Capítulo I

Cualquier estudiante de Psicología se mostrará de acuerdo en que existe una gran disparidad entre caracteres y tipos. Los mejores detectives parecen dependientes de comercio. Los mejores jugadores de garito tienen aspecto de banqueros. Y nada en el aspecto de Perry Mason indicaba que su ágil cerebro, sus métodos inconvencionales y su audaz técnica, le hacían el abogado criminalista más temido y respetado de la ciudad.

Sentado en su despacho, miraba a la joven que se había acomodado en el gran sillón de cuero, sosteniendo una jaula con un canario en el regazo. Su penetrante mirada no poseía aquella cualidad de barrena tan frecuentemente asociada a los interrogadores forenses y, en su lugar, mostraba la paciencia de la comprensión. Sus enérgicas facciones parecían esculpidas en granito.

—Ese canario —dijo con la machacona insistencia del que quiere que se graben bien sus afirmaciones— tiene una patita mala.

La joven trasladó la jaula desde el regazo al suelo, como si quisiera impedir que el abogado la mirase demasiado.

—Oh, no lo creo —dijo, y añadió por vía de explicación—: Está un poco asustado.

Mason apreció las juveniles líneas de su figura, la brevedad de sus pies impecablemente calzados, los largos y afilados dedos de sus enguantadas manos.

—Así, pues —dijo—, el asunto que le trae a usted a mí es tan urgente que se ha permitido entrar violentamente en mi despacho.

—Mi asunto es importante. No podía esperar, ni yo tampoco.

—Observo —sonrió el abogado— que la paciencia no figura entre sus virtudes.

—Yo no sabía que la paciencia fuese una virtud —replicó la joven.

—Ya lo hemos visto. ¿Cómo se llama usted?

—Rita Swaine.

—¿Su edad, miss Swaine?

—Veintisiete.

—¿Dónde vive?

—En la calle Chestnut, número mil trescientos cuarenta y ocho —contestó Rita, lanzando una mirada a Della Street, cuya pluma se movía ágilmente tomando notas en taquigrafía.

—No se preocupe usted por miss Street —la tranquilizó Mason—. Es mi secretaria. ¿Vive usted en una casa de vecindad?

—Sí. Departamento cuatrocientos ocho.

—¿Teléfono?

—No está a mi nombre. Hay una centralilla.

—¿Para qué quería usted verme?

La joven bajó los ojos y titubeó.

—¿Por el canario? —preguntó Mason.

—No —contestó ella apresuradamente—, no es por el canario.

—¿Lo lleva usted generalmente en su compañía?

La joven rió nerviosamente y dijo:

—Oh, claro que no. No comprendo por qué da usted tanta importancia al canario.

—Porque son pocas las clientes que traen canarios a mi despacho —contestó el abogado.

Ella fue a decir algo, pero se contuvo. Mason miró significativamente su reloj de pulsera y esta acción la impulsó a hablar.

—Quiero que ayude a mi hermana Rossy —dijo—. Es un diminutivo de Rosalind. Hace unos seis meses que contrajo matrimonio con Walter Prescott. Él es tasador de seguros, y se casó con ella por el dinero. Después de conseguir apoderarse de la mayor parte… trata de crear conflictos a Rossy.

—¿Qué clase de conflictos? —preguntó Mason, al ver que titubeaba.

—Por causa de Jimmy.

—¿Quién es Jimmy?

—Jimmy Driscoll. Acompañaba a mi hermana antes de casarse con Walter.

—¿Y sigue Driscoll enamorado de ella? —preguntó Mason.

La joven movió enfáticamente la cabeza y dijo:

—No, Jimmy está enamorado de mí.

—¿Por qué entonces el marido de su hermana…?

—Jimmy escribió a Rossy una carta como amigo.

—¿Qué clase de carta?

—Rosalind tuvo la culpa. Escribió a Jimmy diciéndole que era desgraciada, y Jimmy le contestó, nada más que como amigo, aconsejándole que se separase de Walter. Le decía que Walter se había casado con ella solamente por el interés, y que el matrimonio era exactamente como una inversión financiera, en la que la primera pérdida es la que más beneficia. Ha de saber usted —continuó nerviosa— que Jimmy está en el negocio de corretajes y que manejó los intereses de Rosalind antes de su matrimonio. Por eso ella comprendió perfectamente lo que él quería decir.

—¿Y no se los siguió administrando después de casada?

—No.

—¿Y Walter Prescott cogió la carta que escribió Driscoll?

—Así es.

El rostro de Mason reveló su interés.

