la señora Anderson se dirigía a abrir la puerta con zancadas rápidas y nerviosas. El sargento Holcomb apenas tuvo tiempo de rozar el botón del timbre.
—¿Es usted Stella Anderson? —preguntó.
—Para servirle.
—Soy el sargento Holcomb, de la Brigada de Homicidios. ¿Es usted la que ha dicho que vio en la casa de al lado a un joven que entregaba un revólver a una mujer para que lo guardase?
—¡Oh, sí! —dijo la señora Anderson—; pero no sé cómo se ha enterado usted. No se lo he dicho a un alma, excepto a la señora Weyman y a un señor que tengo de visita.
—¿Cómo se llama ese señor? —preguntó Holcomb.
—Míster Mason.
Mason oyó los pasos del sargento Holcomb, y un momento después el policía aparecía en el umbral.
—¿De manera que es usted? —inquirió de mal talante.
Mason asintió y dijo afirmativamente:
—¿Cómo está usted, sargento? Mejor será que apague el cigarro, porque a la señora no le gusta que sus cortinas huelan a humo de tabaco.
El sargento Holcomb hizo unos movimientos raros con el cigarro que sostenía entre los primeros dedos de la mano derecha.
—Me tiene sin cuidado —refunfuñó—. ¿Qué pinta usted en este asesinato?
—¿Qué asesinato? —preguntó Mason enarcando las cejas.
—¡Oh! Es verdad que usted no se habrá enterado de nada —dijo sarcásticamente Holcomb.
—Puede usted creerlo —confirmó Mason.
—Y presumo —continuó diciendo Holcomb con sorna— que ha entrado usted aquí a invitar a la señora Anderson a acompañarla al cine.
—He venido a investigar un accidente de automóvil —dijo Mason con dignidad.
Holcomb se volvió hacia Stella y lanzó una mirada interrogadora. Los ojos de la mujer estaban fijos con muda indignación sobre el cigarro que el sargento Holcomb daba vueltas entre sus labios.
—¿Es cierto? —preguntó el sargento por entre la colilla del empapado cigarro.
—Sí —dijo ella, olfateando audiblemente.
—Muy bien —dijo Holcomb a Perry Mason—. Ya ha averiguado usted todo lo que le interesaba del accidente del automóvil; no se detenga. Yo tengo que arreglar unos cuantos asuntos con la señora Anderson.
Mason se dirigió a la puerta, sonrió a Stella Anderson y dijo:
—Muchísimas gracias, mistress Anderson. Es un placer tratar con una mujer que ve y recuerda las cosas tan claramente como usted.
Holcomb se aclaró la garganta amenazadoramente; pero Perry Mason, sin dejar de sonreír a Stella Anderson, ganó la puerta y atravesó rápidamente la calle hacia el coche de Paul Drake.
El detective estaba sentado al volante.
—¿Averiguaste algo por la Weyman? —preguntó Mason, deslizándose al asiento de al lado.
—Me cortaron la sesión antes de tiempo —rezongó Drake.
—¿La Brigada de Homicidios?
—No, un marido airado. Tenía cardenales hasta en las orejas. Alguien debió darle una buena paliza y él buscaba con quién desquitarse. La mujer es una buena persona. No creo que sepa gran cosa de lo que sucedió, pero esa Anderson le contó que había visto a una joven llamada Swaine y a un individuo desconocido escondiendo un revólver, y la señora Weyman empezó a pensar en ello y decidió llamar a la policía.
Mason fijó la mirada en el parabrisas, con sombría concentración.
—No me gusta el asunto, Paul —dijo al fin—. ¿Por qué avisó esa mujer a la policía solamente porque se enteró de que en la casa de al lado una vecina y su amigo habían guardado un revólver? ¿Y por qué, con tan insulsa denuncia, se pone en movimiento la policía y empieza a registrar la casa? Generalmente, se telefonean tales cosas cuando está uno de broma, y se recibe un bufido del sargento encargado del aparato.
—Ahí está la contestación —dijo Drake, señalando hacia la casa—. La señora Weyman consiguió de la policía algo más que un bufido.
