La pensión para animales establecida en la esquina, era una bulliciosa casa de orates cuando Mason abrió la puerta, saludó a un empleado y avanzó hacia el despacho del fondo. Un mono encadenado alargó una pata y agarró la americana del abogado. Un individuo grueso, de ojillos llorosos y cabeza calva y reluciente como una cebolla, levantó la mirada de un libro y salió de una especie de garita de cristales que constituía su despacho.
—¡Ja, ja! —dijo—. ¡Es el Herr abogado en persona! Es un honor que venga usted a mi humilde establecimiento.
Mason le estrechó la mano, se encaramó al borde de un mostrador y dijo:
—No dispongo de mucho tiempo, Karl. Necesito enterarme de algunos detalles.
—¡Ja, ja! ¿Sobre la fraulein que vino con el canario? Dijo que la enviaba usted. Quizá quiera usted saber algo del canario.
Mason asintió.
—Es un buen canario —dijo Helmond—. Vale cualquier cosa. Tiene una buena voz.
—Y una patita mala —añadió el abogado.
—Ja. No es nada. Le han dejado demasiado cortas las uñas de la pata derecha. Hoy está cojo. Mañana estará cojo. Al día siguiente nada.
—¿Y la pata izquierda? —preguntó Mason con interés.
—En la pata izquierda las uñas están bien cortadas, excepto una, que está sin cortar. No lo comprendo.
—¿Las uñas están cortadas de hoy? —preguntó Mason.
—Ja, ja. Hay unos hilillos de sangre sobre la percha y esa sangre ha salido de los dedos enfermos de la pata derecha. La operación tuvieron que hacérsela hoy, ja, ja.
—¿Y la joven lo quiere dejar aquí?
—Ja.
—¿Por cuánto tiempo?
El obeso propietario de la pensión se encogió de hombros.
—No lo sé. No me lo dijo.
—¿Por un día? —preguntó Mason.
El propietario abrió desmesuradamente los ojos, en gesto de sorpresa.
—¿Bromea usted nicht wahrt? ¡Un día!
—Es lo que pregunto —dijo Mason—. ¿Habló ella de dejarlo aquí por un día?
—Ach, no. Yo le dije el precio por meses y pagó un mes. No un día ni una semana; un mes.
Mason se deslizó al suelo desde el mostrador.
—Muy bien, Karl —dijo—. Es lo que quería comprobar.
—Gracias por habérmela enviado —contestó Helmond—. Quizás algún día pueda hacer algo por usted nicht wahrt?
—Posiblemente —dijo Mason—. ¿Qué nombre le dio a usted?
—¿Su nombre?
—Sí.
Helmond penetró en el despacho, rebuscó en unos casilleros y salió con una tarjeta en la mano.
—El nombre es Mildred Owens, y la dirección es general Delivery, Reno. Se traslada a Reno, y pasado algún tiempo quizás envíe a buscar al pájaro. Pero no antes de un mes.
Una lenta sonrisa se esparció por el rostro del abogado.
—¿Buenas noticias? —preguntó ansiosamente Helmond, mirando por encima de sus lentes.
—Muy buenas —dijo Mason—. Sabrá usted, Karl, que empezaba a sospechar que mis corazonadas son engañosas, Ahora me siento bastante mejor. Tenga cuidado del canario, Karl.
—¡Ja, ja! Ya le cuido. ¿Le gustaría verlo?
—Hoy no, Karl. Le visitaré a usted en otra ocasión. Hoy estoy muy ocupado.
Helmond escoltó a Mason hasta la puerta del establecimiento.
—Si alguna vez puedo hacer algo por usted, dígamelo. Esta charla sobre la cojera de un canario no es nada. Quiero hacer algo.
Mason dejó a Helmond deshaciéndose en reverencias en la puerta y se dirigió a una barbería donde se hizo afeitar, masajear y manicurar.
Generalmente, las toallas calientes sobre el rostro le hacían caer en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, un amodorramiento peculiar en el que, estimulada su imaginación, veía las cosas con cristalina claridad. Pero esta vez las toallas calientes no despertaron pensamiento alguno en su imaginación. El canario estaba cojo. Una de las uñas de la pata izquierda no había sido cortada. Las demás de aquella misma pata lo habían sido correctamente. En cuanto a las de la derecha habían sufrido un cercenamiento exagerado. Y aquello había ocasionado la cojera del canario. Además Rita Swaine, al llevar el pájaro a la pensión, había tenido la franqueza suficiente para referirse a Mason como la persona que la había enviado allí, pero había dado un nombre y una dirección falsos. ¿Por qué?
Ya fuera del sillón del barbero, Mason se arregló la corbata, lanzó una mirada a su reloj de muñeca y regresó, caminando lentamente, a su despacho. Llenaban ya la calle las sombras del atardecer y las avanzadas del tráfico nocturno.
Al salir del ascensor al pasillo, vio a Della Street a la puerta de su despacho particular. La joven le hizo unas apresuradas señas y dio unos pasos para salirle al encuentro.
—Escuche —dijo—; Paul Drake ha llamado por la línea particular y dice que tiene que hablarle ahora mismo.
Las largas piernas de Mason añadieron unos centímetros a su rápida zancada.
—¿Cuánto tiempo hace que llamó?
—Hace un minuto que le espera en el aparato. Reconocí los pasos de usted y salí a avisarle.
—¿Es su primera llamada?
—Sí.
—Puede ser importante, Della —dijo Mason—. No se retire hasta que lo sepamos.
Penetró en su despacho privado, cogió el receptor de su mesa y dijo en voz baja:
—Hola, Paul, ¿qué pasa?
El sonido ligeramente deformado de la voz del detective reveló al abogado que Drake hablaba con los labios directamente aplicados al aparato transmisor.
—¿Fue una corazonada, Perry? —preguntó Paul Drake.
—¿De qué estás hablando?
—De lo del divorcio. Ha habido complicaciones.
—¿Qué complicaciones?
—Mejor será que vengas inmediatamente aquí.
—¿Dónde es «aquí»?
—Frente a la casa de mistress Stella Anderson, en la Avenida de Alsacia. Te hablo desde una droguería, un par de manzanas más allá, pero me reuniré contigo en donde he dejado mi coche.
—Pero, ¿qué pasa? —preguntó Mason, preocupado.
Drake bajó aún más la voz y dijo:
—Escucha. Llegaron dos agentes en un coche patrulla, se detuvieron ante la casa de Prescott, abrieron la puerta trasera con una llave maestra y entraron. Unos quince minutos más tarde hizo su presentación en la calle, con gran acompañamiento de sirenas, el sargento Holcomb, de la Brigada de Homicidios, y unos minutos después el forense.
Mason emitió un pequeño silbido.
—¿Te enteraste de algo, Paul?
—No de mucho, pero creo que el aviso partió de una tal señora Weyman, que vive en la casa de al lado de la de Prescott, en la calle Catorce.
—¿Cómo se enteró ella? —preguntó Mason.
—Nadie lo sabe.
—¿Y no has podido enterarte de quién es el muerto?
—No.
—Bien. Espérame frente a la casa de Stella Anderson. Salgo ahora mismo. Y deja que te dé un consejo. Paul: concede siempre la importancia debida a los canarios cojos.