—No creo que Rossy conozca los sentimientos de Jimmy hacia mí —continuó diciendo apresuradamente la muchacha del traje gris perla—. Nosotros nunca mencionamos su nombre. Pero yo también tengo algún dinero, y, después del matrimonio de Rossy, Jimmy sigue administrando mis inversiones y yo salgo muchas veces con él.

—¿Y su hermana no sabe nada de eso?

—No… Creo que no…

—¿Qué va a hacer Prescott con la carta? —preguntó Mason.

—Va a entablar el divorcio, alegando que ella continúa sus antiguas relaciones con Jimmy. Y también va a denunciar a Jimmy por enajenación de afectos, porque él puso en la carta aquello de que Walter se había casado con ella por el dinero y que lo mejor que podía hacer era abandonarle.

—Yo no me ocupo de casos de divorcio —dijo Perry Mason.

—Oh, pero tiene usted que ocuparse de éste. Todavía no se lo he contado todo.

Mason miró de reojo a Della Street, sonrió y dijo:

—Bien, pues cuéntemelo todo.

—Walter tiene en su poder unos doce mil dólares de Rossy. Dijo que iba a invertirlos en su negocio, y que les sacaría más de un diez por ciento de interés, y que la inversión iría aumentando de valor. Ahora jura que nunca recibió un céntimo de mi hermana.

—¿Puede probar ella lo contrario?

—Me temo que no. Ya sabe usted cómo se hacen estas cosas. No es costumbre que la mujer pida recibo al marido. Rosalind tenía algunos títulos de la Deuda y se los dio a Walter para que los vendiera y emplease el dinero en el negocio. Walter confiesa que vendió algunos valores en su nombre, pero afirma que el dinero se lo entregó a ella. Y George Wray, que es el socio de Walter, dice que es absurdo pensar que Walter colocase cantidad alguna en el negocio. Según él, han estado echando dinero fuera en lugar de meterlo.

»Ya ve usted, pues, lo que sucede. Walter se ha apoderado del dinero y ahora trata de que condenen a Rossy para poder quedarse con él.

—Creo —dijo Mason— que haría usted bien en ver a algún abogado especializado en relaciones domésticas y…

—No. No. Queremos que sea usted. Déjeme que le diga lo que ha sucedido esta mañana.

Mason sonrió pacientemente.

—Escuche, joven; no me interesan los casos de divorcio. No me gusta trabajar ante el jurado. Mi especialidad son los asesinatos. Me agrada el misterio. Simpatizo con su hermana, pero no me interesa este caso. Hay en la ciudad centenares de abogados competentes que se alegrarán de representarla.

Los labios de la joven temblaron.

—Por lo menos desearía que escuchase usted lo que tengo que decir —balbució, sorbiéndose las lágrimas. Pero, reconociendo la futilidad de su súplica, enganchó los dedos de su mano derecha en el anillo de la jaula y se preparó para levantarse del gran sillón de cuero.

—Espere un momento —dijo Mason—. Me interesa ese canario. Las cosas raras se graban en mi imaginación. Ahora necesito saber por qué trajo usted ese canario a mi despacho.

—Eso es lo que quería decirle… sólo a mi manera.

—Siga entonces adelante y dígamelo. Quizá luego consiga olvidarlo. De otro modo malgastaría toda la tarde especulando sobre el asunto, tratando de descubrir alguna explicación lógica.

—Verá usted —continuó la joven—; esta mañana estuve en casa de Rosalind cortando las uñas al canario. Ya sabe usted que a los canarios enjaulados hay que cortarles a menudo las puntas de las uñas. Y mientras estaba haciéndolo llegó Jimmy… y me dijo que me amaba, me cogió en sus brazos, y el canario se escapó… y entonces chocaron dos automóviles frente a la casa… Y cuando levanté la vista hacia la ventana, allí estaba madame Fisgona observándonos y un hombre resultó herido en el accidente de automóvil. Jimmy corrió a socorrerle, y los policías tomaron su nombre y le llamarán como testigo cuando se vea la causa, y Walter dirá que Jimmy entró en su casa sin su consentimiento… ¡Oh, Dios mío, no me gusta afligirme y me ha hecho usted llorar!

Abrió su bolso de mano, sacó un cuadrito de muselina y se secó furiosamente las lágrimas que fluían de sus ojos.

Mason se retrepó en su asiento y lanzó un profundo suspiro de satisfacción.