—Cuéntame algo más de esa mujer —dijo Mason.
—Se acerca a los cuarenta años; es más bien delgada, de buena presencia. Su conversación es culta y reposada y su rostro revela decisión y carácter, pero también sufrimiento. Mirándola, se diría que ha pasado por alguna gran tragedia, que la ha hecho bondadosa, resignada y paciente.
—¿Tienes una idea de cuál pudo ser esa tragedia? —preguntó Mason.
—Echa un vistazo a su marido cuando tengas ocasión —rió Drake.
—¿Qué aspecto tiene?
—Estatura mediana, casi de la edad de la mujer, y probablemente buena persona cuando está sereno. Pero nunca lo está. Es uno de esos tipos que a las cuatro copas resultan encantadores, pero a las cinco arman camorra con cualquiera. En esta ocasión, a juzgar por los parches de la cara, había bebido lo menos quince copas.
—¿Qué te dijo?
—Me oyó hablar y bajó las escaleras dando tumbos; luego penetró como una tromba en la habitación y nos hizo una escena. Pude colocarle un directo a la mandíbula y echarle a rodar, pero la señora Weyman estaba tan confusa al pensar que yo le había visto en tal estado, que me dio lástima. No la seguí interrogando, claro está, pero ya me había enterado de lo más importante.
—¿Estuvieron allí los agentes de la Brigada de Homicidios?
—¿La Brigada de Homicidios?
—No lo creo.
—¿Qué le dijiste a la señora Weyman?
—Pues que estaba investigando un accidente de automóvil, y después le pregunté qué había sucedido en la casa de al lado.
—¿Confesó que había visto a la policía?
—Sí.
—Pero, ¿no dijo por qué?
—Dijo que la señora Anderson le había contado que había visto a miss Swaine en amoroso coloquio con un individuo y que después había guardado un revólver que aquél le entregó. El asunto le dio mucho qué pensar hasta que se decidió a dar cuenta a la policía.
—¿No averiguaste nada más que eso?
—Nada más, Perry. Llegábamos a aquel punto de la entrevista cuando intervino en ella el marido y juzgué prudente largarme de allí.
—Bien, busquemos un teléfono para preguntar al despacho si tienen algunas noticias. Aquí no podemos hacer más mientras no abandonen el campo los de la Brigada. ¿Nos llevamos los dos coches? —preguntó Drake.
—Sí, alejémonos de estos lugares —dijo Mason, aproximándose a su vehículo—. Nos reuniremos en la droguería del bulevar.
Cuando el abogado llegó al establecimiento, Drake estaba ya telefoneando. Al terminar la conversación, tomó unas notas en un cuaderno y dijo: «Oiga: no se aparte del aparato todavía».
—Tengo un informe sobre lo del accidente, ¿lo quieres? —preguntó a Mason.
—Venga lo que sea inmediatamente —contestó el abogado.
—La Trader’s Transfer Company, dueña del camión, pertenece a un solo individuo, Harry Trader de nombre. Él mismo guiaba el camión y se dirigía a entregar unos bultos al garaje de Walter Prescott. Éste le había dado una llave. Trader dice que bajaba por la Avenida de Alsacia y que iba a doblar la esquina de la calle Catorce, cuando Packard, que conducía un pequeño coupé, trató de pasar por la derecha sin hacer sonar la bocina. Trader tuvo que describir un amplio círculo para doblar la esquina, y al hacerlo se encontró con que el coupé se había situado entre el camión y el bordillo y no pudo evitar la colisión. Packard quedó sin conocimiento y Trader le llevó al hospital de la Buena Samaritana… Luego estuvo por allí hasta que el doctor le dijo que lo de Packard no era grave y que podrá retirarse por su propio pie. Había recibido un golpe a un lado de la cabeza que le había privado del conocimiento. Trader dice que toda la culpa fue de Packard, pero está completamente cubierto por un seguro y no le preocupa gran cosa el asunto. Al principio se asustó, porque creyó que el hombre estaba gravemente herido, pero ya se sabe que el imbécil que trata de pasar a un gran camión en movimiento, sin utilizar la bocina y sin observar el camino, es un candidato a la mesa de operaciones. Según Trader, cuando Packard recobró el conocimiento en el hospital, confesó que todo había sido culpa suya, pues no se había fijado en la calle, distraído con algo que había visto en una ventana. Lo primero de que se percató fue de que tenía el enorme camión a su izquierda y luego se sintió violentamente empujado hacia la acera.