—Un accidente de automóvil, una historia de amor, un canario cojo y la señora Fisgona. ¿Qué puede haber mejor? Algo me dice que voy a ocuparme del caso de su hermana. Ahora deje de llorar y cuénteme lo de madame Fisgona.

Rita Swaine se sonó suavemente, trató de borrar con una sonrisa las huellas de sus lágrimas y dijo:

—No me gusta llorar. Generalmente tomo las cosas con calma. No crea que lo he hecho para impresionarle, míster Mason, porque no ha sido así.

Mason asintió.

—¿Quién es madame Fisgona?

—La llamamos madame Fisgona, pero su verdadero nombre es Stella Anderson. Es una viuda que vive en la casa de al lado y siempre está fisgoneando y metiéndose en los asuntos de los demás.

—¿Y Jimmy le dijo a usted que la amaba?

—Sí.

—¿Y eso fue en casa de Rosalind?

—Sí.

—¿Y cómo dio la casualidad de que Jimmy estuviese allí para decirle que la amaba, y dónde estaba Rosalind?

La joven se secó la última lágrima.

—Verá usted. Walter encontró la carta de Jimmy y se puso furioso. Fue a ver a su abogado, y Rossy tuvo miedo de que fuese a hacer algo terrible. Él la había amenazado con matarla y Rossy le creía muy capaz. Por eso abandonó la casa en seguida y ya no quiso volver.

—¿A qué hora fue eso?

—No lo sé exactamente. Fue esta mañana temprano, a eso de las nueve o las diez. Bueno, el caso es que Rossy me telefoneó poco después de las once para contarme lo sucedido y pedirme que fuese a la casa a recoger sus ropas y un par de maletas que estaban en el armario de su dormitorio. Su casa está en el número mil trescientos noventa y seis de la Avenida de Alsacia. Walter la compró poco antes de casarse. Está sólo a un par de manzanas de donde yo vivo.

—¿Tiene usted una llave de la casa? —preguntó Mason.

La joven hizo un gesto negativo.

—¿Cómo entró usted entonces?

—Oh, Rossy se marchó tan apresuradamente, que dejó las puertas abiertas. Como Walter dijo que iba a matarla, se asustó.

—¿Y el canario? —preguntó Mason.

—Es suyo. Lo tiene hace años. Ella quiere que se lo guarde. Walter es capaz de matárselo por despecho. Eso le indicará a usted su carácter. Se pondrá furioso cuando vuelva y se encuentre con que Rossy ha huido.

—Lo siento —dijo Mason—. Debí dejarla a usted marchar, así me habría entregado a una serie de reflexiones sobre la combinación de circunstancias que obligaron a una asustada joven atravesar las calles y presentarse en mi despacho con un canario enjaulado. Ahora ha convertido un intrigador misterio en un asunto perfectamente vulgar.

Los ojos de la joven relampaguearon de indignación.

—¡Siento haberle aburrido, míster Mason! Después de todo, la dicha de mi hermana no significa nada comparada con su diversión.

El abogado sonrió y movió la cabeza.

—No me juzgue usted mal —suplicó—. Voy a escucharla hasta el final. Éste es el precio que pagaré por haber cedido a la curiosidad.

—¿Debo interpretar que se decide a representar a mi hermana?

Mason asintió. El rostro de la joven resplandeció de alegría.

—¡Es usted espléndido! —exclamó.

—Nada de eso. Me interesó su canario. La única razón legítima que tenía para inmiscuirme en sus asuntos privados es como abogado. Por eso tomé mi decisión y pagaré el precio. El hecho de que voy a ocuparme de un asunto desagradabilísimo para mí no le interesa a usted, por supuesto. ¿De manera que Jimmy le dijo a usted que la amaba?

La joven hizo un gesto afirmativo.

—¿Y no se lo había dicho nunca? —preguntó Mason, mirándola fijamente.

—No, nunca —contestó la joven, y su mirada volvió a posarse en la jaula del canario.

—Pero usted lo sabía, claro está.

—No… del todo —dijo ella en voz baja—. Sabía que él me gustaba y creía gustarle yo a él. Pero fue como una sorpresa.

—¿Y cómo es que Jimmy Driscoll se encontraba en casa de Rosalind?

—Fue a mi casa primero. El telefonista cree que Jimmy es un buen muchacho. Jimmy le hizo ganar algún dinero en cierta ocasión y le está agradecido. Por eso no tuvo inconveniente en decirle que mi hermana había llamado y parecía muy excitada y que yo me había dirigido apresuradamente a su casa.

—¿Había estado escuchando el telefonista? —preguntó Mason.

—No lo creo. Conoce la voz de Rossy, y por eso sabía que llamó, y luego, cuando yo salí, le dije adónde iba.

—¿Así es que Jimmy fue a casa de Rosalind?

—Sí. Sólo está a un par de manzanas de la mía.

—¿Y la encontró usted allí?

—Sí.

—¿Y usted le dijo que Rossy se había marchado?

—Sí.

—¿Y qué sucedió entonces?

Una vez más su mirada rehuyó la del abogado.

—Hablamos un rato; yo tenía el canario en la mano y le cortaba las uñas, y luego lo primero de que me di cuenta fue de que Jimmy me rodeaba con sus brazos y me decía que me amaba. Entonces dejé volar el canario y fue cuando ocurrió aquel terrible choque frente a la casa y, naturalmente, corrimos a la ventana…, estábamos en el solarium en aquel momento, y nos enteramos de que había chocado un gran camión cubierto con un coupé y que éste había llevado la peor parte. El conductor estaba herido y Jimmy corrió a ayudar a sacarle del coche. El conductor del camión dijo que podía llevar al herido al hospital con más rapidez que esperando a una ambulancia, y él y Jimmy le metieron en el camión.

—¿Jimmy volvió después a la casa? —preguntó Perry Mason.

La joven hizo un gesto afirmativo.

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Hablamos de lo sucedido y decidimos que era mejor que se marchase, porque Walter podía regresar y nos perjudicaría que la gente se enterase de que Jimmy había estado en la casa. Creo que le llamarán como testigo en lo del accidente del automóvil. Él dejó su coche estacionado a un lado de la calle y se me ocurrió que quizá volviese el conductor del camión para tratar de comprometer a Jimmy. Madame Fisgona vio cómo Jimmy me agarraba en sus brazos y…

—¿Abandonó Jimmy la casa?

—Sí. Pero madame Fisgona debió telefonear a la policía cuando ocurrió el accidente, porque, cuando Jimmy salía del portal, fue detenido por unos agentes que acababan de llegar en un coche con radio. Le hicieron muchas preguntas sobre el suceso y tomaron el nombre y dirección de Jimmy. Como le obligaron a enseñarles su licencia de conductor, tuvo que darles su nombre verdadero.

—¿A qué hora fue eso? —preguntó Mason.

—Debió de ser hace dos o tres horas. Creo que era casi el mediodía cuando ocurrió el desgraciado accidente.

—¿A qué hora la llamó a usted Rosalind?

—A eso de las diez o las once…, no lo sé exactamente.

—Bien —dijo Mason—; si quiere usted que represente a su hermana en la acción de divorcio, dígale que venga a hablar conmigo.

Rita Swaine asintió, se recostó en uno de los brazos del sillón y empezó a hablar rápidamente.

—Está muy bien, míster Mason, haré que venga, pero, ¿no cree usted que sería un buen plan arreglar las cosas para impedir que Walter llegase a descubrir que Jimmy estuvo en la casa? Como Rosalind se marchó esta mañana, Walter podría hacer aparecer que Jimmy tiene algo que ver con su marcha.

—Pero Jimmy está enamorado de usted —dijo Mason.

—Eso creo.

—Entonces, ¿por qué no declarar públicamente el noviazgo? Sería lo más sencillo.

—Porque la gente creería que es algo amañado entre Jimmy, Rosalind y yo para impedir que Walter se salga con la suya.

Mason frunció el ceño.

—¿De manera que ha pensado usted en eso?

—Me parece que es lógico que el abogado de Walter saque partido de ello. Por eso he pensado que quizá pudiera investigar este accidente y procurar poner de acuerdo al hombre del coupé y al conductor del camión, para que no entablen pleito. Así no saldrá a relucir que Jimmy estuvo en la casa.

—¿Resultó gravemente herido el ocupante del coupé?

—No lo sé. Estaba sin conocimiento cuando Jimmy ayudó a meterle en el camión.

—¿Sabe usted quién es el dueño del camión?

—Sí, lleva el rótulo de la Trader’s Transfer Company.

—¿Y el del coupé?

—El coche está todavía en la calle, muy averiado. El número de matrícula es el seis-T-dos-nueve-nueve-tres, y el certificado pegado en un ángulo del parabrisas indica que está registrado a nombre de Carl Packard, que vive en Robinson Avenue, mil ochocientos treinta y seis, Altaville (California).

Mason volvió la cabeza para hablar a Della Street.