—¿Algo que vio en una ventana? —repitió Mason.
—Eso es lo que dice Trader.
—¿No dijo qué ventana?
—Creo que no.
—Entonces debió de ser o en la casa de Prescott o en la de Stella Anderson. Corramos al hospital para ver si podemos cazar al doctor que asistió a Packard. Me gustaría saber lo que dijo Packard cuando reconoció su culpabilidad.
—Bien, Perry —dijo Drake; y añadió, volviendo a hablar por teléfono—: Nada más, Mabel. Continúe vigilando, y vaya anotando las noticias a medida que lleguen. La Brigada de Homicidios está actuando en casa de Prescott. Ellos se negarán a dar ninguna información, pero probablemente recibirá usted detalles por alguno de nuestros muchachos. Tan pronto como sepa usted algo concreto, llámeme al hospital de la Buena Samaritana. Salgo para allí ahora. Volveré a llamar cuando termine. Bien, Mabel, adiós.
Drake colgó el receptor; se volvió a Mason y dijo:
—Se me ocurre una cosa, Perry. ¿Crees que esa miss Swaine tendría alguna razón para quitar a su hermana de en medio?
—Olvídalo —contestó Mason—. Si quieres colgarle a alguien un asesinato, cuélgaselo al individuo que estuvo haciendo el amor a la hermana. No te metas con uno de mis clientes.
—¿Es miss Swaine tu cliente? —preguntó Drake, mientras marchaban hacia la puerta de la droguería.
—Pensándolo bien —contestó Mason lentamente—, no debo considerarla como tal. Fue ella quien contrató mis servicios, pero lo hizo para que representase a la hermana casada.
—¿Te refieres a mistress Prescott?
—Sí.
—Te apuesto entonces cinco contra uno a que tu cliente ha muerto.
—Voy a dejar mi coche aquí y subiré al tuyo. Así tendremos ocasión de charlar. ¿Por qué te figuras que mistress Prescott ha muerto?
—Es una corazonada —dijo Drake—. Según la señora Anderson, el asesinato tuvo que ocurrir hacia el mediodía, poco antes del accidente de automóvil. A aquella hora, Walter Prescott, como hombre de negocios, estaría en su despacho, pero mientras Prescott estaría haciendo de ama de casa.
—Quizá Prescott se levantase tarde —dijo el abogado Mason.
—No. Recuerda que encargó a Harry Trader que le llevase algunas cosas al garaje, y hasta le dio la llave. Eso demuestra, no sólo que estaba levantado esta mañana, sino también que no pensaba estar en casa cuando Trader hiciese la entrega, y éste se presentó a cumplir el encargo casi al mismo tiempo que miss Swaine y su amigo escondían el revólver.
—Buen razonamiento, Drake —dijo Mason, mientras el detective ponía en marcha el coche.
—Es un don —sonrió Drake, envanecido.
—Vamos a ver qué te parece el mío: Rita Swaine y su amiguito están en la parte posterior de la casa, en el solarium, a la hora del accidente. Pero Packard vio algo en la ventana, y esta ventana tuvo que ser de las de la fachada de la casa. Ahora bien, ¿quién más estaba en la casa y qué vio o a quién vio Packard en aquella ventana? Y que lo que vio fue interesante, lo demuestra el que se dejase aplastar por el camión que le seguía.
—Bien, Perry —dijo tristemente Drake—. Tus clientes tienen probada la coartada… si Packard vio lo que tú crees, pero no olvides que quizá no haya habido crimen de ninguna clase y que todo se reduzca a que una mujer olvidó correr unas cortinas…
—No vuelvas a dejar volar tu imaginación —le interrumpió Mason—. Pisa el acelerador y veamos lo que dice el médico.