—Llame a la Agencia de Detectives Drake. Diga que venga Paul Drake. —Y añadió, volviendo a dirigirse a Rita—: Me ocuparé de eso inmediatamente y veremos lo que se puede hacer en lo del accidente. Entretanto, diga a su hermana que venga a verme.

—No sé dónde se encuentra Rossy ahora —dijo la joven—; pero tan pronto como reciba sus noticias le diré que venga.

—¿Dónde podré encontrarla a usted?

—Estaré en mi habitación.

El abogado miró de través a su secretaria.

—¿Tiene usted la dirección, Della?

—Sí —contestó Della Street—. ¿Cuál es el número de su teléfono, miss Swaine?

—El seis-cero-nueve-dos-dos.

Mason se puso en pie y abrió la puerta del pasillo.

—¿Tengo que pagar ahora algún anticipo? —preguntó Rita Swaine abriendo el bolso y sacando un fajo de billetes.

—No, nada —contestó Mason—. Y hará usted bien en volver ese dinero al Banco, joven. ¿Acostumbra usted a llevar siempre encima sumas como ésa?

—Oh, no. Pero creí que me exigiría usted algún anticipo y me detuve en el Banco para recoger dos mil dólares.

Mason pareció ir a decir algo, luego sonrió y abrió la puerta para que saliera la joven.

—Hará usted bien en volverlos al Banco, miss Swaine. Fijaré mis honorarios más tarde, cuando me sienta más generoso. Por ahora usted no es para mí más que la joven que estropeó un misterio… Buenas tardes.

—Buenas tardes, míster Mason —dijo la joven, volviendo el dinero al bolso y recogiendo la jaula.

En el pasillo se detuvo para preguntar:

—¿Sabe usted si hay por aquí cerca alguna pensión para animalitos?

—El individuo que la regenta —dijo Mason— fue cliente mío. Es un viejo alemán, todo un carácter. Se llama Karl Helmond. ¿Por qué lo pregunta?

—Voy a dejar allí a Dickey.

—¿El canario?

—Sí. Cuando se restablezca, iré a buscarlo. Pero necesito estar segura de que Walter no se enterará de dónde lo dejo.

—Puede usted confiar en la discreción de Karl Helmond. Dígale que va de mi parte.

Ella asintió, y su rápido taconeo se alejó por el pasillo hacia el ascensor. Mason cerró la puerta y se aproximó a la mesa de Della Street.

—Esto —dijo con amarga mueca— es la consecuencia de especializarse en casos de asesinato. Esa muchacha se presentó aquí con un canario enjaulado, excitada y nerviosa, y yo, como un imbécil, la revestí de toda clase de misterios.

—¿Por qué no se negó a hacerse cargo de su caso, jefe? —preguntó Della Street.

—No me era posible después de haber hurgado tanto en sus asuntos privados, Della. Recuerde que este asunto es para nosotros uno de tantos negocios. Pero para nuestra cliente es algo más. El divorcio de la hermana es el acontecimiento más importante en la vida de esa joven…, exceptuando su episodio amoroso con Jimmy Driscoll.

Della Street observaba al abogado, pensativa.

—Jefe —dijo—, hablándole a usted como una mujer libre de las ilusiones de su sexo y, por tanto, inmune a los ardides femeninos y a sus lacrimosas súplicas, ¿no se le ocurrió a usted que fue algo extraña su manera de reaccionar en este asunto de amor? No se atrevía a mirarle a usted a los ojos cuando hablaba de ello. Obró como si fuese algo furtivo, algo que había que ocultar, algo que la avergonzase. ¿No cree usted que ha traicionado a Jimmy?

Mason se echó a reír.

—Está usted en su elemento, Della. A mí me hizo perder la cabeza un canario enjaulado, y a usted esa novela de amor. Lo que necesitamos los dos son unas vacaciones. Son ya demasiados casos de asesinato. ¿Qué le parecería si cerrásemos el despacho e hiciésemos una excursión alrededor del mundo? Yo estudiaré la jurisprudencia de los países que visitemos y usted tomará nota de mis hallazgos.

Los ojos de Della se dilataron.

—¿Habla usted en serio, jefe?

—Sí.

—¿Y los asuntos pendientes?

—Jackson se ocupará de seguir los trámites durante mi ausencia y a mi regreso resolveré lo que él no haya podido despachar.

—¿Y este caso?

—Oh —dijo Mason con indiferencia—, sacaremos a Rossy de sus dificultades. No llevará mucho tiempo.

Della Street descolgó el teléfono y dijo al operador:

—Póngame con la Dolla Steampship Company. En seguida, por favor, antes de que el jefe cambie de parecer.